Si cuando era más joven me acercaba a los libros para buscar respuestas, ahora leo intentando reconocer las preguntas que los sostienen, su arenosa columna vertebral. Más que en las certezas que a veces parecen plantear, para mí el alma de los libros está en lo que no saben, en el camino por el que avanzamos al leerlos sin mapa ni brújula, siguiendo pistas que vacilan, dichosamente sometidos a sus cambios de ritmo y giros inesperados. ¿Cuántas veces se puede perder a alguien? Esa es para mí la pregunta al centro de Niebla ardiente, la novela debut de la joven escritora campechana Laura Baeza. Y también: ¿de qué hilo están hechos los lazos familiares, que tanto se estiran sin romperse? Todo empieza la noche de Año Nuevo con un avistamiento fantasmal: Esther, una traductora mexicana que llega a Barcelona escapando de su pasado, descubre en el video de un disturbio entre ejidatarios en Hidalgo a su hermana Irene, quien supuestamente había sido asesinada años antes tras haber escapado de un centro de rehabilitación en el que estaba internada por una serie de crisis relacionadas con un padecimiento mental. Según lo que creía la protagonista, porque eso le aseguraron las autoridades a su familia antes de darle carpetazo a la desaparición de su hermana, la joven esquizofrénica había acabado en una fosa junto con otras siete mujeres víctimas de trata. Esther emprende, a partir de este momento de quiebre, un esfuerzo trasatlántico por conocer el verdadero paradero de su fantasma personal, esa bailarina de ojos profundos con la que comparte la nación rota de su infancia y cuyo fatal destino siempre había estado envuelto por la duda. Tras años de no hablar de Irene, su manera de lanzar los dados es contarle a alguien que la ha visto. Sí, está segura: “La cara angular y el flequillo eran en esa mujer inconfundibles. Esther podía morir y volver a nacer reconociendo esos rasgos de su hermana”. Romper el silencio rompe también la fina membrana de estabilidad que había construido en España y desata una serie de sucesos que la llevarían en un viaje a ese pasado que tanto deseaba dejar atrás. La habilidad con la que Baeza maneja la historia desde el inicio hasta las páginas finales deja clara su trayectoria escribiendo cuento, un género que exige una especial pericia narrativa que ella parece tener bien dominada (sus dos libros anteriores son Época de cerezos y Ensayo de orquesta, que ganaron el Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo y el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri, respectivamente). La autora traza a sus personajes revelando detalles de a poco y con elegancia, creando un ambiente detectivesco que se sostiene admirablemente a lo largo de todo el relato y manteniendo a la persona lectora al borde de sus páginas, con la curiosidad vigente y elucubrando teorías sobre lo que podría haber sucedido. Escrita a dos voces —una más personal que otra, pero ambas dolorosas a su manera— y en tres momentos en el tiempo, la narración echa mano de múltiples herramientas para ir levantando su andamiaje. También el silencio contribuye, por supuesto, a darle textura a la historia: eso que no se dice y que sin embargo expresa tanto. No es casualidad que de la —¿verdadera?— protagonista de la historia no sepamos nada de primera mano. A pesar de que son sus pasos los que andamos siguiendo, ella permanece oculta. Ni siquiera leemos directamente sus cuadernos, la conocemos a través de la mirada de Esther. Lo que vemos de Irene es el vacío que ocupa, el manto de bruma que dejó su ausencia. De Esther en cambio sabemos todo, y por ella conocemos también a sus padres y a otras personas que acompañan a las diferentes versiones de su familia, relaciones más o menos sanguíneas, más o menos cercanas, más o menos firmes. Pero ninguno de los vínculos que aquí se dibujan alcanzan el grado de intensidad que tiene el de las hermanas, que juntas forman una criatura que resiste las embestidas sin que quede muy claro quién está cuidando a quién —hay enfermedades más discretas que otras y las grietas de la infancia son el mejor escondite—. El día que el matrimonio de sus padres termina por romperse, antes de abandonar la casa familiar las hermanas miran al patio como intentando guardar en su memoria aquella imagen que sospechan estar viendo por última vez. “Dice mi mamá que en casa de mi tío Roberto a veces hay frío, y a mí no me gusta el frío”, asegura Irene. “No te va a pasar nada, yo voy a estar ahí todo el tiempo”, la consuela Esther. Y su vida empieza a depender de esa promesa. Luego el tiempo pasa, las niñas crecen y la adolescencia vuelca su luz intensa sobre el mundo. Las cosas, por supuesto, se complican. “Ya no me hacía falta hurgar en la memoria para evocar los lugares donde había sido feliz porque comenzaba a creer que la felicidad era una cosa de circunstancias, probablemente igual de pasajera que la estabilidad”, piensa Esther con la sabiduría que solo tenemos a los catorce o quince años. Cuidar y romper funcionan a veces como sinónimos, eso ya lo sabe. El amor y la culpa se pronuncian en un mismo aliento desde muy pronto, también son hermanos de sangre. No es que Niebla ardiente diga nada nuevo: las familias son caldos de cultivo de los peores males —“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”, escribió Fabián Casas—, la violencia feminicida en México parece no tener fondo, los golpes del arrepentimiento pueden destruirte, hay duelos que duran una vida entera y otra más. Todo eso lo sabíamos. Pero a la literatura no debemos exigirle que diga algo nuevo, creo yo. Lo que los libros sí nos deben es plantear preguntas nuevas, obligarnos a poner la vista en otro lado. En lo que desaparece una y otra vez, por ejemplo. En aquello que perdemos incluso cuando estamos seguros de que ya lo habíamos perdido antes. “Practica entonces perder más, y goza / el ritmo de la pérdida, su encanto”, dice Elizabeth Bishop en su poema más célebre. Y bueno, el final. Ojalá este fuera otro tipo de texto para poder hablar abiertamente de eso. En una primera lectura, el desenlace me pareció una salida fácil, una pincelada de cursilería para amortiguar un golpe del que no puedo hablar a detalle sin revelar demasiado de la historia. Un verdadero golpazo. Pero al terminar el libro la oración con que la que cierra la novela se quedó en mi mente, cobró vida y fue volviéndose más enigmática con el paso de los días. Ya no estoy tan segura de si, como dice la cuarta de forros, a Esther la mueva la necesidad de pedir perdón. Ni siquiera creo que ella misma sepa qué la mueve, más bien sabe que para sobrevivir tiene que moverse. Digamos que los lazos familiares son necios y que el destino se las arregla para que tengamos lo que nos corresponde. “Entre los rotos nos reconocemos fácilmente. Nos atraemos y repelemos en igual medida. Conformamos un gremio triste y derrotado. Somos la aldea que se fundó junto al volcán, la ciudad que se alzó sobre terreno inestable”, dice Alaíde Ventura en Entre los rotos, una novela reciente que también toca el tema de la hermandad y sus dolores. Si la literatura es en verdad un juego de espejos, la literatura de los hermanos es una casa de cristal. Basta atravesar sus puertas para que Niebla ardiente nos devuelva nuestra propia imagen fracturada.
Imagen de portada: Ernst Ludwig Kirchner, Fränzi ante una silla tallada (detalle), 1910. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ©