Con el estreno en 1914 de la mítica Cabiria, del director Giovanni Pastrone, se establece un continuum —mediante la ficción— entre las conquistas de la Roma imperial y los inicios de la lógica expansionista de Italia en la primera Guerra Mundial.
La película presentaba recursos innovadores para la época, como detalladas escenografías y elaborados trazos en la puesta en escena, que resultaron en un paralelismo con las directrices ideológicas del país y, de algún modo, prefiguraban el programa estético del naciente régimen fascista. Una de las empresas que más impulso recibió durante ese periodo fue la arqueología, desde un criterio propagandístico antes que científico, pues la monumentalidad de los hallazgos permitía crear referentes de poder, grandeza y unidad nacional bajo el gobierno de Benito Mussolini. Podemos suponer, entonces, que los vestigios arquitectónicos eran pensados como decorados, muy similares a los de Cabiria, dispuestos ante la mirada de las masas y replicados por los cientos de documentales producidos por el Instituto LUCE (L’Unione Cinematografica Educativa), encargado de las operaciones propagandísticas oficiales del Estado. De las imágenes esplendorosas de edificaciones romanas derivaron otras terribles y desoladoras: las ruinas en las ciudades europeas tras la segunda Guerra Mundial. Éstas fueron capturadas con gran precisión en películas de los años cuarenta como Roma, ciudad abierta; Paisà y Alemania, año cero, una trilogía que hizo de la belleza un rasgo inquietante.
Su director, Roberto Rossellini, fue uno de los iniciadores del neorrealismo italiano junto a Vittorio De Sica, Luchino Visconti y el guionista Cesare Zavattini. Entre otras cosas, llevaron las cámaras a la calle y filmaron la vida cotidiana de la gente común. Rossellini, hijo de un arquitecto romano, incorporó los escombros de las ciudades a sus películas como parte de la acción y no sólo como telón de fondo. El neorrealismo mostraba una preocupación por desplazar la mirada hacia los intersticios que había ignorado la retórica fascista: ¿cómo filmar lo insoportable?, ¿cómo enfrentarse a la vida tras el horror? Fueron en gran medida estas preguntas las que dieron uno de sus tantos orígenes al cine moderno. En la Alemania de Adolf Hitler, dentro del marco propagandístico diseñado por Joseph Goebbels, la cineasta Leni Riefenstahl realizó El triunfo de la voluntad (1935), donde muestra el congreso del Partido Nacionalsocialista en Núremberg en 1934 y Olympia (1938), un largometraje sobre los Juegos Olímpicos que ha generado muchas controversias por tratarse de una obra estéticamente sobresaliente pero políticamente problemática. En ambos documentales todo estaba preparado de antemano para la cámara: la estructura de los mítines, la coreografía militar y los símbolos nazis. Parte de la magnificencia técnica y expresiva que ahí discurren pasa por sus planos tomados desde ángulos inéditos, así como su tono persuasivo perfeccionado por el montaje. Se trata, en ese sentido, de una espectacularización del poder, enaltecido por intensos sentimientos de heroísmo y pertenencia. El artificio de la puesta en escena, sin embargo, estaba plenamente legitimado por las posibilidades naturalistas del cine, convirtiéndose en el medio idóneo para normalizar y alinear las ideas del pueblo, el Estado y su Führer. Años después, en un “duelo de bigotes”, Charles Chaplin hizo una de las ridiculizaciones más afiladas sobre Hitler en El gran dictador (1940), estrenada en pleno apogeo del nazismo. Desde luego el humor era inaceptable para cualquier régimen fascista, que no toleraba, bajo ninguna circunstancia, los dobles sentidos. En un momento de la película Adenoid Hynkel, la versión apócrifa de Hitler presentada por Chaplin, exclama: “¿De qué disienten?”, aludiendo a una de las máximas del fascismo: “nada por fuera del Estado”. Es decir, ninguna multiplicidad de miradas, ninguna crítica ni contrapunto. Chaplin hace tambalear esta uniformidad burlándose con cacofonías de la oralidad del Führer