No hay tal cosa como la raza. No existen diferencias biológicas significativas que permitan afirmar la existencia de las categorías que conocemos como “razas”. No obstante, aunque se trata de construcciones arbitrarias, tienen consecuencias tangibles en nuestros cuerpos y definen cómo nos movemos por el mundo —a qué violencias nos vamos a enfrentar o no—. Por ello, ha surgido el término racialización, que entiende la raza como:
Un constructo social histórico, ontológicamente vacío, resultado de procesos complejos de identificación, distinción y diferenciación de los seres humanos de acuerdo a criterios fenotípicos, culturales, lingüísticos, regionales, ancestrales, etcétera.1
En otras palabras, no es que seamos de una raza, sino que nuestros cuerpos son leídos por quienes nos miran y rápidamente definidos y categorizados. De esta manera, la racialización blanca o blanqueada es vista como lo ideal y lo deseable, mientras que la racialización de las personas de color es percibida como inferior. Para el historiador estadounidense Ibram X. Kendi, si bien la raza es una categoría imaginaria que no tiene fundamentos científicos, dentro del antirracismo es importante identificarse racialmente para comprender cuáles son los privilegios y peligros a los que nos enfrentaremos según el cuerpo que habitamos. No obstante, la racialización también es una categorización flexible en la medida en la que las razas son construidas y percibidas de forma diferente en cada espacio. Desde los tres meses de nacida hasta los nueve años viví en Riverside, California, una ciudad pequeña a una hora de Los Ángeles, sede de uno de los campus de la Universidad de California. Mi mamá y mi papá estudiaban ahí su doctorado y por ello mis primeros años de vida se desarrollaron bajo la concepción racial estadounidense. El racismo de este país es segregacionista; la fundación de la nación se basó en el genocidio y despojo a los pueblos indígenas, además de su posterior reclusión en reservas. Nunca se pretendió integrar a estas poblaciones a la nueva nación americana, ya que su supuesta inferioridad era percibida como irremediable.
Posteriormente, tras la abolición de la esclavitud, fueron implementadas las leyes de segregación conocidas como “Jim Crow”, que impedían que las personas afroestadounidenses tuvieran acceso al voto, a la educación, e incluso a ocupar determinados asientos en el transporte público. Si bien el movimiento por los derechos civiles durante la segunda mitad del siglo XX abolió estas leyes, todavía existe una lógica profundamente segregacionista a nivel sistémico que se traduce en la violencia que aún sufren las personas de color en los hospitales,2 en la escuela3 y en la calle.4 Incluso personajes como Abraham Lincoln, considerado uno de los predecesores más importantes en la lucha por la equidad racial estadounidense afirmaba que:
Existe una diferencia física entre la raza blanca y la negra, que creo que prohibirá para siempre que las dos razas vivan juntas en términos de equidad política y social.5
La Estatua de la Libertad, uno de los símbolos patrios más importantes para el país, tiene un poema de Emma Lazarus grabado en la base, cuyo fragmento más citado reza:
Dadme tus cansados, tus pobres, tus masas amontonadas gimiendo por respirar libres, los despreciados de tus congestionadas costas. Enviadme a éstos, los desposeídos, basura de la tempestad. ¡Levanto mi lámpara al lado de la puerta dorada!6
El discurso estadounidense alaba a su población de origen migrante, pero en la práctica es evidente que ciertas poblaciones son favorecidas por encima de otras. De cualquier manera, en la escuela primaria Highland Elementary nos enseñaron que el racismo era una cosa del pasado, que por eso Martin Luther King Jr. y Rosa Parks habían marchado, así que ya no teníamos de qué preocuparnos. Recuerdo haber sentido una alivio tremendo cuando nos explicaron esta historia. ¡Qué susto! Si aún viviéramos en una sociedad racista de seguro a mí me habría ido mal, porque yo no era blanca. Durante mis años en Riverside, siempre fui muy consciente de la raza a la que supuestamente pertenecían las personas que me rodeaban, y pensaba: “Él es blanco”, “Ella es asiática”, sin saber muy bien por qué importaban esas categorías, por qué debía identificarlas.
