La capacidad para tomar decisiones, preocuparnos por el destino de otros, procurar nuestro bien y buscar la felicidad, es decir, todo lo que englobamos en el término condición moral, ¿tiene origen en la evolución biológica? Es sorprendente que durante siglos muchos pensadores no se hayan planteado esta pregunta, y todavía más inquietante que algunos hayan creído que la moralidad humana tuviera un origen independiente del de la evolución. Por eso, comentaremos aquí una hipótesis: las capacidades neurocognitivas y emocionales que son la base fundamental de la moralidad humana fueron seleccionadas como producto de la evolución de nuestra especie. Si así fue, esos rasgos deben haberse compartido, en algún grado, con otras especies de mamíferos con ancestros comunes. La segunda parte de la hipótesis es que este equipamiento neurobiológico dio lugar a la diversificación cultural y geográfica de los códigos morales, de modo similar a como se diferenciaron las lenguas a partir de unas estructuras biológicas innatas. En otras palabras, la diversidad moral (cultural) evidente tiene origen y bases evolutivas, incluyendo el juicio moral. La razón de ese “olvido” del origen evolutivo de la moralidad se puede rastrear en el prejuicio de especie que se denomina antropocentrismo y, particularmente, en el intelectualismo moderno que concibe que los seres humanos son racionales y que sus instintos están debilitados o apagados. El pensamiento occidental se ha caracterizado por la idea de que los humanos tienen propiedades ontológicamente distintas y superiores a los demás animales. El antropocentrismo se ha fortalecido en la idea (o más bien mito) de que los demás animales no poseen capacidades cognitivas como nosotros y que, por tanto, no tienen ningún tipo de moralidad. Durante siglos, el pensamiento moderno, tamizado por el racionalismo antropocéntrico, ha sostenido que sólo el ser humano es consciente de sí mismo y capaz de actuar con base en decisiones. Sin embargo, los etólogos, los biólogos evolucionistas y, particularmente, los primatólogos como Frans de Waal,1 han venido cuestionando esos prejuicios. Gracias a los planteamientos de filósofos como Peter Singer (su Liberación animal en 1975 inauguró la crítica filosófica al antropocentrismo) y los estudios de etología, se ha repensado el origen evolutivo de las capacidades morales de nuestra propia especie. En muchos seres vivos se expresan conductas de interés por uno mismo y cuidado de otros. Este egoísmo altruista o altruismo recíproco parece ser la fuente de toda forma de moralidad, pues está muy presente en todas las especies. Se manifiesta en la preocupación y preferencia por los miembros de la propia progenie, pero también se han verificado muchas formas de altruismo desinteresado, por el que algunos animales son capaces de cuidar intencionalmente a individuos de otras familias y de otras especies.2 En contraste, la moralidad humana ha ido más allá del egoísmo altruista y del nepotismo natural hasta llegar a la obligación social de asumir deberes hacia la comunidad, la nación, la humanidad, los demás animales e incluso con toda la naturaleza. Aldo Leopold3 planteaba así una “ética de la Tierra” como una consecuencia de la expansión de la conciencia ética de nuestra especie en relación con toda la vida. Leopold pensaba que esta ética incluyente de todos los seres vivos ha emergido como una necesidad evolutiva de autoprotección y cohesión de la comunidad biótica de nuestro planeta. La tradicional negación en Occidente de la capacidad moral de los animales no humanos está emparentada con la idea de que entre el humano y el resto de los seres vivos existe un abismo ontológico. Esa idea de “excepcionalidad humana” en la naturaleza, como la identifica Jean-Marie Schaeffer,4 ha fungido como base ideológica de la exclusión de todos los animales sintientes de la comunidad ético-política y jurídica, y de la supuesta superioridad y exclusividad moral de los seres humanos. Pero esa concepción ya no se sostiene con las evidencias empíricas de la investigación científica actual. Es notable que en la civilización moderna occidental las ciencias naturales (las biológicas, en especial) hayan defendido, al menos desde el darwinismo, la idea de la continuidad y comunidad biológica de todos los seres vivos; mientras que las humanidades, las ciencias sociales y también las artes hayan defendido, en contrapartida, la tesis de la distinción radical y excepcionalidad de los humanos con respecto a la comunidad biótica de nuestro planeta. Por ello, la nueva forma de investigar el fenómeno de la moralidad es lo que constituye el “programa de naturalización de la ética”, que viene en marcha en los últimos años gracias a diversos trabajos de autores como Frans de Waal, Michael Tomasello, Steven Pinker, Christopher