La noche del 14 de agosto de 1974 Jorge Luis Borges tuvo un sueño: sin identificar el lugar donde estaba, empezó a pegarle trompadas a una persona y esa persona —identificó— era Jaime Rest. Lo hacía con salvajismo, casi con odio, un odio irracional propio de los sueños intranquilos; le pegaba hasta tirarlo al suelo y en el suelo seguía pegándole patadas hasta encogerlo y convertirlo en una espantosa masa sanguinolenta y deforme. Al día siguiente, al despertar, en una conversación telefónica que mantuvo con Adolfo Bioy Casares, Borges se preguntó si lo correcto no sería llamar por teléfono a Rest y pedirle disculpas por lo que había sucedido en el sueño. Pedirle. Disculpas. Por pegarle. En sueños. Pronto entendió que ese llamado —esa disculpa, más bien— simplemente podía resultar incomprensible. Sin caer en psicoanálisis barato, esa fantasía onírica tal vez fuera el síntoma de la relación entre Jorge Luis Borges y Jaime Rest, quienes desde 1956 hasta 1963 fueron titular y adjunto, respectivamente, de la cátedra de literatura inglesa en la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ni en sueños la mirada brutal de Borges tuvo compasión con Rest. A mediados de 1957, en una de las tantas conversaciones con Bioy Casares y Manuel Peyrou, Borges describía a su adjunto como un sujeto de cara prominente, de una notable fealdad, con mandíbulas recias y dientes capaces de destruir cualquier cosa, un “judío fuerte, que recuerda animales toscos y vigorosos, como el jabalí”. Si Borges hubiera conocido por entonces la versión cinematográfica de La historia interminable (1984) bien podría haber dicho que Rest era una versión humana del Pyornkrachzark, el enorme ser de piedra imaginado por Michael Ende. Uno de los mayores especialistas en el legado intelectual de Jaime Rest, el crítico Maximiliano Crespi, acepta que había algo monstruoso en su fisonomía, pero esa característica era algo que el oyente olvidaba cada vez que Rest empezaba a hablar de literatura —como si lo monstruoso perdiese su carácter de anormalidad en los mundos imaginarios que prefiguran, a la vez, un más allá de la norma y la transgresión—. Dice Crespi:
Es probable que algo de ese encantamiento monstruoso con que Rest fascinaba la mirada de los otros en sus clases sobreviva en la propia imagen que —a través de una serie irregular de evaluaciones parciales— se desprende de su proyecto intelectual. Y es probable también que algo de la condición intratable de lo monstruoso termine condicionando no pocos de los intentos por establecer las coordenadas centrales para una evaluación integral de su trabajo crítico.
Aníbal Ford, alumno de Borges y Rest en aquel año de 1957, escribió que ambos personajes formaban “un dúo muy extraño que parecía salido de alguna novela inglesa del XIX”. Para Ford, Rest era “bajito y feo”, un personaje que solía usar siempre un enorme sombrero y un largo sobretodo. “De los dos, él era el verdadero scholar”, entendía Ford, y en su momento contó que mientras Borges se perdía en su admiración casi infantil por los héroes de caballería como Beowulf o por sus antecesores patricios, Rest hacía cuidadosas lecturas de Las olas de Virginia Woolf o The Waste Land de T. S. Eliot, lecturas donde fluían todos sus conocimientos sobre las culturas de Occidente. Una vez en un examen, Rest le formuló a Ford esta pregunta: “¿Quién es el Archipoeta?” Borges se indignaba. Le parecía que Rest siempre hacía lo mismo. En ese sanguinario museo del chisme que es el Borges de Bioy Casares, Borges critica que Rest siempre preguntara lo mismo, que siempre hiciera alguna referencia a Eliot en los exámenes finales. Una vez, en la redacción de la revista Imago Mundi, luego de leer un artículo de Rest sobre Eliot, Jorge Lafforgue también criticó la evidente fascinación del autor por un “poeta monárquico e isabelino” que él desde luego rechazaba (sin haberlo leído). “Con voz monocorde, pausada y firme, Rest