Los adioses, tristes riquezas
No sé si un libro empieza en el epígrafe, en el primer párrafo o en las solapas. En los forros, por lo que hace el primer golpe de vista de una imagen, una tipografía, un nombre o un título. Hace dos semanas le regalé a mi abuela Carolina y otras despedidas de Elvira Liceaga. Tengo la tradición de regalarle libros sin motivo necesario. Pero ahora coincidió con que era su cumpleaños y quise darle estos cuentos porque me gustaron mucho, por un lado, pero también porque la letra es grande. Mi abuela tiene dificultades al leer letras pequeñas. Para asegurarme de que sí lo leyera, además le regalé una lupa. Mi abuela vio la portada y se emocionó por algo que definitivamente yo no había calculado. “Mi mamá se llamaba Carolina”, me dijo feliz. Como si importara más el nombre que las despedidas. No sé si el libro empieza en esa portada dibujada por Alejandro Magallanes, al preguntarnos quién es Carolina, o si empieza en esos rostros que no alcanzan a verse bien. Al contarlos y adivinar de cuántos cuentos está compuesto, de quiénes son esas caras borradas, unas más que otras. Si se borran porque son anónimas y ya jamás las conoceremos. Pero basta leer el libro para descubrir una a una sus identidades. La primera vez que leí el libro, no tenía portada aún y abría con “Carolina”. La segunda vez, mi lectura empezó en la portada y en el índice. Luego releí sólo: “Don Luis” y “Carolina”, en ese orden, porque me habían gustado especialmente. La tercera vez, empecé en el epígrafe y lo releí hasta que cobró un sentido que no había notado. Como esa imagen borrosa que de pronto se vuelve nítida, ya sea al asomarnos por la ventana de la casa o de nuestra propia conciencia, y se arma un rompecabezas total frente a nosotros. Carolina y otras despedidas no trata sólo personajes. Es, sobre todo, acerca de las múltiples formas de decir adiós. Así, el epígrafe que habla de la experiencia nos hace un alto en el camino para que volteemos atrás. No sé en el fondo cuándo empieza un libro. Si en la cuarta de forros o en la cubierta, si en el primer cuento la última vez que lo lees, o en ese epígrafe de Josefina Vicens, que había pasado desapercibido:
Porque la experiencia es eso: una triste riqueza que sólo sirve para saber cómo se debería haber vivido, pero no para vivir nuevamente.
La verdad es que quizás un libro no empieza ni termina nunca del todo. Igual que pasa con las despedidas. Es imposible determinar en qué momento una relación comienza a terminar, cuándo un adiós es realmente eso, cuándo sólo nos alejamos de alguien sin haber podido decirle nada. No todo en la vida tiene cierres claros ni principios precisos. Pero si algo deja este libro es una atmósfera de puntos finales que se extienden suspensivos hasta la eternidad, hasta que la memoria nos alcance.
Un poco sobre mis cuentos favoritos: Lo que más me gusta de “Carolina” son los paralelismos que hace entre el cuerpo de la madre y el de su amiga, la distancia afectiva que se ve reflejada siempre también en la piel. Y en los objetos cotidianos, como las playeras viejas que usas de pijama. O los archivos de tu computadora que ya perdieron vigencia y puedes tirar a ese bote de basura virtual (¿o simbólico?). “Don Luis” tiene el nombre del padre pero es la hija quien narra y, desde su punto de vista, se construye la imagen de él y de paso la suya. Es sobre un momento de tensión que representa cualquier relación entre una hija adulta y un padre viejo; cuando se reencuentran después de una larga espera, siendo ya otros, aunque bien parece que sus cuerpos siguen habitando un lugar perdido en el tiempo. ¿Se quedaron en esa primera infancia, o segunda o tercera? Ambos parecen situarse en un espacio que no es un automóvil, aunque éste los coloque en un presente absoluto, un tiempo que corre sólo porque el coche se desplaza por el tráfico de una ciudad. En el recorrido hay saltos en el recuerdo de ella, pero sólo para llegar al momento en que el auto se detiene. El cuento acaba cuando llegan a donde van. Acaso sí sean los mismos. Tal vez idealizamos el pasado o esperamos demasiado del presente. Y una despedida cura ese desfase. Recoloca las almas en los cuerpos, pone los puentes entre dos personas en su lugar.
