dossier Miedo SEP.2019

Apuntes sobre la Tropa y el miedo

Daniela Rea, Pablo Ferri

—¿Tú te acuerdas del primer enfrentamiento en el que participaste?

—Sí, sí, me acuerdo. Yo me encontraba desempeñando el servicio de Fuerza de Reacción. Tú estás en alerta para cualquier eventualidad. No sólo puede ser el narco, también inundaciones o incendios. Pero bueno, cuando había una denuncia tenías que salir rápido. Estaba yo en eso y hubo un enfrentamiento entre dos carteles, se podría decir. Y al haber tiros, nos mandaron a verificar, ver lo que estaba pasando. Y ni modo, tienes que entrarle. Y ya estando allí eres tú o son ellos, nada más.

—Antes de salir, ¿qué piensas?

—Como soldado, todos los días te despides de tu familia sabiendo que puede que no regreses. El ser soldado, ser autoridad, es estar día con día enfrentándote a la muerte. Sabes a qué hora sales, pero no a qué hora regresas. Siempre piensas eso. Al menos yo. Y si regresas es gracias a Dios. La primera vez sales con la adrenalina de que “ojalá me toque un enfrentamiento”. Pero ¡vaya!, ya cuando llegas allí, dices “no, mejor no”. Pues realmente se siente la muerte cerca, se siente el frío, se siente la zozobra de que a lo mejor una de esas balas te puede tocar a ti.

Conversación con el subteniente de infantería Arquímedes.1 Veracruz, 2017



En su libro Historias mexicas, el historiador Federico Navarrete analiza la manera en que los antiguos pueblos mesoamericanos entendían el tiempo y el espacio. Toma de ejemplo viejas leyendas, como aquella que narra la expedición de brujos mexicas —la vuelta, en realidad— a las míticas cuevas de Aztlán. Cuenta la leyenda que los brujos salieron por encargo del tlatoani Moctezuma Ilhuicamina. Cuando llegaron, preguntaron a los lugareños por Coatlicue, madre de su dios rector, Huitzilopochtli. Mientras esperaban, hablaron con ellos. Por lo que contaban los lugareños, se dieron cuenta de que el tiempo allá no transcurría como en Tenochtitlan; que en Aztlán nadie envejecía, que las personas con las que hablaban eran en realidad contemporáneas de los fundadores de la ciudad, suceso acontecido hacía más de un siglo. Navarrete pide al lector que participe en el juego de creer lo imposible. Para el lector contemporáneo, la leyenda de las cuevas de Aztlán resulta una fábula misteriosa, inasible desde la razón. El historiador pide que abandonemos esa lógica. Crean en lo que cuentan, dice. Háganlo para entenderlos. ¿Qué quieren decir los aztecas con que allí, en las cuevas, nadie envejece, qué significa? ¿Cómo se piensa el futuro cuando esto ocurre? ¿Existe un presente como lo pensamos nosotros, un ahora? ¿Conviven en el mismo plano tiempos pretéritos y venideros? Navarrete usa un término acuñado por Mijaíl Bajtín, cronotopo, para designar y comparar contextos espacio-temporales diferentes. El nuestro, el mexica o tenochca, el de Aztlán… Cronotopo, una forma de entender y narrar realidades. Cuando el subteniente Arquímedes habla de la cercanía de la muerte, de ese frío repentino, avasallador, plantea igualmente un cronotopo, el contexto espaciotemporal del enfrentamiento, el cronotopo del miedo. El tiempo se dilata en un espacio que se desvanece. Arquímedes y los demás dejan de estar en un lugar para ocupar una sensación fría, un presentimiento fatal. Por eso dice, con toda certeza, que la muerte se siente cercana. Lo que dice tiene sentido para los que han estado en su posición, pero ¿y los que no? ¿Qué significa sentir la muerte cerca, qué es ese frío? ¿Es el miedo? Creerle es un ejercicio de fe. Ajenos a su cronotopo, los demás aspiramos a entenderle a partir de nuestro propio miedo. ¿Qué nos dice nuestro miedo del suyo? ¿Qué dice su miedo del nuestro?

Tanques en el Zócalo en la Ciudad de México en 1968. Fuente: Wikimedia Commons.

