A Augusto Cruz y a Luis Carlos Fuentes
En el reino de la ficción, un detalle puede hacer la diferencia entre un héroe y un asesino. Tomemos el ejemplo de los sombreros. En la testa de Charles Chaplin un discreto bombín es un objeto apacible, mientras que en los films de James Bond, si se ajusta con dificultades sobre el cráneo de un guardaespaldas, podemos asegurar que está equipado con una sierra eléctrica y fue diseñado para decapitar estatuas y espías; si le queda muy estrecho a un adolescente en una película de Kubrick, estrecho será también el aprecio que tenga este sujeto por la vida de los otros.
Sobre la frente de Robert Mitchum, un sombrero de alas anchas y extendidas como las de un ave negra anuncia que su propietario es un depredador del camino, un tenaz acosador de los débiles, dispuesto a perseguir a sus pobres víctimas por todo el país de ser necesario, a fin de mejor castigarlas. Uno diría que todos los sombreros de ala ancha anuncian a personajes tenebrosos e incapaces de sonreír. Pero al ver ese sombrero también de alas grandes, copa corta y ceñida, ajustada con precisión quirúrgica sobre la cabeza del infalible cazador de recompensas que es Lee Van Cleef en For a Few Dollars More, uno ve cómo cambia el efecto: ese hombre de bigote luciferino, aficionado a las capas anchas y a los rifles delgados, ya no sabemos si es un sacerdote, un cirujano o un torturador. Es curioso, por cierto, que en las películas de Sergio Leone los personajes que tienen roles administrativos, telegrafistas o gerentes de banco, suelen usar viseras tan cortas como su visión del mundo y su aprecio por la aventura. En sus films, los sombreros se encuentran ligados a los actores de un modo esencial. A veces representan con tanta precisión los rasgos más característicos del personaje que sería una pena que prescindieran de ellos. Para Leone, el alma está en el sombrero.
Pero a veces el alma tiene frío, y vemos a Clint Eastwood o a Eli Wallach recubiertos no solo con pesados sarapes mexicanos, sino también con impecables sombreros delgados, finos como las decisiones del protagonista, y en el caso de Wallach, por melenas tan espesas y sucias que tienen más de casco que de pelambre.
Cascos usan también algunos de los personajes más ambiguos del cine de acción: Darth Vader y La Novia de Kill Bill. Quienes los ven llegar, enfundados en sus disfraces de un negro tétrico o un amarillo fosforescente, saben que van a morir. Pero ojo: si bien el casco enmascara las intenciones de estos personajes, no es una garantía de que haya algún misterio adicional en ellos. No cualquiera es Darth Vader.
Si Clint Eastwood usara bombines o sombreros estropeados en sus películas de vaqueros sería un héroe muy discutible —como le ocurre a Humphrey Bogart en El tesoro de la Sierra Madre, donde empieza como héroe, sigue como avaro y concluye como una víctima—. El sombrero de Bogart en esa historia era un verdadero despojo que se caía a pedazos, como se caía también su fortuna cambiante.
En los últimos tiempos vemos cada vez con mayor frecuencia que los héroes de algunas películas americanas recurren a las capuchas de las sudaderas, por lo general para pasar inadvertidos: del incomprendido Ethan Hunt de Misión imposible al discreto Capitán América, cuando debe huir de la justicia. Pero lejos están de conseguir el impacto que provoca una prenda inolvidable, como aquella que empleó Obi-Wan Kenobi en Star Wars para ahuyentar a los ladrones del desierto. Uno de los grandes momentos de esta saga, y de los más impresionantes en mi opinión, fue uno de los pocos que no requirieron efectos especiales: cuando Obi-Wan se quita la capucha frente a un Luke malherido, y deja de ser una amenaza para convertirse en un benefactor.
La creación de personajes en el cine tiene una deuda eterna con los sombreros. Además de aumentar el atractivo de una criatura, pueden transformar a un ser mediocre en un personaje infalible.
En las películas del viejo Oeste, un indio apache siempre es peligroso, pero uno que utiliza un elegante sombrero de copa se vuelve el centro de las sospechas: lo mismo puede tratarse de un despiadado asesino que colecciona las ropas de sus víctimas como trofeos, que de un hombre práctico que odia la intensidad del sol del desierto y está dispuesto a reconocer las ventajas que ofrecen otras culturas, sin importar que se encuentren menos evolucionadas, y en lugar de chamanes, músicos alternativos, médicos naturistas y heroínas tan aguerridas como el jefe de la tribu cuenten apenas con gambusinos, cuatreros, prostitutas de buen corazón y héroes de mano pesada y quijada resistente al choque directo con la coz de una mula. Indio apache con sombrero de copa es dos veces más inquietante: sugiere a gritos que se ha desayunado a un cristiano. Es curioso que la mayoría de las veces los indios prefieran los sombreros altos, como de enterrador, y demuestren con el ejemplo que un sombrero de copa no excluye el uso ostentoso de dos trenzas negras y varias plumas de color rabioso.
En Río Bravo John Wayne es, por supuesto, el sheriff del pueblo y usa un sombrero de color claro y se pasea con él con la calma y el cálculo del tipo rudo al cual le aprieta el tiro de los pantalones. Solo sonríe con la mitad de la cara porque la otra está dedicada a insultar a su sastre. En esa tierra de nadie de los buenos wésterns, solo otro hombre tiene derecho a usar un sombrero de color más claro que el del héroe, y suele ser el sicario cruel y perverso, cuando va a la cantina en busca de un vecino sobre el cual practicar su capacidad de tortura. La contradicción entre la maldad del villano y el color claro de su sombrero pudo resultar novedosa pero se ha empleado demasiado a lo largo del tiempo. Eso de alma negra, sombrero blanco, lo hemos visto hasta el cansancio; una de tantas veces en la versión que hizo Brian de Palma de Los intocables, donde, antes de enfrentarse con el jefe de asesinos de Al Capone, el siniestro Frank Nitti que parecía imbatible, Eliot Ness le tumba el sombrero de un balazo. Nitti no muere, pero pierde sombrero y confianza.
Pero regresemos al caso de Howard Hawks: cuando un grupo de criminales anuncia que atacará el pueblo, el único que acepta ayudar al sheriff es Dean Martin, que interpreta al borracho del pueblo. Durante sus primeras escenas aparece con la ropa arrugada y un sombrero sucio y sin forma, al cual hay que mirar con amabilidad para considerarlo algo más que una ruina. Se podría improvisar una rutina cómica con ese accesorio, pero no vencer a un grupo de forajidos. Y, sin embargo, el destino del borracho da un vuelco en cuanto alguien pisa y le da el tiro de gracia a ese trapo, y el solidario John Wayne le permite utilizar el sombrero de su anterior ayudante: un ranchero bueno y confiable, gran tirador, que no vaciló en sacrificar su vida para salvar a un inocente. Lo inesperado es que Dean Martin deja de beber y recupera la sobriedad en cuanto se pone el sombrero. Y no solo eso: descubre que se ha vuelto un gran tirador, como si heredar el sombrero hubiese afinado su puntería hasta el absurdo, y la ingesta de tantos litros de alcohol en los últimos años no hubiese afectado su pulso. Como comprueban los forajidos, Martin se vuelve un pistolero eficaz y aguerrido, con frecuencia explosivo y habituado a desenfundar el arma tan pronto detecta la sombra de una mala intención.
Un encantamiento muy similar ocurre en Vivir, de Akira Kurosawa, donde las primeras escenas muestran al señor Watanabe, un burócrata de edad indeterminada, el gesto amargo y los ojos tristes, arrastrando su existencia miserable por las calles de la ciudad en la que no desea nada que no sea morir. Pero llega un golpe de viento, que en realidad es un golpe de astucia, y sale volando y se pierde en la nada su aburrida y depresiva chistera de oficinista. El hombre la persigue por las calles, como perseguimos de modo innecesario la parte más triste de nuestras vidas. A partir de ese momento, el personaje interpretado por el impresionante Takashi Shimura parece vivo de nuevo y, capaz de grandes acciones a medida que el accesorio, se pierde a lo lejos y arrastra consigo lo más grisáceo de su persona. Y porque un caballero en el Japón de los años cincuenta no podía andar por la calle con la cabeza descubierta, el señor Watanabe se ve obligado a adquirir el primer sombrero al alcance de su bolsillo: un objeto más alegre y moderno, de diseño juvenil, que el oficinista rechaza al principio, pero que se ve obligado a comprar dado que el clima empeora, y a partir de entonces la magia sucede: ¿de dónde salió este personaje que hace un momento solo provocaba lástima?, se preguntan las bellas señoritas que se cruzan en su camino; hay que verlo al salir de la tienda: ¿quién es ese sujeto que examina la calle con la elegancia de un embajador? ¿Un aventurero, un viajero, un apostador de un país remoto? ¿De qué beneficios goza, incluso sin saberlo, al grado de que las mujeres hermosas se dedican a sonreírle y a estudiarlo de reojo? La vida del personaje a partir de allí y hasta el final de la historia se ilumina y transforma, como si lo siguiera un afortunado reflector. Kurosawa debió deleitarse con ese instante en que el destino confiesa su debilidad por los sombreros. Con el cambio de un simple accesorio, Kurosawa parece susurrar cuán poco basta para cambiar una vida.
Un último detalle: los sombreros que usan Dean Martin y Takashi Shimura en la segunda mitad de estas películas comparten un rasgo adicional: son un poco más altos que los sombreros que estos personajes usaban al inicio de la aventura: apenas un par de centímetros. Pero en un relato de Howard Hawks o de Kurosawa basta esa sutil diferencia, en realidad una brizna, para cambiar la vida de un hombre. Así de sutil es la creación artística.
Imagen de portada: Fotograma de Río Bravo, película dirigida por Howard Hawks en 1959