“Usted tiene una nueva formación de células en el riñón”.
El médico lo dijo en un tono tan ligero que por un momento ella pensó que la noticia ameritaba alegrarse. Debido al cubrebocas blanco, solo veía media cara de aquel hombre amable de unos sesenta años y, durante los primeros minutos de la visita, creyó que esa mitad era la correcta. Ahora ya no estaba tan segura. Más allá de la pantalla de plexiglás colocada sobre el escritorio que los protegía a ambos del omnipresente virus, los ojos del doctor eran tan escurridizos que ella no lograba distinguir bien su color. Por despecho, intentó que su rostro también fuera ilegible. Por las grandes ventanas del hospital de Monteverde entraba una luz galvánica que en pleno día solo brilla con esa fuerza sobre Roma. Estaba convencida de que emanaba de las brasas secretas del imperio, el verdadero, que aún ardía bajo las ruinas de tres civilizaciones demasiado débiles para extinguirlas por completo. Bajo esa luz se sonrieron con cautela y el médico, quizás pensando equivocadamente que se había hecho comprender, continuó.
“En términos técnicos se llama neoplasia, lo que significa exactamente ‘nueva formación de células’”.
El grupo silábico 암 se iluminó en su mente como un destello y la sonrisa perdió esmalte. No conocía la etimología, pero sabía qué era una neoplasia, incluso en coreano. Se arregló nerviosamente, alrededor del cuerpo, los pliegues de su abrigo de alta costura, en un instintivo gesto de protección. Para esa visita había hecho todo un proyecto de atuendo, solo diseñadores de primer nivel, pero sobria, no como para una cita romántica, sino más bien como si quisiera impresionar a una mujer rica de hacía tres generaciones, o negociar un contrato prestigioso, dando a entender que no lo necesitaba; hacerse respetar. Tenía un armario construido para ese propósito, un alijo de armas con buen corte y firma evidente, una para cada guerra de la que no podía darse el lujo de salir perdedora. Cualquier cosa que aquel hombre con bata blanca fuera a decirle, quería que supiera, desde el principio, que ella no era una persona cualquiera y que, por lo tanto, esa neoplasia no podía ser algo de rutina ni siquiera para él, porque no había surgido en un cuerpo aleatorio.
Sin embargo, el oncólogo no pareció muy impresionado. Aunque tenía su expediente clínico frente a él, no hizo ningún amago de abrirlo. En lugar de eso, se acercó al pecho una libreta que tenía el logo de un gigante farmacéutico en una esquina, arrancó una hoja de papel y le dio la vuelta. Con un bolígrafo dibujó un garabato y de allí hizo ramificar líneas onduladas que convergían en la misma dirección, unos centímetros más adelante. Continuó hablando lentamente, sin despegar la vista del papel, midiendo cada palabra con el trazo del bolígrafo. Ella tuvo la impresión de que no era la primera vez que hacía ese esquema y sus ambiciones de ser una paciente especial se vinieron abajo. ¿Cuántos otros cuerpos habían sido esas líneas? ¿Cuántas existencias ese garabato?
“Como cualquier ser vivo que acaba de nacer, su nueva formación necesita recursos y se fue a buscarlos a su pulmón izquierdo. Nosotros las llamamos metástasis, pero hay que imaginarlas como pozos de petróleo en Irak”.
“Nosotros las llamamos”, dijo. “Nosotros quiénes”, pensó ella, imaginando una asamblea permanente de sabios que en algún lugar del Gran Castillo de la Oncología establecía la nomenclatura de los desastres que ocurrían en los cuerpos de los seres humanos de todo el mundo. El médico detuvo el trazado de la última línea a la altura de las demás y las cauterizó a todas con un pequeño asterisco. El gesto le dolió casi físicamente, pero intentó no demostrarlo. Por alguna razón que se le escapaba, sintió instintivamente que ella debía tranquilizarlo a él. Una breve risa nerviosa pareció apropiada para animar su explicación geopolítica. La mano del oncólogo, rodeada por un puño de buen algodón azul que surgía de la blancura de la bata, era pálida pero firme al otro lado del plexiglás. Durante la primera parte de la visita la había sentido cálida contra su piel y le pareció que todavía estaba en el bolígrafo, mientras la veía trazar en el papel el rudimentario boceto de sus comprometidos órganos internos.
“Debe tomar el primer medicamento todos los días, dos comprimidos mañana y tarde. Servirá para cerrar estos pozos: sin recursos uno se vuelve más débil… ya me entiende”.
El doctor apartó los ojos del papel y esta vez la miró directamente a los ojos. Ella entendió.