Algo importante. ¿Tiene derecho a sentir miedo el soldado? ¿Tiene derecho a sentir miedo el representante de una institución poderosa y déspota? Arquímedes siente miedo, pero antes del miedo se alimenta de adrenalina. Y de un deseo: ojalá me toque un enfrentamiento. Esas palabras esconden institución, desvelan la existencia de una seguridad innata al funcionario. Son el uniforme emocional del que se siente respaldado. Pero luego, cuando siente miedo, cuando le disparan, cuando es consciente de su vulnerabilidad, la institución le abandona. O él abandona la institución. Arquímedes ya no es un soldado del ejército mexicano. Arquímedes es miedo, miedo que hiede a muerte y es frío. Un presentimiento. Igual que el olor a humedad en la tierra antes de que llueva.
Soldados como Arquímedes fueron entrenados para atacar y defenderse de agresiones. Para producir daño. Los soldados (en genérico) han matado, torturado, desaparecido, violado. ¿Tienen derecho a sentir miedo?
Éstos son algunos extractos de las entrevistas que hicimos con soldados entre 2015 y 2018:

—Cuando estás en un enfrentamiento sudas, entras en un shock de ¿qué va a pasar? ¿Voy a morir aquí? Algunos compañeros los ves llorando, otros repeliendo, otros defendiéndose, otros diciendo “Órale, cabrón, ¿piensas morir aquí?” En tu cabeza sólo pasa si vas a morir o no. En ese momento, un segundo, unos segundos, te acuerdas de que tienes familia y pones en juego todo lo que tienes y como todos, de que lloren en tu casa, pues que lloren en la de él, lamentablemente.
—Yo creo que el que diga que no sintió miedo sería un mentiroso. La verdad es que te da miedo y adrenalina porque el miedo a morir y la adrenalina te hacen responder una agresión, te hacen no quedarte inmóvil, al menos en mi caso.
—Sí, de hecho, siempre hay miedo, en el momento sientes adrenalina, pero ya después como que te pones a pensar bien las cosas y, pues, qué bueno que no pasó.
—En ese caso de nuestro compañero, pues dos, tres compañeros, sí reaccionaron así con instinto de [risas] “a éste para qué lo dejamos vivir”, “aquí le metemos un plomazo” y sí le apuntaron, le metieron el arma en la boca; o sea, muchas cosas y le dijeron de cosas que ya se lo iba a cargar su chingada madre, cosas así; o sea, palabras fuertes.
—No, pues cuando tienes compañeros con miedo en un enfrentamiento, los tienes que hacer reaccionar; o sea, les empiezas a hablar: “tranquilízate”. Si no, pues buscas a alguien y lo dejas allí: “aquí detenlo, que no se mueva” porque el miedo que él tiene también te puede matar. Él ya se quedó aquí, y de repente reacciona, pero ya no sabe cómo está la situación y de repente si uno que es un compañero pasa a su lado él piensa que puede ser otro y le dispara.
—Sí. Los primeros días sentía un buen de miedo y todavía hay miedo cuando sales porque, pues no sabes con qué te vas a enfrentar allá afuera, pero al final de cuentas te termina gustando.

