El interés de Todd Field por el melodrama se circunscribió en sus dos primeras películas —In the Bedroom (2001) y Little Children (2006)— a un ambiente muy preciso: la vida suburbana de la clase media estadounidense. La intención de estas películas es desenmascarar las pasiones sórdidas, contradictorias y hasta criminales que laten tras la aparente sensatez de las familias felizmente establecidas. Resulta llamativo entonces que en su última película haya decidido cambiar por completo de medio y de tipo de personaje. Tár (2023) sucede en el mundo competitivo y apasionado de la música clásica, y su protagonista es una famosa directora de orquesta. Estas diferencias no son infructuosas. Al contrario, las tendencias ya presentes en las dos primeras películas de Field incorporan al relato de este personaje un tono y un punto de vista mucho más significativos que los que podían aportar a la crítica de la normalidad suburbana. Tár es, por lo tanto, la mejor película de Field.
En In the Bedroom, a un matrimonio de mediana edad (interpretado por Sissy Spacek y Tom Wilkinson) lo embarga el duelo después de que su único hijo es asesinado en una pelea con el exesposo de su novia, un individuo voluble, violento y egoísta que no despierta confianza alguna. Pero como nadie presenció el evento y no se puede desmentir su versión de los hechos, según la cual el arma homicida se disparó por accidente en el forcejeo y no se trató de una ejecución a sangre fría, es probable que el juez lo condene a una sentencia reducida. Los padres no son capaces de soportar esa posibilidad y nace en ellos un deseo de venganza que es también de justicia, pero que jamás se define claramente en un sentido o en otro. Sus motivaciones se desarrollan independientemente de una conciencia moral, pero también de una lógica de carácter, pues las actuaciones no enfatizan la psicología de los personajes. Al contrario, los planos neutralizan las pasiones de la pareja y favorecen el retrato de sus hábitos mundanos. Este distanciamiento dota a lo cotidiano de una densidad asfixiante. Por ello, cuando el padre lleva a cabo un acto desesperado, su venganza se convierte no solo en la búsqueda de una satisfacción retributiva, sino en un genuino gesto de rebeldía amoral contra la cotidianidad que no responde al dolor propio.
Un conflicto similar ordena su segunda película, Little Children, que cuenta el amorío entre Sarah (Kate Winslet) y Brad (Patrick Wilson) en un suburbio estadounidense. Ambos están en matrimonios infelices, tienen un hijo que cuidan mientras sus parejas trabajan y no han satisfecho sus metas profesionales. Su nueva relación la viven como una lucha contra la insulsa medianía que los consume. Al igual que en In the Bedroom, la dimensión moral de las pasiones es ambigua y se presenta más bien como estallidos espontáneos que no se ordenan alrededor del sentido del deber, sino más bien como una reacción inmediata a la estrechez de miras de su medio social. Sin embargo, aquí el contexto nunca adquiere una densidad propia que haga de su rebeldía algo significativo. Como también hay un distanciamiento que anula la posibilidad de un trabajo caracterológico atractivo, las pasiones de los personajes se convierten en caprichos arbitrarios. Hay cierto humor en estos vaivenes del ánimo y la presencia actoral de Winslet y Wilson irradia carisma, pero su volubilidad es demasiado dispersa para crear un drama satisfactorio o una comedia inteligente. El énfasis con el que se muestra la cerrazón mental de las personas del vecindario y la facilidad con la que tienden al pánico moral sugieren que a Field le interesa jugar con el límite en el que las pasiones tocan lo prohibido y producen indignación colectiva. La película se divierte con pequeños escándalos que no contribuyen a profundizar en los personajes, pero que alimentan el deseo de ver revolcadas en el lodo a las buenas conciencias suburbanas: un esposo correcto que se masturba con la tanga de una estrella porno, sexo adúltero sobre una lavadora, el asesinato accidental de una viejita amorosa, coqueteos indebidos en el parque, fajes descarados en un campo de futbol, entre otras cosas. En estas llamativas manifestaciones de los bajos impulsos que habitan tras la apariencia de normalidad hay poco más que un gusto basto por ridiculizar la moral tradicional, el cual se antepone a una genuina preocupación por el desarrollo de los personajes. Todo esto hace de Little Children una película fallida.