“El segundo fármaco es un goteo intravenoso que deberá tomar cada veintiún días y tiene la función de despertar su sistema inmunológico para que reaccione contra las células recién formadas, impidiendo que sigan desarrollándose”.
“¿Es una quimioterapia?”
“No perderá el cabello si eso es lo que le preocupa”.
No, eso no era lo que la preocupaba. La sílaba 암 y su sonido —AM— seguían pulsando en su mente como el letrero de neón de una tienda de kebab.
“Se someterá a una inmunoterapia basada en biofármacos. Como le mostré, no está dirigida directamente a la neoplasia. Sirve para provocar la respuesta natural de su organismo. Si el riñón no nos da problemas, no hay ninguna razón para molestarlo”.
Nosotros quiénes, volvió a pensar, y esta vez se imaginó a los dos compartiendo la misma neoplasia, atrincherados en esa habitación mientras todas las líneas de esa maraña dibujada en el papel intentaban pasar como tentáculos por debajo de la puerta y entre las grietas de los marcos para alcanzarlos y chuparles sus recursos. Muy a su pesar, la imagen la hizo sonreír, pero el efecto debió ser el de un animal mostrando los dientes a un adversario, porque el médico no le devolvió la sonrisa. Ella le hizo la pregunta más obvia, la más estúpida.
“¿Qué hice mal?”
Era vegetariana. No fumaba, excepto marihuana raras veces y siempre en compañía. Bebía cosas tan selectas que el señor Bernabei la saludaba alegremente desde la puerta de la vinoteca incluso cuando ella no entraba. Los vicios que tenía eran muchos, pero ninguno en el cuerpo, nada que no pudiera remediarse fácilmente con privaciones. La culpa estaba escondida en otra parte, si no en las obras, al menos en los pensamientos, palabras y omisiones. El médico permaneció en silencio durante unos segundos, desconcertado por aquella petición de juicio. Cuando él dejó el bolígrafo, ella confundió el gesto con una claudicación.
“Somos seres complejos, señora… No creo que se pueda definir el tema en términos de errores suyos. Los organismos sofisticados tienen más probabilidades de cometer errores. Es el sistema el que se enreda de vez en cuando, la voluntad no tiene nada que ver”.
Ella cerró los ojos. No quería que se leyera en su cara la necesidad de culparse a sí misma, a algo, alguien, un comportamiento extremo, comida chatarra, un mal hábito que duró demasiado, un trauma no resuelto, la contaminación del tráfico de la ciudad, una fábrica cercana, la maldición de un enemigo, todo y todos menos la insoportable hipótesis del accidente estadístico. Pero de alguna manera el médico pareció entenderlo.
“Me dijo que escribe novelas, un trabajo hermoso pero muy complicado. Ninguna especie en la naturaleza puede hacer esto, solo los humanos. ¿Conoce otros idiomas además del italiano?”
“Inglés, francés, más o menos español… estoy estudiando coreano”.
“¿Preferiría no hacer ninguna de estas cosas con tal de no enfermarse jamás? Los organismos unicelulares no desarrollan cánceres, pero no aprenden idiomas. Las amebas no escriben novelas”.
Se miraron durante un tiempo que a ambos les pareció muy largo, durante el cual ella tuvo la certeza de que, a diferencia del Risk inicial con colonias nuevas, ávidas de pozos iraquíes, el oncólogo había encontrado palabras específicas, hechas solo para ella. Hasta hacía unos minutos había tenido mil preguntas. Preguntas sobre cuánto duraría la pelea que estaba a punto de enfrentar. Si tenía alguna posibilidad de ganarla. ¿Cuánto tiempo tenía para luchar? Quería los detalles del conflicto, el plan militar. Pero la inadecuación del vocabulario bélico, aquel con el que siempre había oído definir la relación con una enfermedad mortal, ahora la silenció. Por supuesto, fue culpa del médico. Las palabras que había utilizado aquel hombre cambiaron el escenario simbólico y la obligaron a avanzar hacia un objetivo que no le era familiar: el pacto de no beligerancia. Eso que antes imaginaba como un adversario al que destruir le había sido descrito ahora como un cómplice de su complejidad, una parte desorientada de su sofisticado cuerpo, un cortocircuito del sistema en evolución, simplemente un compañero que se equivocaba. No estaba acostumbrada a perder con las palabras. Cualquiera que fuera la batalla que había imaginado librar contra la enfermedad, ahora sonaba como un proyecto autolesionista. No tenía ganas ni fuerzas para hacerse la guerra a sí misma.
