Siempre se ha dicho que el hombre ante la muerte ve desfilar escenas de su vida. Esta experiencia, que se ha denominado “visión panorámica de la vida”, merece una atención digna de los más profundos enigmas de la existencia humana.
Todo lo que se ha vivido se revela desde el primer respiro. No solo seres y cosas que en su tiempo se presenciaron, sino todo lo que se hallaba en torno a lo vivido, incluso lo que aparentemente no se observó en su momento y permaneció largamente olvidado.
Se revive la vida, sí, pero al mismo tiempo se explora y comprende su significado y su verdad mediante un aprendizaje interactivo, profundo y enriquecedor.
El escenario de la revivencia suele ser tridimensional, de gran brillantez y vivacidad, sin que falte ningún sentimiento experimentado en cada escena, triste o feliz. Amargas separaciones, pérdidas, reencuentros y reconciliaciones… periodos de amor, nostalgias irrecuperables. Si el ciudadano Kane —el personaje de Orson Wells— hubiera tenido una revivencia panorámica de su vida, habría finalmente entendido el misterio de la palabra Rosebud, cuyo eco lo persiguió desde su infancia.
Resultaría muy arduo reproducir a escala humana una experiencia como la de P. M. H. Atwater descrita en Coming back to Life, por la que ella revivió cada pensamiento, palabra expresada o solo pensada… incluso los lapsus linguae… además de cada hecho realizado o fantaseado. Todavía más, si se toma en cuenta que esta revisión explosiva y multifacética transcurrió en unas cuantas decenas de segundos. De ser así, es comprensible que algunos investigadores de la experiencia cercana a la muerte consideren que esta experiencia no puede ser sino extracerebral.
Sin duda, resulta más difícil hacernos una idea de cómo ocurre el fenómeno de la simultaneidad con que se presenta la revisión. ¿Cómo pueden revivirse todas las escenas de la vida entera al mismo tiempo? ¿O es verdad que no hay tiempo en la dimensión que se vislumbra más allá del umbral de la muerte? La simultaneidad de la vivencia panorámica, ¿confirmaría la máxima de Platón de que “el tiempo es la imagen móvil de la inmovilidad eterna”?
Que todas las revivencias de una vida se presenten en un mismo tiempo, correspondería a la tesis de Bohm y Pibram de que, en el nivel holográfico —sea del cosmos o de la actividad cerebral—, toda la información se integra en una unidad omnipresente.
El sujeto penetra en la escena de cada acontecimiento a la edad correspondiente, con los ojos y el entendimiento del adulto. No se trata solo de una reconstrucción mental: el sujeto se integra realmente en el espacio vivo en que un día habitó sin plena conciencia de ser quien ahora lo visita, y se le permite observar hechos y cosas que en su tiempo no alcanzó a percibir ni comprender en profundidad. Por lo que podría concluirse que de nuestra vida nada se pierde de lo que se cree olvidado, todo permanece intacto y vivo en alguna dimensión del espacio y el tiempo y, sobre todo, que el olvido no existe.
Inevitablemente, la revivencia tiene honda resonancia afectiva, ya que en ella se experimenta lo que se pretendió ignorar en su momento, lo que apenas se compartió o se trató de olvidar a toda costa: las reacciones emocionales de los otros, particularmente cuando por causa nuestra resultaron desfavorables para ellos. Experimentar lo que se provocó negativamente en el otro convierte esos momentos de la revisión en una pesadilla o, como dijo P. M. H. Atwater, en un infierno, desde luego, privado.
Desde el fondo mismo de nuestras culpas la revivencia panorámica abre una inesperada empatía, la capacidad de sentir en carne propia, en las fibras del corazón, lo que hicimos con los sentimientos de los otros.
No solo se recrean las expresiones de lo que provocamos en el otro; se experimenta lo que el otro sintió en esos momentos. Se vive la intimidad emocional del afectado por actos, omisiones y aun las propias intenciones. No se pueden evitar la vergüenza, los remordimientos, las culpas: despiertan por la penetrante y empática comprensión vivencial de lo que hicimos en contra de los otros. El infierno que alguna vez fuimos para el otro, para revertir la famosa frase de Jean Paul Sartre.