Tár guarda claras similitudes con el trabajo anterior de Field: un interés por el escándalo moral que enerva a la opinión colectiva, un conflicto declarado entre las expectativas de la sociedad y los impulsos de la protagonista, ambigüedad sobre el verdadero carácter moral de su personaje y un humor tenue que gusta de considerar cómo las bajas pasiones laten bajo las formas más dignas del prestigio. Hay, sin embargo, una diferencia capital: la protagonista, Lydia Tár (Cate Blanchett), no es una persona común y corriente. Es una figura de autoridad y fama que debe administrar aspiraciones y expectativas profesionales. El conflicto entre sus deseos personales y las costumbres colectivas no es irresoluble. Al contrario, es un continuo juego de astucia en el que debe mediar entre sus responsabilidades externas y sus apetitos internos. Se trata de constatar que hasta las aspiraciones artísticas más elevadas son inseparables de los juegos de poder.
El relato cuenta la caída de Tár, quien recientemente coronó su trayectoria al ser nombrada directora titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Su éxito se derrumba cuando una de sus antiguas pupilas se suicida y salen a la luz sospechas de que Tár se ha aprovechado de su poder para seducir mujeres jóvenes, además de que comúnmente intercambia beneficios laborales por favores personales. Con esta inversión completa del valor de su figura colapsan su carrera y su matrimonio. Si la primera escena presenta a la protagonista elevada a las cimas del triunfo curricular, la última la coloca en el escalón más bajo que puede ocupar alguien de su profesión. Tár pierde la confianza de sus pares (aunque no su talento artístico). Su grandeza no se presenta como la del genio creativo, pues la película elabora poco sobre los detalles de su oficio. Ella es más bien una celebridad acostumbrada a ocupar el centro de atención y el vórtice de intereses diversos. Su fracaso es entonces el de un gesticulador al que se le cae la máscara y ya no convence a su público.
El personaje de Blanchett sabe manejar los mecanismos institucionales para cumplir con su trabajo, aunque en verdad sus motivaciones sean egoístas. Así lo confirman los ardides que acomete para satisfacer los estándares de excelencia de la Orquesta Filarmónica, a la vez que otorga un protagonismo inusual a una violonchelista con el fin de acercarse a ella y seducirla. Estamos ante alguien que ha aprendido a esconder sus inclinaciones privadas tras una apariencia de objetividad. Cuando nos enteramos de que proviene de una familia de clase media-baja y que para hacer carrera participó sin reservas en las intrigas políticas necesarias, la astucia con la que burla los controles institucionales se nos revela como algo más que la necesidad de satisfacer sus apetitos sexuales: es la inteligencia de quienes saben imponer su voluntad sobre los requerimientos formales. Su egoísmo no es antisistémico. Al contrario, solo alguien con esa habilidad para manejar el poder que otorgan las formalidades habría llegado a su posición. La gravedad de sus gestos, su grandilocuencia carismática y la confianza que irradia incansablemente en sí misma son algo más que hipocresía y seducción. Como todas las grandes figuras públicas que administran la autoridad, Lydia Tár es una actriz nata.
No hay cinismo ni malicia en esta dualidad, pues la máscara es su verdadero yo. La teatralidad es inseparable de su talento en el oficio (podría decirse que los directores de orquesta expresan la partitura con los movimientos de su cuerpo para materializar su interpretación de la misma). No se trata solo de mentir por amor al poder: ella encuentra una satisfacción natural en dirigir voluntades. Por eso cuando la despiden de Berlín y halla un trabajo similar en una orquesta juvenil y amateur de algún país asiático emprende su nuevo empleo con un gusto evidente. Le apasiona encarnar un ritmo y otorgar credibilidad expresiva a la pauta inerte en la hoja de papel. Su talento es el de los histriones y los políticos: convencer a su audiencia transmitiendo una emoción genuina. Hay grandeza en ello, pero también oportunidad para la mentira, la manipulación y la injusticia. Esta es la ambigüedad de su personaje. Aunque cometió actos que la hacen culpable, nunca es por completo vil. Ama genuinamente a su hija y tiene límites morales (le asquea el ofrecimiento de una prostituta menor de edad). En su caída hay justicia, pero también exceso. El mundo quiere humillarla y destruirla tan pronto descubre su falta. Hay un video editado con evidente mala fe que pretende dar a entender que acosó a uno de sus estudiantes de Juilliard. Los aliados que antes se hacían de la vista gorda ahora le dan la espalda. La valoración pública es tan caprichosa como los apetitos de Tár. Nadie es inocente.
Como en sus otras películas, Field disfruta enormemente la ambigüedad moral de sus personajes, pues le permite colocar en primer plano la irracionalidad que late en sus pasiones. Convierte así los actos desesperados, el nulo miedo al ridículo y el placer por el escándalo colectivo en un retrato vivaz del humor caprichoso con el que el favor público se otorga o se niega.
Imagen de portada: Fotograma de la película Tár, de Todd Field, 2022