Cuesta trabajo creer que lo que sentimos por ciertas obras, como la Mona Lisa, sea en realidad un gusto adquirido. Pero es así: aprendimos a quererla, por encima de todas las otras obras del mundo, y no porque tenga, en esencia, algo que la vuelva más especial que, por ejemplo, La dama del armiño. Esto es discutible, desde luego, pero no el hecho de que La Gioconda ocuparía hoy un lugar mucho más modesto que la flamante habitación donde recibe a sus 25,000 visitantes diarios, si hacia el final del siglo XIX un grupo de historiadores no se hubiera dado a la tarea de inventar el Renacimiento italiano. No que no existiera antes, pero fue entonces cuando empezó a buscarse la manera de explicar que el arte hubiera dado un giro estilístico tan repentino, precisamente en el Quattrocento. Y a la par de que se desarrollaba toda clase de teorías para intentar esclarecer ese inesperado renacer de la antigüedad clásica, emergían los ejemplos: decenas de nombres nuevos, que daban para llenar museos completos. Bernard Berenson, caso raro, destacó como historiador del arte y como promotor de ese arte que él mismo ayudó a desenterrar. ¿Quién era él? Hace cincuenta años preguntarse esto habría sido profundamente innecesario. Berenson era una celebridad. El obituario que le dedicó The New York Times en octubre de 1959 lo dice todo:
Su muerte retira de la escena a alguien que adquirió en su vida el estatus de leyenda. A la villa cerca de Florencia donde pasó tantos y tan fructíferos años llegaban hombres y mujeres de todas partes del mundo a visitar a quien fundaba su fama no sólo en la infalibilidad de sus juicios […] sino también en su devota dedicación al arte de la vida. Porque, aunque sea cierto que en especial en el campo de las atribuciones sus juicios eran respetados más que los de cualquier otro crítico de su tiempo, la atracción que ejercía en otros era sobre todo la del sabio, el humanista.
Berenson era El crítico, a pesar de ser el autor de un solo libro, Los pintores italianos del Renacimiento, publicado en volúmenes que fueron auténticos best sellers en su época.1 Los historiadores más jóvenes se referían a ellos como los Evangelios. Así de importante fue su pensamiento. Y así de poderosa su figura: Berenson era la persona a la que cualquiera interesado en el periodo, ya fuera académico o coleccionista, tenía forzosamente que ir a ver, por lo menos una vez en la vida, a su famosa Villa I Tatti —palacete donde vivió desde 1900 hasta su muerte, y donde guardaba su colección de arte y su biblioteca—.2 El éxito de sus ensayos residía, en parte, en la manera en que veía, y hacía que otros vieran, el arte: con las manos. No bastaba con mirar un cuadro, había que dejar que “nuestras palmas y dedos”3 acompañaran a nuestros ojos; porque las pinturas tampoco eran pura visualidad: tenían rasgos que apelaban también a nuestro sentido del tacto. Para Berenson, sólo al otorgar “valores táctiles a las impresiones retinianas” el pintor podía generar “una impresión penetrante de la realidad” que produjera en el observador “la ilusión de ser capaz de tocar una figura”. Esta facultad de estimular la imaginación táctil es lo que Berenson vio surgir en los albores del Renacimiento. Empezando por los frescos de Giotto, en donde ya estaba presente el llamado “ardoroso a nuestra conciencia táctil”, de donde provenía, para el crítico, el “placer artístico”. Berenson confesó a su hermana que su “interés más absorbente” era “encontrar el secreto de nuestro disfrute por el arte”. Disfrute que buscaba transmitir a toda costa en sus ensayos, que por eso aparecían llenos de pasajes donde se invitaba al lector a entablar una relación activa con las obras de arte; donde se le exhortaba a hacer eso que tanto desagradaba a Aby Warburg, su eterno rival intelectual, por parecerle propio de una “sensibilidad primitiva”: invocar la fantasía y permitirse una percepción de las obras más “sensible” que “crítica”, más “erótica” que “intelectual”. Justo lo que buscaba Berenson en párrafos como éste, en que describe la Batalla de hombres desnudos, de Pollaioulo: “¿De dónde viene el encanto —siempre renovado y aumentado— que esta obra nos produce?” Y responde: de “la virtud que tienen esos feroces combatientes de comunicarnos una vitalidad que estimula prodigiosamente la nuestra”. Para él, el arte “se nos impone” y nos hace querer emularlo. Y sometidos, como estamos, al poder de la ilusión, “sentimos, sin haber tomado droga alguna, como si un elixir de vida, y no nuestra sangre perezosa, corriera por nuestras venas”. Esta parte de la teoría de Berenson acabó siendo desechada por académicos más puntillosos, para quienes esos placeres sinestésicos (ver con las manos) carecían de rigor. La posibilidad de que el espectador acabara sumido en una nube de sensaciones, llevaba la idea de la experiencia estética a lugares demasiado exaltados.
