“Cuando las ballenas se enfrentan, a los camarones se les parte el lomo”.
Proverbio coreano
Seúl estira sus brazos de acero sobre el río Han, bosteza con todas sus cuevas y manantiales. Quisiera acurrucarse un poco más, contra la Montaña del Norte, el Bugaksan, pero sus hijos no se lo permiten. Le reclaman su letargo de dos años, quieren dejar la pesadilla de la pandemia atrás. Se prenden a su vestido de vidrio, se encaraman en sus cabellos de espejo, trepan de nuevo por sus venas, los senderos de sus prístinos bosques. Sus hijos tienen hambre de reconocimiento. Seúl, cuyo significado en coreano es “capital”, se infla para verse más grande de lo que es, espera trascender todos los tiempos, imprime su huella en las pantallas del mundo entero. En esta primavera insólita, las nubes desertaron del cielo, las flores brotan como nunca y el viento huele a lilas. Tiemblan los faroles de papel de colores colgados frente a los templos para celebrar el aniversario de Buda. Despliegan sus alas las urracas bicolores entre las cañadas y los barrios de tortuosas callejuelas. En los cientos de locales abandonados por la recesión, se descuelgan poco a poco los carteles de inmobiliarias, se barren los suelos y se pintan de nuevo las fachadas. Hemos visto peores, dicen la capital y sus hijos, ni siquiera el coronavirus podrá vencernos.
Seúl sabe de resiliencias. Los herederos del Goryeo, uno de los tres reinos que conformaron Corea hacia el año mil y dio su nombre a esta nación, han dejado de contar los enfermos tras haber alcanzado un pico de seiscientos mil diarios. Llegó el momento de quitarse las mascarillas, desmontar las carpas de pruebas PCR, volver a la escuela y soñar con vacaciones de tarjeta postal. Llegó la hora de acudir a las urnas para votar, el presidente progresista Moon Jae-in entregó su cargo y Yoon Suk-yeol, del partido conservador, asumió el puesto. Entre sus primeras propuestas se halla una negociación con Corea del Norte sobre la desnuclearización. Suena familiar, ¿que no se había llevado a cabo antes? Todavía no palidece en las cajas de los archivos la fotografía de la reunión de Kim Jong-un y Moon Jae-in el 27 de abril de 2018, cuando Kim se mostró risueño con su vecino y, juntos, mano en la mano, cruzaron la línea: era la primera vez, desde 1953, que un dirigente norcoreano pisaba suelo surcoreano. Nadie se perdió aquel encuentro con tintes de picnic. En Panmunjom, el poblado donde se firmó el armisticio, se habló de desnuclearizar la península completa e instaurar un régimen de paz. El nuevo mandatario lo menciona y, de inmediato, asegura que buscará reforzar las defensas nacionales por si acaso Pionyang llegase a provocarle. Entre tanto, el norte padece los embates de la epidemia y Kim Jong-un al fin lo reconoce enmascarado ante las cámaras. No por ello renuncia a sus pruebas de misiles. Las últimas datan de hace unas semanas, con ojivas de reciclaje. “Nada nuevo”, apunta la prensa surcoreana. Promesas que se lleva el viento con aroma a lilas. Lo único tangible que quedó es una popular serie de Netflix: la historia de amor entre una chica rica del sur cuyo parapente se desploma del otro lado de la frontera y un soldado del norte que la rescata, Sarangui bulsichak (Aterrizaje de emergencia en tu corazón, 2019).
La reunificación, tan deseada por muchos y temida por otros tantos, se vuelve espejismo. Corea es hoy uno de los pocos países en el mundo partido en dos. Hay que rebobinar la cinta varios años para entender mejor la línea que divide el territorio a la altura del paralelo 38, la llamada demilitarized zone o DMZ. En 1905 las tierras donde florecieron diversas dinastías, como la de Shilla o la de Chosun, se convirtieron en un protectorado del imperio japonés. El régimen impuesto por los colonizadores fue severo. Los coreanos escondieron sus banderas dentro de cajas de papel decoradas, las enterraron o emparedaron. “Japonizaron” su nombre; en las escuelas solo se hablaba japonés. Fueron cortados los flujos benéficos que provenían del Cielo y de la Madre Tierra, energías indispensables para alcanzar la buena fortuna y la longevidad. La geomancia coreana, el pungsu, determina dónde y cómo construir los edificios, en especial los sagrados, en función de los ríos y de las montañas. Así que las oficinas gubernamentales niponas ocuparon los antiguos palacios con el fin de aniquilar toda identidad cultural. Desde 1937 el ejército imperial secuestró y desplazó a miles de mujeres, muchas de ellas menores de edad, para convertirlas en esclavas sexuales. Las llamadas “mujeres de consuelo” se vieron obligadas a servir en burdeles para militares o “estaciones de confort”. Se estima que fueron unas trescientas mil, no solo coreanas, también chinas, filipinas y hasta europeas. En 2015 Japón ofreció cerca de ocho millones de dólares como compensación, una suma insuficiente a ojos de las pocas sobrevivientes nonagenarias y de las asociaciones civiles que las defienden. Pillaje, crueldad y violaciones fueron los procedimientos empleados para someter a Corea.