y develando con una voz superpuesta completamente disparatada la disyunción entre las imágenes y sus descripciones, dejando en entredicho la objetividad con la que se revisten los mensajes autoritarios. Chaplin jugó a ser el doble de Hitler, una contienda entre el mostrar y el ocultar muy presente en las imágenes a favor y en contra del fascismo. De esta lucha se ocupa magistralmente Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942), donde los miembros de una compañía teatral, después de ver censurada su obra, deciden llevar la dramatización al plano de la realidad y fungir como espías de la resistencia polaca. En este caso la actuación da paso a la conspiración, y con ello los personajes consiguen disuadir, mediante una jugada estratégica, la reunión del Partido Nazi al interior de un gran teatro. Es un duelo de retóricas: la propagandística, que se erige como única, frente a la clandestina, que socava con astucia las simulaciones que sostienen el discurso fascista: a la falsedad del poder se le resiste con mayor falsedad, hasta que tropiece y deje al descubierto sus propias trampas, del mismo modo que las edificaciones romanas perdían su esplendor cuando las contingencias de la historia las transformaban en escombros. Tanto en Ser o no ser como en El gran dictador queda evidencia de que el humor es una vía para el conocimiento en situaciones tan asfixiantes como punitivas. Varias décadas después de terminada la guerra, Pier Paolo Pasolini encontró nuevos pliegues del totalitarismo en la notable Saló o los 120 días de Sodoma (1975), donde cuatro soberanos fascistas secuestran a jóvenes para someterlos a las más perversas torturas sexuales. Los recluyen en una gran casona a la intemperie del paraje rural, como un campo de exterminio a puertas cerradas, donde el glamur es parte del sometimiento. Pasolini explora las diligencias entre el poder y el deseo, mostrando acaso su lado más oscuro. Desde luego este espacio de excepción modifica cualquier normativa, pues supone que la violencia y el asesinato no constituyen ningún tipo de crimen y permite, por lo tanto, materializar las pesadillas más inimaginables y denigrantes. En esta mirada panóptica y omnipresente del fascismo las personas son afectadas en lo más íntimo, como si la prepotencia del poder desplegada por el autoritarismo sólo encontrara su límite con la muerte. De tal suerte que, antes que matar, los fascistas se dedican a gestionar la agonía y producir subjetividades elegiacas a través de la escenificación, que es una buena manera de convocar a la muerte sin cruzar su límite. Desde la mirada de Pasolini, el fascismo no esconde sus prácticas violentas, más bien las expone para que resulten eficaces. Es por eso que el dramaturgo Bertolt Brecht apelaba al efecto de distanciamiento: marcar con claridad la línea que divide al escenario y los espectadores, diferenciando al público de los actores y a los actores de los personajes. Al contrario del antiintelectualismo del fascismo, que prefería la profusión de la acción sobre el pensamiento, la propuesta de Brecht explicitaba el mecanismo de la representación. Finalmente hay que decir que, aunque no existe un acuerdo sobre el alcance del concepto “fascismo”, es claro que muchos de sus punteos sobreviven en otras latitudes, épocas y mandatos autoritarios. No hay que perder de vista, en ese sentido, cómo se articula la teatralidad de sus atrocidades con el disfraz de otras formas de dominación. En el caso cinematográfico queda patente que, al ser el fascismo un sistema de poder que se aprovecha de los momentos de mayor crisis y frustración, las películas suelen presentarse bajo un aura nacionalista, masculinizante y vertical, como si las imágenes y los sonidos fueran parte de una organización militar que obstaculiza mediante la censura cualquier atisbo de digresión. Sin embargo, si algo nos ha enseñado el cine es que, donde hay imágenes, siempre hay que buscar las ruinas.
Imagen de portada: Fotograma de Germania, anno zero de Roberto Rosselini, 1948