En mi salón de tercer grado de primaria éramos mayoritariamente latinos, los demás compañeros y compañeras eran blancos, afroestadounidenses y asiáticos. Nuestra maestra, Guadalupe Hernández, era estadounidense de antepasados mexicanos, y se esforzaba mucho por practicar el poco español que sabía con sus alumnos y alumnas mexicanos. Yo nunca era incluida en estas conversaciones, pensaba que era porque mi nombre y apellido no eran hispanos, así que ella no tenía cómo saber que yo también era mexicana. En el recreo todas las niñas mexicanas jugaban juntas, y aunque yo me acercaba y les hablaba en español, no me sentía del todo parte de su grupo. No sabía muy bien por qué, pero noté que las niñas no se parecían a mí. Algunas eran blancas, algunas eran más morenas, pero ninguna tenía cabello como el mío. Mi mamá dice (aunque yo ya no me acuerdo) que siempre tuve muy clara mi identidad racial cuando vivíamos allá. “Mamá, I’m Black”. “Yo soy Negra”, decía. Poco antes de cumplir los nueve años regresamos a Xalapa y me inscribieron en la escuela primaria Enrique C. Rébsamen. Ahí nos enseñaron que nuestros ancestros eran los indígenas americanos y los españoles. Nos llevaron a Cempoala a ver las “ruinas” de las grandes civilizaciones nativas y al museo de Antropología de Xalapa, donde estaban las impresionantes cabezas olmecas. De los indígenas del presente no recuerdo que dijeran nada, parecía que había una desconexión entre lo que nos mostraban en los museos y cualquier grupo étnico contemporáneo. Más adelante, en la secundaria nos hicieron estudiar minuciosamente los cuadros de castas; si cierro los ojos casi puedo ver los nombres que anotábamos en la libreta. Indio, español, mestizo, lobo, saltapatrás, mulato, criollo… Las categorías se iban complicando y, ¡qué impresión!, comparaba aquellos retratos familiares con mis compañeros y compañeras del salón. Éramos tan diferentes entre nosotros como las personas retratadas: cabello negro, rubio, lacio, ondulado, variados tonos de piel, y facciones igual de diversas. Nunca lo dijeron directamente, pero el mensaje era muy claro: ya no podíamos saber a ciencia cierta a qué categoría pertenecíamos, pero con la palabra mestizo teníamos suficiente para ubicarnos como el resultado de esta gran mezcla. El término racismo nunca formó parte de estas clases, tal vez no existía. Especialmente porque todos se habían reproducido con todos, ¿no? Y claro, lo que me enseñaron en la escuela en Estados Unidos reforzó esta idea, sólo allá había racismo, aquí no. En México las dinámicas del racismo son más bien asimilacionistas. Es decir, también se sostiene la existencia de razas, pero al contrario del segregacionismo que entiende que estas diferencias son irreparables, el racismo asimilacionista cree que las razas inferiores gradualmente podrán alcanzar a las más desarrolladas. No sin mucho esfuerzo, evidentemente. Hay que “mejorar la raza” a toda costa, y si se compara con el segregacionismo, es mucho más difícil identificar la violencia y el racismo con la claridad que implica la separación de grupos. ¿Cómo afirmar que hay racismo en México si el mestizaje —ese gran mito fundacional— está basado en la mezcla de dos razas distintas?