Boehm, Robert Wright, Peter Singer, Jesús Mosterín o Jorge Riechmann, entre otros. Este programa de investigación trata de indagar cómo y a partir de qué causas naturales los seres humanos valoran y actúan, independientemente de las representaciones sociales que moldean sus creencias. Ahora bien, no se puede sostener que la ética evolucionista ya esté contenida en las investigaciones de la psicología evolucionista o de la etología. Por el contrario, éste es un nuevo campo multidisciplinario que apenas comienza a emerger y que podría ser una de las grandes revoluciones científico-filosóficas del siglo XXI, pues transformará radicalmente nuestra propia autocomprensión como animales morales. Se suele considerar a Darwin, a partir de sus estudios El origen del hombre (1871) y La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872), como el iniciador de una ética evolucionista. Darwin postuló que los rasgos que distinguen la capacidad moral de los humanos, como los actos de altruismo o cooperación, deben haber sido comunes con otros primates y que, probablemente, fueron seleccionados en periodos mucho más arcaicos al desarrollo del Homo sapiens. Fundada en esas intuiciones, la ética evolucionista pone en juego dialéctico la evolución y la condición moral humana. La sociobiología de Edward O. Wilson postuló en el siglo XX que el cuidado parental de la descendencia, la elección de pareja reproductiva, la agresión, el altruismo y la cooperación social son rasgos de comportamiento que se seleccionaron evolutivamente. No obstante, las críticas más frecuentes a la sociobiología de Wilson se centraron en que su teoría era determinista y que sus tesis de la selección social y transmisión genética del comportamiento sobreestimaban algunos rasgos e implicaban una negación del libre albedrío. Los críticos —biólogos y antropólogos principalmente— señalaban que la sociobiología era conservadora y reforzaba la idea de que las diferencias sociales son naturales e inmutables. Más bien parece que puede haber una combinación de herencia cultural y de herencia biológica en la moralidad humana. La psicología evolucionista5 ha intentado recientemente superar los problemas de la sociobiología centrándose en explicaciones descriptivas y no en prescripciones deterministas. La ética evolucionista puede apoyarse en la psicología evolucionista y debe ser mucho más precavida teóricamente, para no caer en la “falacia naturalista” que salta de la descripción de hechos naturales a la afirmación prescriptiva de deberes o valores. En ética evolucionista podemos sostener que existen rasgos o características invariantes en las formas de comportamiento que han permanecido en el tiempo; en este sentido, que son “naturales” e innatas, como causas últimas, una vez que se extendieron a todas las poblaciones humanas; pero eso no significa que no puedan cambiar, ser moduladas por la cultura y la experiencia individual, mutar o inhibirse en condiciones ambientales y sociales distintas. El tiempo evolutivo es mucho más dilatado que el de los cambios sociales, pero quizá los factores normativos que influyen en el comportamiento puedan acelerar algunas mutaciones neurocognitivas. La diferencia es que una sociedad que se hace consciente de las tendencias naturales del comportamiento humano (como el nepotismo, el patriarcalismo, la xenofobia o la competencia agresiva entre individuos y grupos) puede moderar o controlar esos impulsos y generar estructuras e instituciones normativas que los refrenen. En lo futuro, el programa de naturalización de la ética tendrá que desarrollarse en dos vertientes diferenciadas pero articuladas para construir una teoría biocultural de la moralidad en diversas especies y, en particular, en la historia humana. 1) La investigación neurobiológica y psicológica evolutiva y, 2) la reconstrucción paleontológica e histórica de la moralidad humana. Por ello, la ética evolucionista constituye uno de los programas de investigación más fascinantes de nuestro tiempo, ya que podría transmutar para siempre nuestra comprensión de la naturaleza humana.
Imagen de portada: Peter Singer
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Frans de Waal, ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, Tusquets, Madrid, 2016. ↩
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Michael Tomasello, A Natural History of Human Morality, Harvard University Press, Cambridge, 2016. ↩
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Aldo Leopold, Una ética de la tierra, Libros de la Catarata, Madrid, 2000. ↩
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Jean-Marie Schaeffer, El fin de la excepción humana, FCE, Buenos Aires, 2009. ↩
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Véase Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2003. ↩