Verse reflejado en los sentimientos penosos causados en otro, además de ser humillante, puede conducir a un insoportable estado de culposa desesperación. Se constata la inevitabilidad de una máxima sencilla y olvidada: todo lo que actuamos en favor o en contra de otros, lo hicimos a nosotros mismos. Y, más aún, también se experimenta lo que no hicimos para nosotros: cuánto y cómo dejamos de amarnos.
¿Cómo resistir el autoexamen de nuestro propio ser sin sufrir la experiencia de un modo terriblemente culposo? ¿Bastará la increíble fugacidad de la experiencia para liberarnos de la culpa moral? ¿Será suficiente el consuelo de médicos, sacerdotes o pastores, que suelen tranquilizar a los supervivientes con la fórmula habitual de que la experiencia cercana a la muerte, y su pretendida revisión panorámica, no son más que una fantasía, el sueño delirante de un ser transitoriamente sin conciencia?
Una de las más impresionantes paradojas que entraña la experiencia cercana a la muerte es que, ante el umbral del fin, una persona sabe muchas más cosas acerca de sí misma que nunca antes en su existencia. Y no solo se confronta con los recuerdos propios: en esos momentos percibe lo que pensaron y sintieron los otros en los respectivos episodios de su vida.
Para hacernos una idea de cómo se produce semejante revivencia podríamos volver a ver la inolvidable película escrita y dirigida por Elia Kazan, The Arrangement, protagonizada por Kirk Douglas, Deborah Kerr y Faye Dunaway. En la parte de la película concerniente al pasado —tal vez una secuencia autobiográfica del propio Kazan— se presentan reconstrucciones psicoanalíticas en que el adulto se inmiscuye literalmente entre los principales personajes de su infancia. El padre, la madre y el mismo protagonista cuando era niño. El adulto desaprueba, por ejemplo, el estilo con que lo educó la madre al exigirle obediencia y sumisión al padre tiránico, arbitrario y no menos indiferente ante lo que pudiera sentir y sufrir el niño. El personaje adulto expresa su crítica a la madre en voz alta, como si estuviera presente en la escena antigua. Aunque, naturalmente, ni la madre ni el padre pueden escucharlo porque solo son personajes recreados por la magia cinematográfica.
En la revisión panorámica de la experiencia cercana a la muerte, el personaje de su película sería testigo de la conducta de sus padres y del niño que fue desde un punto de vista exterior: vuelve a sentir y percibir las reacciones emocionales que no se atrevió a expresar, los pensamientos que tampoco verbalizó en aquellos dramáticos momentos de la furia paterna y el amedrentado apaciguamiento materno. Revivirá lo que la película no puede comunicar, la experiencia íntima. Pero quizá más extraordinaria resulta la posibilidad de que la revisión de la experiencia cercana a la muerte vuelve penetrable la intimidad psíquica del padre y de la madre en aquel tiempo. El adulto que revive episodios estaría en condiciones de conocer lo que pensaban y sentían sus padres.
Aunque los estudiosos de la experiencia cercana a la muerte no siempre se extienden sobre este punto, resultaría muy perturbador que el niño que revive en el adulto captara, por ejemplo, la intención filicida del padre, junto con su propio terror y odio mortal contra el mismo padre, a la manera de los Karamazov. Así como las contrastadas reacciones emocionales de la madre, su desesperación mixta: compasión, indefensión, ambivalencia ante un esposo al que se somete, pero de quien lamenta calladamente su arrogante conducta, a la vez arbitraria e indolente.
Tal vez la película magistral que representaría fielmente la experiencia de revisión panorámica sería Rashōmon, de Akira Kurosawa. Pero a condición de que todas las versiones de cada personaje, cuando todavía vivían y después del trágico desenlace, las experimentara la misma persona que revive las escenas ante su propia muerte. De llegarse a tanto, el sujeto en el umbral de la muerte alcanzaría una omnisciencia casi divina, puesto que podría leer la mente de los otros, muchos años después de ocurridos los hechos; y no solo el contenido intelectual y emocional de la mente del otro, sino que sería capaz de discernir entre la verdad y la mentira de lo que pensaban y de los sentimientos por los que actuaron, se liberaron o engañaron.
En todo caso, lo perturbador para el sujeto en estas revivencias es la confrontación, ante su propia muerte, con los pensamientos y sentimientos que provocó en los otros, particularmente cuando revelan sufrimiento, mortificación, decepción por haberse sentido ofendidos, ignorados y calumniados.
Suele insistirse en que el ser de luz que habitualmente acompaña al sujeto durante la revisión panorámica no lo enjuicia ni condena. Al contrario, se muestra en todo momento compasivo en el sentido de compartir afectuosamente el proceso doloroso de revisar la propia vida ante las nostalgias de lo vivido junto a las más o menos graves culpas por el trato que se dispensó a los otros. Incluso en muchas revivencias, el ser de luz parece asumir con actitud relativista la culpabilidad del sujeto.
Sin embargo, desde las vivencias del sujeto, la experiencia de revivir las propias acciones en relación con los otros puede alcanzar un alto nivel de penoso dramatismo.
Yo pude sentir cómo mis actos, incluso mis pensamientos, afectaron a otros. Durante ese juicio, me experimenté como el ofensor y pude sentir de parte del otro cómo había recibido y padecido mi trato hacia él, con la consecuente vergüenza, culpa y remordimiento…
El superviviente de Seattle —de quien tomé la descripción anterior— afirma que vivió en carne propia la pena provocada en el otro… ¡por todo el tiempo real que le duró la aflicción! ¿Cómo podría explicarse que, en los segundos, acaso minutos que dura la inmensa revisión panorámica, el sujeto experimente la réplica del malestar o la humillación que sus acciones despertaron en el otro, y durante el tiempo en que este permaneció resentido?
Según la explicación acerca del dilema temporal que dio este hombre de Seattle, el sujeto de la experiencia cercana a la muerte se encontraría en una dimensión en que el tiempo no solo se experimenta diferente, sino que ni siquiera puede ser medido según el parámetro terrenal. Así, lo que podría parecer un momento entraña, en profundidad y duración, toda la experiencia propia, simultánea con la experiencia recíproca del otro.
Supervivientes investigados por Raymond Moody (Reflection on Life after Life y The Light Beyond) y por Kenneth Ring (La senda hacia el Omega y Lesson from the Light), atestiguan que todo lo pensado, sentido y actuado está registrado para siempre. Y que en la revivencia de cada pensamiento, sentimiento y acto en contra de otro, el sujeto cobra conciencia de que, en el fondo, la verdadera víctima es uno mismo. Recíprocamente, uno también resulta beneficiado por todo lo que ha intentado y realizado para el bienestar del otro. Desde luego, como todo se revive, no faltarán las experiencias del amor que hemos compartido.
Un sujeto encarcelado refirió a David Lorimer que debió revivir toda la “pesadilla de injurias que no parecía tener fin”, todas las que había perpetrado en contra de centenares de seres, incluidos los que jamás vio personalmente, pero que había afectado de modo indirecto por su agresividad incontenible.
La noción del juicio en el umbral de la muerte, como todos sabemos, es de origen milenario y resulta ser un común denominador de las experiencias agónicas en todas las culturas. Aunque el estilo del juicio difiere en Japón, India y Egipto, en relación con Occidente, por todos es temido el momento de la verdad al revisar lo que se ha vivido.
En lo que concierne a experiencias de Occidente, ¿se trata de un juicio escarnecedor, el pretexto para una irremediable condena, el motivo del más definitivo castigo? Según parece, quien se autojuzga no sufre más que en sí mismo y por sí mismo las consecuencias de su juicio. Si está presente el ser de luz, todo lo que recibe de él es aceptación, total apertura a cuanto se experimenta y amor profundo, más que mera compasión. En ningún momento el ser manifiesta lástima, reprobación o conmiseración.