La raza cósmica de José Vasconcelos permite desentrañar la lógica que por un lado impulsa la mezcla de razas, pero que a su vez afirma la inferioridad de algunas de ellas y la idea del mestizaje como proceso de blanqueamiento. El racismo en la concepción vasconceliana reside en parte en la creencia de razas como categorías biológicas, pero también en la naturalización que se hace de la supremacía blanca. Dicha supremacía nunca es puesta en duda y es asumida como la cúspide del desarrollo para la quinta y nueva raza, la raza perfecta que resultará de la mezcla de las cuatro que ya existían. Así, el racismo en este contexto tiene una dinámica mucho más sutil en comparación con el segregacionismo estadounidense, por lo que puede pasar desapercibido. En retrospectiva, muchos recuerdos de la adolescencia se modificaron y se deformaron con mi conocimiento pleno del contexto y la lógica subyacente del racismo en México. Recuerdo a algunas amigas mías que se veían en fotos y lamentaban verse “tan prietas”. Las niñas blancas siempre eran las “populares” de la escuela y todos estaban de acuerdo en que eran las más bonitas. Pienso en cómo era recibir comentarios sobre mi cabello “alborotado” y “despeinado”, mientras veía a mis compañeras de cabello lacio sacar orgullosamente sus cepillos en el receso y sabía que, en mi caso, eso sólo haría que mi cabello se esponjara y enredara más. Experimentaba la tristeza de saberme fea y no entender por qué. Cuando cumplí 19 años me mudé a la Ciudad de México para estudiar la licenciatura en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cada clase me impactaba más que la anterior, y de alguna forma aprendí acerca de la esclavitud africana en México durante la colonia. Sentía un interés muy grande por el tema, no sabía por qué, pero quería conocer más sobre la gente negra aquí. Aprendí que Veracruz es uno de los estados con mayor población afrodescendiente del país… Fue como levantar un filtro de mi mirada. La primera vez que regresé de vacaciones a Xalapa, a Otatitlán y a Tuxpan (de donde son mis padres) no sólo vi claramente a la población negra, sino que me di cuenta de que estaban en todos lados. En la calle, en las tiendas y, sobre todo, en mi familia. Sí, les decíamos “negro” o “negra” de cariño… pero mi mente nunca había relacionado ese adjetivo con lo africano. Y claro, ahora parecía hasta obvio, era casi ridículo que me hubiera dado cuenta tan tarde. Asimismo, fue en la Ciudad de México donde las personas con las que interactuaba y me relacionaba me hicieron notar que yo también era un otro, que yo tampoco encajaba en la mexicanidad. Nunca me había detenido a pensar en mi propia identidad racial porque en los espacios en los que crecí no era algo que me diferenciara sustancialmente de quienes me rodeaban. Ahora, en la Ciudad, las miradas que me categorizaban cambiaron drásticamente y me vi confrontada con mi racialización de otra manera. No sólo era vista como un otro, sino que ahora era frecuentemente exotizada por los demás. En Xalapa mis compañeros de clases siempre me habían dado a entender que yo era fea, nunca se burlaron de algún rasgo específico, como lo hacían con otros niños… pero sabía que era algo en mí que no podía cambiar. Mi experiencia y los espacios en los que he vivido y convivido me han enseñado que la “raza” no es algo con lo que nacemos. Nos lo asignan las miradas ajenas, a través de nuestra piel, nuestro cabello, nuestro nombre; es la combinación arbitraria de características físicas y culturales que construyen nuestra individualidad. El peligro de creer en la raza como una categoría biológica importante reside en su capacidad para definir nuestra identidad. Ésta de por sí se modifica constantemente según quién nos mire, y cada mirada trae consigo una carga de expectativas que nos convierten en personas completamente distintas en cada espacio. Por ello, es importante comprender la racialización únicamente como una categoría que nos permite entender nuestro lugar en una jerarquía definida por el sistema racista y encontrar las formas de resistencia más adecuadas para nuestra experiencia. No más. La definición de nuestra identidad nos corresponde únicamente a nosotros mismos; es importante considerar que los criterios que tenemos para definirla son más amplios que el de raza, por ejemplo, podemos considerar el arraigo a algún lugar, a las tradiciones con las que crecimos, la comida que nos hace sentir en casa, la música que bailamos cuando estamos contentos y los ancestros que nos contaron las historias de nuestro origen.
Imagen de portada: Natalio Díaz, Costeñita, 2020
Alejandro Campos García, “Racialización, racialismo y racismo: un discernimiento necesario”, Universidad de La Habana, núm. 273, 2012. Disponible aquí ↩
Roni Caryn Rabin, “Huge Racial Disparities Found in Deaths Linked to Pregnancy”, New York Times, 7 de mayo de 2019. Disponible aquí ↩
Jodi S. Cohen, “A Teenager Didn’t Do Her Online Schoolwork. So a Judge Sent Her to Juvenile Detention”, ProPublica Illinois, 14 de Julio de 2020. Disponible aquí ↩
Ruben Vives, “Caught on video: Man flips over street vendor’s cart in Hollywood, unleashing public anger”, Los Angeles Times, 25 de Julio de 2017. Disponible aquí ↩
George M. Johnson, All Boys Aren’t Blue, Nueva York, Farrar Straus Giroux, 2020, p. 57. ↩