DANIELA: Los soldados. Hombres armados. Hombres armados que torturan, violan, matan y desaparecen. ¿Tienen derecho a sentir miedo? PABLO: ¿Qué tanto Estado eres tú, soldado, cuando aprietas el gatillo? Es decir, ¿qué tanto eres Estado y qué tanto eres persona? ¿Es permisible que el militar, con su capacitación, su armamento, pueda tener miedo? Supongo que en la medida en que el individuo sienta —o no— al Estado detrás, el miedo es más o menos genuino y por tanto respetable. Y supongo que el equilibrio entre su miedo, la cercanía del Estado y la actuación discrecional que permite la distancia entre ambos nos da la respuesta. DANIELA: Mi punto es si una persona armada, que aparentemente no es vulnerable (porque está armada), con poder de hacer daño a alguien, tiene derecho a sentir miedo. PABLO: Yo creo que es una pregunta que hay que revisar en cada caso. Muchas veces me he preguntado qué tanto miedo sintieron los soldados que se enfrentaron a un grupo armado en Tlatlaya y acabaron asesinando a los supervivientes. ¿Fue el miedo el que les hizo actuar de ese modo? Y si fuera así, ¿les quita eso algo de culpa? O el chavo, el soldado que disparó su fusil calibre 7.62 junto al Río Bravo. ¿Qué le hizo disparar si nadie lo había agredido, si sólo venía una camioneta, si aún no sabía quién estaba dentro?
Cuando el soldado disparó su fusil 7.62, nosotros estábamos tumbados en el suelo, boca abajo, con cascos en la cabeza. Se oyó el disparo y entonces llegó el miedo. Bueno, el miedo: 300,000 preguntas llenas de angustia quitándole el espacio al oxígeno en los pulmones. ¿Qué pasaría ahora? Patrullar con soldados en la frontera había sido la norma durante varios días. Las historias de enfrentamientos, el ruido de fondo. Pero no pensábamos vernos envueltos en alguno. Así que aquella tarde en el Río Bravo, tumbados boca abajo, con los cascos en la cabeza, el disparo del soldado rompió la normalidad, nuestros esquemas. En el carro que había generado la escena, los cuerpos pecho tierra, la sensación de alerta y por último el disparo, viajaban tres migrantes y su pollero. Una de las migrantes era una niña, tendría tres o cuatro años.
PABLO: Me dio miedo por cosas que ya no iban a existir. Es decir, miedo de lo que podría haber ocurrido si nosotros no hubiéramos estado allí. Imagínate: soldados sin miedo, llenos de adrenalina. ¿Les habrían hecho daño a ellas? Supongo que estar ahí fue buena suerte para ellas. Si no igual las detienen. O las matan.

Ciudad militarizada, México. Fotografía de Eneas de Troya, 2011. BY

Estamos en el sur de Tamaulipas, una semana de mayo del 2019. Estamos en un campamento donde personas fueron secuestradas, asesinadas y sus cuerpos calcinados. Es difícil explicar lo que se siente estar aquí sin caer en lugares comunes: miedo, escalofríos. El cronotopo del miedo. Las cosas que quedaron en este campamento motivan a imaginar cómo vivieron quienes estuvieron aquí. Las cazuelas de peltre y la basura de comida tirada alrededor nos dicen que aquí cocinaban arroz, frijoles y tomaban café caliente con Coffeemate; la tienda de campaña Coleman azul marino y el cobertor con estampado de león nos dicen que les servían para guarecerse del frío nocturno y de los insectos: abejas, pinolillos, garrapatas; la cuerda amarrada a un árbol a escasos treinta metros del lugar donde encontraron fragmentos de hueso calcinados nos dice que quizá las víctimas eran atadas en ese árbol (¿vivas?) mientras otros cuerpos eran quemados. Todo esto nos lo cuenta uno de los peritos que trabajan la zona. Como perito, su labor es mirar, entender y reconstruir lo que sucedió en este lugar. Mirar, entender son verbos que implican pensar como pensaron los malos, asumir su lógica, “ponerte en su lugar”. Mientras el perito relata con detalle el uso que se le habría dado a cada cosa encontrada y la forma en que se organizaron en ese campamento, le preguntamos si no tiene pesadillas, si no tiene miedo. Él nos dice que no, que es parte de su trabajo. Su trabajo: pensar como los malos, abrir la puerta a entender los detalles de la crueldad más allá de lo que la evidencia muestra. Acercarnos al mal no por haberlo provocado, sino porque hay disposición para hacerlo. Entonces uno puede imaginar para qué sirve una cuerda amarrada a un árbol, en ese contexto. Seguimos conversando con el perito mientras descansa y se refresca; ahora hablamos de las víctimas, nos dice que encontró un paquete de toallas sanitarias y eso le hizo pensar en que hubo mujeres ahí. ¿Te imaginas lo que sintieron las personas que estuvieron aquí? ¿Te imaginas lo que sienten sus familiares que están aquí, recuperando huesos? Él nos dice que no, que no es capaz de imaginarse tanto dolor. Pensamos en voz alta “es posible imaginar lo que los malos hacían en este lugar, pero no es posible imaginar el dolor de las víctimas”. Ese espacio de dolor es un lugar desconocido para nosotros. Concluimos de manera apresurada: es más fácil ponerte en el lugar del mal que en el del dolor. Quizá porque tenemos miedo. Miedo de estar en ese lugar de vulnerabilidad total, de sufrimiento, de horror.
Primera ley de los cronotopos del horror: pensar ahora, en el presente, qué pudieron hacerle a tu hija. Qué, cómo, durante cuánto tiempo. Pensarlo todo en un segundo. Convertir ese segundo en todos los segundos de los siguientes diez, quince, veinte años. No sanar. Porque sanar es dejar de imaginar, dejar de tener al alcance la posibilidad remota de encontrar. La posibilidad remota de algo.
Un momento, lado A:
Teníamos varios meses entrevistando a un grupo de soldados. Un día, al terminar las entrevistas, uno de ellos me dijo: “la cagaste, ellos ya saben que estás aquí, ya te pusieron el dedo. Nomás te digo que te cuides, porque te van a levantar y te van a hacer la desaparecida”. No recuerdo exactamente qué sentí o pensé. Recuerdo que me dieron náuseas, que se me pusieron las manos heladas, que me paralicé. Quizá le dije algo así como “lo siento” y me dirigí a la salida del lugar donde estábamos conversando. Saqué mi teléfono y le marqué a una amiga para que me recogiera. Tenía miedo de tomar un microbús y que me secuestraran, tenía miedo de llamar a un Uber, que intervinieran mi comunicación y me secuestraran. Mientras caminaba hacia la salida, vi a un grupo de mujeres y me les pegué porque no quería estar sola. Tenía miedo de estar sola. Mientras caminaba junto a ellas por mi cabeza pasaba todo lo que había leído estos años en expedientes sobre crímenes cometidos por soldados, recordé todos los relatos que había escuchado de víctimas, de sus familiares, de sus defensores. Y me dije “sí, sí te pueden desaparecer. Tú sabes que lo hacen”. Mi amiga llegó en su auto y condujo sobre una avenida grande hacia un lugar seguro. De pronto un convoy militar pasó cerca y entonces comencé a llorar, por miedo, por ponerla en riesgo. Ella me dijo que me calmara. Lo único que yo quería en ese momento era tomar a mi hija (sólo tenía a Naira) y abrazarla y resguardarnos en casa y no salir nunca más de ahí. Pero al mismo tiempo no quería ir por mi hija, porque pensaba que si nos encontraban juntas a ella también le harían daño. Lo único que yo quería era protegerla y yo no podía protegerla. Me sentía como infectada, como si mi presencia dañara a quienes me rodeaban, a mi amiga, a mi hija, a mi pareja. En esas horas sentí que no había un lugar seguro para mí. Quería desaparecer del mundo.