Ni siquiera misericordia, sino una consistente actitud de total comprensión y coparticipación amorosa.
Innumerables personas de diferentes religiones, aun agnósticos o presuntos ateos, han referido la doble naturaleza de la revivencia panorámica: la extraordinaria, increíble e inexplicable penetración vívida y tridimensional, hasta en los más recónditos laberintos de la existencia, y el no menos consternante aspecto ético del autojuicio. Al mismo tiempo, quienes viven la experiencia en compañía de un ser de luz, niegan que este asuma en algún momento una actitud moralista, crítica o condenatoria.
Semejante aceptación incondicional por parte del ser de luz ha producido reacciones de inconformidad, crítica severa y refutación en los ámbitos religiosos, protestantes y católicos. Un juicio del final de la vida, en que todo resulta aceptado, comprendido y quizá hasta perdonado, suele ser calificado por diferentes autoridades religiosas puro estilo New Age, propio de una cultura de total permisividad y desaprensión moral, donde el pecado se torna irrelevante y se acaba por concederle razón a Orígenes, padre de la Iglesia que pugnaba porque Dios acabara redimiendo a Satanás y así, una vez cerradas las puertas del Infierno, este acabaría por vaciarse para siempre.
La controversia entre religiosos e investigadores de la experiencia cercana a la muerte sigue activa. Son conocidas las posturas de clérigos y pastores que interpretan la actitud y naturaleza del supuesto ser luminoso como una soberana impostura: engañoso, sofisticado, montado por el propio Satanás que se disfraza como ser de luz o como el mismo Jesucristo para embaucar al iluso que cree aproximarse a las puertas del Paraíso al aprovecharse de una crisis premortal, y que finalmente no guarda relación alguna con la muerte verdadera, ya que el sujeto de la experiencia cercana a la muerte vuelve a la vida tan campante y provisto de un sentimiento heroico.
Un serio investigador de la experiencia cercana a la muerte, Michael Sabom, a quien se le deben importantes hallazgos en este campo —si bien reconoce la experiencia cercana a la muerte como experiencia científicamente verificable y al mismo tiempo indudablemente espiritual—, afirma que no puede considerarse de ningún modo divina.
Sabom analiza el encuentro de George Ritchie, Betty Eadie y Boby Jean con un ser de luz, que cada uno de ellos identificó como el mismo Jesucristo. En los tres casos, un ser hecho de luz los abrazó irradiando amor, comprensión y conocimiento ilimitado.
Sabom se inspira en la admonición de Mateo sobre los falsos cristos y falsos profetas que pretenderán engañarnos con señales y milagros. Y también en las severas advertencias del apóstol Juan y de san Pablo, de que Satanás y sus secuaces podrán asumir rasgos que nos parecerán familiares, y aun enmascararse como ángeles de luz o como el propio Cristo.
Sin embargo, con pleno respeto a la prevención de Sabom en el capítulo “The Bible as My Guide”, de su libro Light and Death, en el mundo de hoy se expanden profusos testimonios acerca del reconocimiento, durante la revisión panorámica, de la interconexión del sujeto, sus pensamientos, sentimientos y conductas, con la totalidad del entorno, sea humano, animal, vegetal, y con el resto de la vida terrestre. Reconocimiento de significativa autoresponsabilidad que se traduce en un proceso de transformación personal con notable crecimiento de la salud física y mental.
Un psiquiatra reconocido, Bruce Greyson, consciente de cuán difícil resulta conseguir un cambio favorable mediante la psicoterapia y los tratamientos psiquiátricos, constata de modo sorprendente cómo la experiencia cercana a la muerte influye de modo terapéuticamente positivo en los sujetos, mejoría aún más ostensible en quienes no pudieron controlar intenciones suicidas.
Fragmento del libro Experiencias cercanas a la muerte, Aguilar, México, 2006.
Imgen de portada: Hugo Simberg, El Rey Hobgoblin durmiendo, 1896. Suomen Kansallisgalleria