Pero la fama de Berenson se debía también a que mucho de lo que se hablaba en sus textos era nuevo: Fra Angelico, Paolo Uccello, Domenico Veneciano, Andrea del Castagno, nadie los conocía. Berenson estaba haciendo, a la par de una teoría sobre el goce estético, una nueva historia del arte. Pero no le interesaba especialmente, como sí a Warburg, “llevar la ciencia del arte tan lejos que cualquiera que hable en público sin haber estudiado específica y profundamente esta ciencia sea considerado tan ridículo como la gente que se atreve a hablar de medicina sin ser doctor”.4 Era un doctor, desde luego, pero uno que prefería comportarse, literalmente, como un amateur. Para él, el conocimiento íntimo de una personalidad artística no podía alcanzarse sino a través del amor dedicado y constante. Pues así como el amante conoce a la perfección los lunares de la espalda de su amada, el connaisseur ha hecho suyo cada detalle de la obra que ama, de ahí que cuando se le presenta un nuevo ejemplar del mismo artista, sea capaz de reconocerlo en seguida. Berenson no ocultaba que solía aproximarse a las obras “sin ayuda de documento o pista literaria algunos”,5 guiado únicamente por su olfato y su experiencia. “En el instante en que vi el fresco con ojos que ven, quiero decir, con todas mis facultades cooperando, sentí que debía ser un Antonello”, escribiría años más tarde acerca de una de sus atribuciones.6 Berenson, en efecto, poseía una memoria visual prodigiosa, y célebres empezaron a ser sus numerosas conquistas como “atribuidor”. Pronto se volvió la figura clave a la hora de ponerle nombre a todas esas piezas anónimas que comenzaron a aparecer. Los coleccionistas no se atrevían a comprar nada sin tener su aprobación. Y pagaban muy bien por ella. Tanto, que Berenson fue dejando de escribir, a la par que se sumergía cada vez más hondo en el negocio de vender, y en algunos casos de traficar, arte renacentista. Y se compró una mansión en la campiña italiana y empezó a vestirse como un príncipe. Hasta Marcel Proust se preguntaba de dónde salía su fortuna, “en el sentido más vulgar de la palabra”. Y con el tiempo se supo: Berenson se asoció con los hermanos Duveen, unos marchantes que vendieron cientos de obras a museos y coleccionistas privados. Berenson, que había firmado un contrato secreto con ellos bajo el nombre de Doris, recibía el 25% de todas las ventas de arte italiano. Pero eso traía consigo, además de sumas estratosféricas, episodios embarazosos, que acabaron por hacer mella en su reputación. Uno de los más sonados fue la venta de un Giorgione, al que sin embargo Berenson se obstinaba en verle cara de Tiziano. Los Duveen, ansiosos por cerrar el trato, le rogaban que cambiara de parecer, ya que el coleccionista había advertido que no quería otro Tiziano. Berenson se negó. Y no era un Tiziano. Se volvió así un personaje listo para caer en el olvido. Warburg, en cambio, pasaría a ocupar el centro indiscutible de la discusión, precisamente, por oponerse a la historia del arte propia de los connoisseurs, estetizante y hedonista, que en lugar de tratar a las imágenes como “productos biológicamente necesarios situados entre la expresión artística y la práctica religiosa”,7 se empeñaba en producir “un tráfico de palabras estéril” acerca de las obras como meros receptáculos de formas sugestivas. Y los historiadores del arte del siglo XX le darían la razón. Las palabras de Kenneth Clark, el discípulo predilecto de Berenson, después de asistir a una conferencia de Warburg en Hamburgo en 1929, resumen a la perfección el drama de su maestro: “A partir de ese momento, dejó de interesarme ser un connoisseur y mi mente empezó a intentar responder el tipo de preguntas que ocupaban a Warburg”. Así vio Berenson cómo sus aspiraciones académicas se diluían, cómo quedaba relegado a ser un personaje secundario en la historia de la crítica, frente al creciente atractivo que despertaban las teorías de su colega. El público, sin embargo, se quedaría con Berenson. Incluso sin saber que ese señor existió, la gente siguió dejándose prendar por las obras, sin preocuparse en lo más mínimo por el universo complejo de “intereses”, diría Warburg, que las atravesaban y les daban origen.
Imagen de portada: Bernard Berenson, 1955. Foto: David Seymour
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El primero, Los pintores venecianos del Renacimiento, vio la luz en 1891. ↩
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Berenson donó la casa, con todo y sus colecciones, a Harvard, la universidad donde estudió. ↩
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Todas las citas de Berenson de este párrafo están tomadas de su ensayo “Los pintores florentinos del Renacimiento”, publicado originalmente en 1896. Me baso en la traducción de Juan de la Encina: Los pintores italianos del Renacimiento, Editorial Leyenda, México, 1944. ↩
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Carta de Warburg a sus padres del 3 de agosto de 1888. ↩
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Como lo dice en el prefacio de su ensayo de 1901, “El estudio y la crítica del arte italiano”. ↩
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En este caso de un San Sebastián, que atribuyó a Antonello da Messina. ↩
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Como lo advierte en una de sus notas de 1923. ↩