La liberación sucedió en 1945, cuando Japón, aliado de la Alemania nazi y la Italia fascista, devastado por las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, capituló. Sin embargo, el 10 de agosto, la víspera de la firma de la rendición del imperio del sol naciente, los Estados Unidos y la Unión Soviética decidieron partir en dos la península, un pueblo unido desde hacía un milenio. Fuerzas rusas habían conseguido “liberar” el norte del territorio, mientras el ejército estadounidense se ocupaba del sur.
Familias enteras fueron separadas. Como es imposible acceder al sur por tierra, muchos norcoreanos todavía consiguen huir cruzando a nado el río Tumen, frontera natural entre China y Corea del Norte, y tras un largo periplo, alcanzar Seúl.
El norte aceptó el modelo impuesto por Stalin. A cambio de una organización militar, de partido, de gobierno y de constitución, Moscú se comprometió con todo tipo de ayuda. Kim Il-sung, abuelo del actual dirigente, se fraguó como héroe nacional. Para reforzar el poder de su linaje, su heredero, Kim Jong-il, se apoyó en un mito fundacional: habría nacido en el Monte Paektu, la “montaña de cabeza blanca”, lugar particularmente sagrado.
Al sur, los estadounidenses impusieron su propio modelo político y social con ayuda de coreanos anticomunistas. Se dieron a la tarea de defender la línea de demarcación y de aplacar cualquier insurrección. Las elecciones de mayo de 1948 se llevaron a cabo bajo tremendas tensiones. Los opositores de Rhee Syngman, candidato favorito de los Estados Unidos y luego primer presidente de Corea del Sur, causaron crueles enfrentamientos. La isla de Jeju, anexada en el siglo X, fue testigo entre 1948 y 1949 de una rebelión de campesinos y pescadores sofocada con sangre: de los 250 mil habitantes, se estima que entre treinta mil y sesenta mil fueron ejecutados.
La línea divisoria debía ser una medida temporal, pero al cabo de casi ochenta años sigue vigente. Tanto de un lado del paralelo 38 como del otro, hoy se encuentra la concentración de armamento más grande y peligrosa de todo el planeta, incluyendo el nuclear.
En junio de 1950 empezó otra guerra. Unos cien mil hombres atravesaron la frontera y con el apoyo de tanques soviéticos consiguieron tomar Seúl en pocos días. Los sureños no pudieron contener la ofensiva, casi todo el territorio fue ocupado. En septiembre, soldados de Naciones Unidas bajo mando estadounidense revirtieron la situación y llegaron hasta los confines de China. Kim Il-sung pidió ayuda a Moscú y Pekín. En febrero de 1951 los aliados fueron empujados hasta la capital surcoreana. El legendario general Douglas MacArthur, comandante de las tropas de la ONU, planteó la posibilidad de lanzar bombas nucleares sobre China. Para evitar otro conflicto mundial fue removido de su cargo. En cambio, fueron probadas algunas armas bacteriológicas: aerosoles que bloqueaban las vías respiratorias, veneno para destruir los plantíos y el napalm que años más tarde causaría estragos en Vietnam.
Ambas fuerzas se empantanaron hasta el 27 de julio de 1953, cuando se firmó un armisticio, pero nunca la paz. De los cuatro millones de muertos que causó la guerra de Corea, la mitad fueron civiles.
Mientras en el norte se cultivaba una dinastía comunista, el sur sufrió un ejercicio democrático tambaleante. Tras un golpe de Estado, el general Park Chung-hee tomó oficialmente el poder en marzo de 1962. Durante su largo mandato de tinte dictatorial, salpicado de torturas, arrestos y encarcelamientos prolongados de opositores, se manipulaba a la prensa y se controlaba la correspondencia. Las condiciones de trabajo de los obreros eran inhumanas. En las décadas siguientes, gracias a las políticas proteccionistas del gobierno, prosperaron los chaebols. Esta palabra define los grandes conglomerados empresariales controlados por una sola familia, de incontestable influencia. A finales de los años treinta, Samsung, “tres estrellas” en coreano, era una tienda que exportaba alimentos básicos a China. A su dueño, Lee Byung-chul, le dio por invertir en una pequeña textilera y diversificarse: seguros, industrias química y petroquímica, inmobiliaria y tecnología. Su hijo y luego su nieto han conseguido poner millones de pantallas en manos de millones de personas. En los años noventa, Lee Kun-he, heredero del fundador, por una pieza defectuosa quemó 150 mil celulares delante de sus azorados trabajadores. El acto se filmó y se retransmitió en todas sus fábricas: su producto debía ser excelente o no ser.
La democracia llegó finalmente en los años noventa y se ha arraigado en su población. Atrás quedaron el hambre y las revueltas sangrientas. A finales de 2016, una revolución popular y pacífica depuso a Park Geun-hye, la única mujer presidente, encarcelada después por corrupción. En este mismo suelo, veinte veces más pequeño que México, se ha levantado una de las economías más fuertes del planeta. El PIB per cápita de Corea del Sur en 1962 era de 106 dólares, mientras en 2020 era ya de 31 mil quinientos dólares; pasó de ser un país en vías de desarrollo a la décima economía del mundo. Basó su crecimiento en tres fases: producción nacional para no depender de importaciones, producción para las exportaciones y finalmente desarrollo de industrias pesadas y tecnológicas. Los surcoreanos se han jurado poner un producto suyo en cada hogar: refrigeradores, microondas, lavadoras, televisores, estufas, computadoras, celulares, tabletas, automóviles… Samsung, LG, Winia, Daewoo, Kia, Hyundai… La lista es larga. No contentos con llevar la batuta en materia de bienes de consumo de los que uno espera pagar a veinticuatro meses sin intereses, su sed de superación los ha llevado a invertir en la educación como pocos países logran hacerlo: sesenta mil millones de dólares en 2021. Un alumno de secundaria estudia en promedio dieciséis horas al día. Tras una reforma a la ley en 2018, las horas laborales se redujeron a 52 por semana, en lugar de las 68 en promedio del año anterior. Después de décadas de trabajo intensivo a todos los niveles, la sociedad coreana comienza apenas a conocer el sabor del ocio y los pasatiempos.
El precio de su éxito fulgurante ha sido alto: corrupción entre los grandes grupos empresariales, el índice de natalidad más bajo del mundo (el 0.87 por ciento en 2020, según el Banco Mundial), y el índice más alto de suicidios, unos catorce mil al año (OCDE), lo que equivale a unos 38 al día. En 2020 y 2021 murieron más personas de las que nacieron. Aunado a ello, el sistema confucionista y patriarcal arraigado desde hace siglos deja poca libertad a las mujeres. No hay incentivo monetario, subsidio o guardería que las convenza de tener más hijos.
Mientras en Corea del Norte se cultiva el juche, ideología oficial al servicio del régimen y del culto a la personalidad de su líder bien amado, el sur promueve el hallyu, una ola que pretende alcanzar las orillas de todos los países, el paraguas bajo el que se resguardan las expresiones culturales. El término, empleado por la prensa en los años noventa, lo abarca todo: series de televisión que permiten exportar una imagen aséptica del país —el Juego del calamar es una excepción—, K-pop, K-drama, K-beauty, gastronomía, moda, diseño… Es el soft power por excelencia. Los millones de jóvenes fans de K-pop ignoran que mordieron el anzuelo: son parte de una maquinaria perfecta concebida en Seúl, aceitada con millones de dólares y vastos recursos humanos para poner a Corea del Sur en las primeras planas de cualquier diario, en cualquier idioma. El Gangnam Style de PSY fue, en 2012, el video más popular en la historia. Otro producto coreano, Baby Shark, tiene más vistas en YouTube que habitantes el planeta. Y no es casualidad. Made in Korea se ha vuelto sinónimo de prestigio, así se trate de una ampolleta de bótox o de una película. Los esfuerzos rinden frutos: a Karl Lagerfeld le gustó el hanbok para inspirar su colección Chanel 2015 y el milenario atuendo se puso de moda. El director Bong Joon-ho obtuvo cuatro premios Oscar y la Palma de Oro de Cannes con su película Parásitos, producida por CJ Entertainment en 2019, y desde entonces Hollywood volteó para acá. Los surcoreanos tienen el primer lugar a nivel mundial en número de visualizaciones de cintas per cápita por año, y el quinto lugar en producción cinematográfica. En materia de danza y música participan en los festivales internacionales más prestigiosos. El mercado de arte contemporáneo también explota: una obra se cotiza en centenares de miles de dólares, galeristas y amas de casa invierten a ojos cerrados así se trate de una sola gota de agua pintada sobre un lienzo. Restaurantes refinados anclan sus antenas en Londres, Nueva York, París (donde se cuentan más de cien) o la Zona Rosa de la Ciudad de México, donde los inmuebles son adquiridos uno a uno por expatriados seulenses.
Corea está de moda y anda en busca de premios Oscar, Billboard, Nobel… Sabe que todo es posible si, tal y como lo hacen sus grupos de K-pop, se mueve en perfecta coordinación. Si mantiene su divisa de privilegiar el sentido comunitario sobre el individual. Su uniformidad trasciende sus fronteras y se reproduce entre las comunidades que migraron (catorce mil coreanos viven en México, dos millones en los Estados Unidos).
A golpe de impecables productos culturales y de consumo, Corea del Sur ha dejado de ser un camarón entre dos ballenas, los intimidantes China y Japón. Se ha convertido en un pequeño dragón de uñas afiladas y brillantes escamas dispuesto a enseñar el alfabeto hangeul a quien se deje.
Imagen de portada: Shihei Hayashi, Chōsen hachidō no zu, (Corea del Sur y Corea del Norte como un todo), 1785. Library of Congress