me fue mostrando cómo esa poesía a la vez difícil y clara, con una enorme carga intertextual, sin embargo, nunca oscurecía su lenguaje coloquial y desarticulante, de insólita belleza. Su alocución tuvo un cierre: poesía revolucionaria más allá de quien la parió. Y no fue la única vez que Jaime me propinó una lección de largo alcance”, sostiene Lafforgue, que por entonces recién era un adolescente y con los años se convirtió en legendario crítico y editor argentino. Una de las pocas cosas de las que estaba convencido Rest era que si uno leía The Waste Land y seguía su trama de relaciones podía conocer la literatura europea en su totalidad. Casi como si fuera un Aleph. Y no sólo eso: su lectura supone un rastreo erudito que abarca la mitología griega y egipcia, los Upanishads, el Antiguo Testamento, la Divina Comedia y otros textos occidentales, pero a la vez una resemantización de esas fuentes de la tradición a partir de la configuración formal del poema. En vez de enfocar la lógica previsible de las influencias y la cita de autoridad, Rest observa en Eliot un modelo de apropiación y transformación de los materiales en función de un sentido estrictamente contemporáneo. Toda la literatura puede ser leída como un texto único y ese vínculo entre la unidad y lo infinito es una de las ideas que Rest toma de la obra de Borges, a partir de la cual escribe un ensayo insoslayable como El laberinto del universo. Durante años el peso crítico de Jaime Rest fue escasamente estudiado. Leída hoy, su obra crítica, desperdigada en piezas breves y dispersas, tan preocupadas en la precisión de la forma como en la solidez y la coherencia de sus argumentos, lo coloca en la frontera que separa al ensayista del investigador erudito. “En la experiencia de su lectura asistimos a un extraño ethos ‘crítico’ que se niega permanentemente a juzgar el texto literario o que cuando lo hace siempre deja en claro que preferiría no hacerlo. No evalúa ni dicta sentencias, prefiere siempre hacer de ella una experiencia que ponga en crisis todo sistema de valores (sobre todo los suyos). Renuente a toda clausura, en su ensayo especulativo todo es conjetural porque se sabe y asume como una escritura compleja que reúne, a la vez, las razones de la crítica y los vértigos de la literatura”, explica Crespi. En el prefacio de uno de sus mejores libros de ensayos, Tres autores prohibidos, Rest entiende que toda obra de arte es una compleja estructura simbólica dotada de valor polisémico y que la crítica sólo está llamada a desentrañar, actualizar y enriquecer unos pocos significados. Asiduo colaborador en revistas como Sur, Crisis, Los libros o Punto de Vista, también se dedicó con lucidez a la traducción: Edgar Allan Poe, Virginia Woolf, Henry James, Herman Melville, John Milton, el Vathek de William Beckford y hasta un libro pop como John Lennon in his Own Write pasaron por sus manos. Fue profesor de Literatura Europea Medieval, Literatura Europea Moderna y Literatura Europea Contemporánea en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca, donde vivió y trabajó de 1959 a 1975, hasta que fue cesado de su cargo por disposición militar, ya que tenía una “conducta sospechosa en sus actividades extra-académicas”. Esa conducta sospechosa era subirse a su bicicleta y pedalear junto a un grupo de alumnos hasta las villas de emergencia bahienses y dictar, allí, la misma clase magistral que una hora antes había dado en el aula. Algo en Rest se parece al personaje de Stoner de John Williams. Quizá la forma de morir. Stoner en una habitación al fondo de su casa, en el campus universitario; Rest en un gabinete de investigación de la Universidad de Belgrano, el 8 de noviembre de 1979, mientras escribía una colaboración para la revista Vigencia. Murió de repente. Rodeado de libros. Quizás en algún momento, en aquel estertor, sintió un cambio que no logró nombrar. Tal vez fue sólo el silencio en la palabra.