Botas negras. Fotografía de Júbilo Haku. BY-NC-ND

Han pasado algunos años de ese momento y el miedo que sentí reaparece repentinamente. Hay cosas que lo activan. Mi vida quedó imbuida de ese miedo. A veces quisiera des-sentir eso. A veces quisiera des-leer y des-escuchar todos los relatos de horror. Que ya no habiten mi cuerpo.
Contaminación negativa: el daño que le puedo causar a Naira por estar conmigo. El miedo a que Naira sufra porque yo me equivoqué. Porque un soldado diga que me equivoqué.
Contaminación positiva: el daño que no le hacen a las tres migrantes porque estábamos nosotros.
Esas cosas pensamos.
Un momento (posible), lado B:
Gracias a la ayuda de varias amigas, compañeras (entre ellas mi familia y personas especializadas en terapia emocional y de seguridad) llegamos a una conclusión. Entendí, entendimos, que ese soldado me amenazó para salvarse. Es decir, que ese soldado me amenazó para alejarme de él porque mi (nuestra) presencia ahí lo ponía a él y a sus compañeros en riesgo ante sus mandos. Amenazarme fue la forma que él encontró para alejarme, alejarnos, y protegerse. Generarme a mí el miedo, generarnos miedo, y protegerse así de sus propios miedos.

Este texto surge a raíz de la investigación abierta “Ca­dena de mando”, que realizan Daniela Rea, Pablo Ferri y Mó­nica González. Hasta el momento, los resultados pueden con­sul­tarse en cadenademando.org y en La Tropa, Por qué mata un soldado (Aguilar, 2019). Para mayor información véase la re­­seña del libro publicada en la edición Lenguajes (julio-agos­to, 2019) de esta revista.

Imagen de portada: Tus campiñas de sangre se rieguen… Fotografía de Júbilo Haku, 2009. BY NC-ND

  1. Nombre falso