“Nunca lo había visto desde este punto de vista. Me imagino que, si la alternativa fuera la vida de la ameba, el intercambio no me interesaría. Entonces dígame: ¿qué debo hacer para corregir este error del sistema?” Dudó un momento y luego añadió: “Si se puede”.
Los ojos del doctor se iluminaron ante ese cambio de tono y su cuerpo pareció más relajado. Se reclinó en su silla. Probablemente pensó que había superado la etapa más problemática de la entrevista.
“Le haré la receta y tendrá que recoger las medicinas en la farmacia del hospital, pero mientras tanto deberá firmar esta autorización en la que acepta iniciar el tratamiento y afirma ser consciente de los riesgos y sus efectos secundarios”.
“¿Soy consciente de ellos?”
“Están en esta hoja, pero no la invito a leerlos: van desde estornudos hasta la muerte con miles de sufrimientos, exactamente como en los folletos de las aspirinas. Cualquiera que los leyera entraría en pánico. La probabilidad de que se produzca incluso uno de estos efectos es tan remota que no tiene sentido asustarse de antemano. Créame, si le pasa algo, nos daremos cuenta inmediatamente y los suspenderemos”.
“De todas formas no los habría leído. Confío”.
Era una verdad a medias. Había echado un vistazo al papel que había sobre la mesa y el diagnóstico estaba escrito en la parte superior, lapidario, algo que apenas diez años atrás habría sido una súbita sentencia de muerte. Carcinoma renal en etapa cuatro.
AM. Un relámpago.
AM. Uno más.
AM. Y uno más.
Mientras ella firmaba los papeles y él completaba la receta, la sílaba seguía parpadeando en su cabeza y de repente se dio cuenta de que el médico nunca había mencionado la enfermedad.
“Aquí afuera está mi hermana, doctor, y tengo otros seres queridos. Cuando me pregunten qué tengo, ¿cómo debo llamarlo? No logro decir lo que está en el papel”.
Se miraron el uno al otro. El médico suspiró, luego relajó los hombros y se reclinó. Detrás de la barrera de plástico transparente, su cuerpo parecía no tener espesor, como las fotografías prensadas en marcos abiertos. Cuando habló, la ilusión de bidimensionalidad se desvaneció.
“¿Qué nombre le gustaría darle?”
Era una propuesta extraña esa de bautizar un tumor. Resonaron en su cabeza todas las expresiones que ya conocía. Terrible mal. Enfermedad incurable. El maldito. El bastardo. Esa cosa. No le gustó ni una y por impulso dijo:
“En coreano esa palabra se dice ‘am’. ¿Cree que podría usarla?”
Ella se había apresurado tanto en responder que en cuanto terminó de formular la pregunta hubiera deseado retractarse. Se sintió infantil al admitir que necesitaba una palabra que nunca había estado en boca de ningún conocido. Utilizar un término que venía del otro lado del mundo ponía una distancia entre ella y el diagnóstico que le parecía la única sostenible en ese momento. Esperaba que el médico se riera, pero en lugar de eso pareció ponderar la propuesta, pensar en ella durante unos segundos. Luego asintió seriamente y le entregó las recetas en el agujero del plexiglás.
“Si me disculpa, no sé nada sobre coreano, pero en inglés am es la primera persona del singular del verbo to be, así que creo que es una palabra bastante buena”, sonrió. “Podrá responder I am, como si dijera ‘lo que tengo es algo que soy’, y no sería nada impreciso”.
Siguió un denso silencio, en el que la emoción y la incomodidad flotaban mezcladas en la línea de visión de ambos. Incapaz de soportar más la barrera de plástico transparente, ella se puso de pie torpemente, pero la ventaja de mirarlo desde arriba duró poco ya que pronto él hizo lo mismo.
“Entonces gracias. Tomaré las pastillas como me dijo, dos al día”.
“Mañana y tarde. No se las salte ni las tire, una sola caja le cuesta casi siete mil euros al servicio nacional de salud. Se lo digo porque de vez en cuando alguien lo hace, finge llevárselas, pero las tira, no sé por qué, la gente es rara”.
Yo también soy rara, doctor, pensó sin decirlo. Ser sospechosa de despilfarro en un ambiente donde lo estaba perdiendo todo le parecía surrealista. Mientras se daban la mano ella le sonrió inútilmente detrás del cubrebocas, pensando que después de todo él tampoco podía verle el rostro completo. Si se hubieran encontrado afuera con la cara descubierta, probablemente no se habrían reconocido. Imaginó la escena en el supermercado.
“¿Me equivoco o tú…?”
Yes, doctor. I am.
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Imagen de portada: Kanako Namura, Chance Painting, 2019. Cortesía Galería Karen Huber