…La pandemia nos enfrenta de una manera nueva a la pregunta por el dónde vivir. O quizá más apropiadamente: dónde quiero que me encuentre la próxima pandemia, y junto a quién. Gabriel Giorgi
Siempre fui una errante, pero en los últimos años paraba menos que nunca en ese departamento neoyorquino que llamaba casa apenas para distinguirla de los demás lugares donde dormía, esos que eran arriendo, hotel, hostal o simplemente un sillón ajeno. Dormía con demasiada frecuencia en aviones, premunida de una almohadita propia y de una manta que llevaba a todos lados como los niños. No lograba conciliar el sueño sin esa almohada que tenía mi olor y mi mugre, mis lágrimas, mi tos, mi baba inconsciente, el aire turbulento de mis ronquidos; la manta me ayudaba a combatir los terrores aéreos en compañía de mí misma. La idea de un hogar en punto fijo se había ido desvaneciendo a la vez que multiplicando, yo caía con creciente frecuencia en un lapsus-lengua que consistía en poner la palabra casa en el lugar de la pieza de paso. Y mi hombre había emprendido el vuelo como yo, acaso para no extrañarme, acaso para no sentirse solo. Compensábamos la ausencia sincronizando nuestros calendarios en reuniones mensuales, sentados uno junto al otro en el viejo sofá rojo que nos negábamos a reemplazar por más que se estuviera desintegrando. Intentábamos estar fuera de casa los mismos días o hacer citas tránsfugas en aeropuertos y salas de espera y bares solitarios a la vuelta de la esquina. Comprometíamos nuestras vacaciones en departamentos prestados que llamaríamos casa por el hecho de estar juntos. Ser la casa el uno del otro, eso me parecía deseable. Y jugar a las casitas en los sitios a los que solíamos volver, Madrid, Santiago, Berlín, todas ciudades donde habíamos ido dejando maletas con ropa y zapatos, una cafetera italiana, libros diversos y lámparas de noche. Yo seguía eligiendo domicilios en cada nueva ciudad que visitaba sola pensando que eran casas que algún día íbamos a habitar: una colonial en Querétaro, una neoclásica en Nueva Orleans, una ruca chilota cerca de Castro, y más casas que ya he olvidado pero que siempre tenían un pequeño jardín para cultivar verduras. Todas casas que yo escogía a ojo desde la calle, que visitaba de manera imaginaria, que decoraba de manera distinta, que llenaba de muebles y que pintaba para hacerlas completamente nuestras. Acaso para sentirme acompañada, múltiple e inmortal.
Siempre estuve enferma, tal vez eso explique algunas cosas. Crecí en conciencia de mi propia fragilidad, sintiendo o presintiendo que la muerte no sólo me sucedería sino que era inminente. ¿Qué otra cosa era vivir sino estarse muriendo? Yo no iba a llegar a los treinta; mi madre lo creía y esa temporalidad suya había infiltrado la mía. Pero pasaban los años y mi muerte que se acercaba sin alcanzarme iba generando la fatiga de los cuidados constantes, difíciles e inciertos. En esos últimos años de mi vida viajera yo había soslayado el miedo, lo había superado yéndome de la casa que era la oficina donde trabajaba en una rutina severa para la que estaba entrenada y a la que tanto le temía. Estarme yendo de casa o estarla cambiando de sitio era un modo de convivir con esa contradicción. Una manera de festejar el haber saltado mi barrera del tiempo, porque la enferma que no iba a llegar a los treinta los había cumplido en salud al llegar a un Nueva York que seguiría sufriendo de la inmunodeficiencia viral, la enferma había superado los cuarenta entre extraños gérmenes respiratorios que saltaban de una especie a la nuestra. Iba a morirme joven pero ya iba acercándome a los cincuenta habiendo domado un deterioro peor que la vejez. Podía olvidarme del sofocante metro cuadrado donde había temido reposarían mis huesos sin manta ni almohada ni un cuerpo mullido a mi lado, sin un calendario para planificar la fuga hacia el futuro. Podía olvidarme hasta el siguiente virus, porque si vivimos muriéndonos siempre de a poco ahora nos estamos muriendo más, muchos más que nunca antes, y por eso toca detenernos a cuidar y a cuidarnos. Es el tiempo de volver a una casa única donde esperar acompañados a que pase esta pandemia hasta que aparezca la siguiente.
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Imagen de portada: Ventanas. Fotografía de Daniel Coe, 2015. CC