La primera vez que leí Carolina… pensé que se trataba de una novela. Que sin decirlo todos los cuentos (o capítulos, como yo me imaginé que eran) estaban relacionados entre sí. Mi mente intentó armar un rompecabezas que a veces no tenía sentido. Pero yo se lo daba: Carolina debe estar leyendo a Fernando del Paso. Ésa debe ser la amiga de Carolina de niña. Ésa debe ser la narradora del principio, ahora trabajando. No sé decir qué unía todas esas historias de manera tan entrañable. Tal vez el claro vínculo entre la narradora de “Don Luis” que menciona el cuento de “Carolina”. Pensé que siempre se hablaba del mismo personaje. Distintas voces, sí, porque nunca somos los mismos. Pero todas parte de un solo relato. Todos los textos comparten que el adiós no tiene nada de malo, y también es lo peor en su momento. Los cuentos narran esa despedida en presente, aunque el tiempo del relato esté conjugado en pasado. El conjunto esboza un adiós como desprendimiento. Como cierre. Pero también como algo nuevo. Como ese gato que dibuja Magallanes en el colofón, un rompecabezas que una vez armado es posible releer y reconfigurar. Perdimos o ganamos. Adiós y a volver a empezar.
La primera vez que vi a Elvira no fue la primera que oí su voz. Sin embargo, recuerdo bien cuándo fue la última vez que la escuché. Cotidianamente la oía en el programa de radio que tenía en los dos mil, hasta que un día leyó una carta donde contaba que se iba a seguir su verdadero sueño: ser escritora. Que se iría a estudiar a Nueva York. Voy a extrañar esa voz, pensé. Ya había llegado hacía rato a mi casa, pero cuando empezó a leer la carta, no me bajé del coche. Tal vez lloré con ella cuando se le quebró la voz, quién sabe por qué. Por emoción, pienso ahora. Porque no es fácil tener la valentía de dejarlo todo para seguir un sueño. La primera vez que vi a Elvira fue en un trabajo que tuvimos juntas. Era raro ponerle cara a una voz. Que ahora fuera esta persona con la que tantas conversaciones viviría ese año. Quería contarle que ya la conocía. Pero esa relación tan poco recíproca quizá podría incomodarla. Yo te oía, quería decirle. Escuché tu carta de despedida, iba un poco dirigida a mí también porque yo te acompañé ese tiempo y ahora te ibas. Buen viaje, Elvis, quise decirte. Y ahora que estás de vuelta: bienvenida. Pero ella no me conocía. Nos acababan de presentar oficialmente. Y decidí no hacer ni decir nada. ¿Por qué no ha escrito un libro?, pensé. Y a los pocos meses me pidió que leyera éste, cuando todavía era un borrador. Leí Carolina… antes de nacer. Ésa fue la primera vez que oí su otra voz: la de una narradora despidiéndose de sus personajes en cada cuento, así como años atrás lo había hecho en esa carta.
Vuelvo al epígrafe, un fragmento de El libro vacío de Josefina Vicens, que técnicamente podría ser el verdadero principio de Carolina… Lo releo luego de hablar del pasado con mi papá. De pensar en don Luis. De escribir fragmentos sin un aparente vínculo entre sí. Todos son sobre el adiós. Sobre el pasado. Sobre nuestra incapacidad para actuar a partir de lo que quedó ahí. Somos presente. Testigos impotentes de eso que no podemos deshacer ni repetir. Por fortuna y por desgracia. Y luego pienso que no. Que los adioses no son necesariamente el fin de algo. Que a veces, como en su carta leída al aire, como en éste, su primer libro, son el principio (doloroso, sincero, desgarrador) de todo lo nuevo que está por venir.
Caballo de Troya, México, 2018
Imagen de portada: Alejandro Magallanes, ilustraciones para Carolina y otras despedidas, 2018