En el cuento “La migala” de Juan José Arreola, el terror y el horror son algunos de los síntomas del miedo que el personaje siente, el horror se enlaza a la confrontación y el terror a la contemplación y a la expectación de algo que no sabemos si realmente está o no está, de algo que puede o no ocurrir. El miedo, como veremos, se puede presentar en varias formas, tanto en nuestra imaginación como en el mundo que nos rodea, o en una combinación de ambos, además de que nos provoca diversas reacciones tales como la huida o la parálisis. Veremos a continuación por qué y cómo ocurre esta emoción. El miedo es algo contra lo que solemos luchar para lograr hacer ciertas cosas, como tirarnos un clavado desde una altura considerable. Desde pequeños nos repiten que debemos quitarnos el miedo para poder hacer lo que deseamos, pero resulta que el miedo “no se quita”, es parte de lo que nos permite movernos en el mundo, aquello que nos permite reaccionar y actuar de ciertas maneras en momentos cruciales de nuestra vida; es algo que, efectivamente, cambia la cualidad de las cosas para hacernos o no reaccionar en momentos específicos, pero ¿cómo ocurre?
Una de las personas que definieron el miedo como emoción primaria fue Charles Darwin. Además de escribir El origen de las especies, en 1872 escribió otro gran libro llamado La expresión de las emociones en los animales y el hombre. En esta obra Darwin describe el miedo, la alegría, el disgusto, la ira, la tristeza y la sorpresa como emociones básicas o universales de los animales y las explica como acciones debidas a la constitución del sistema nervioso, con independencia de la voluntad y, en cierta medida, también del hábito, en las cuales se pueden encontrar patrones generales de gestos corporales identificables. Para Darwin, el miedo es una emoción necesaria y con un papel adaptativo crucial, pues permite a los individuos de una especie reaccionar y evitar a depredadores o a otras circunstancias peligrosas en su entorno. La búsqueda para localizar el miedo en el cerebro se ha dado desde hace muchos decenios. La primera vez que la amígdala (un grupo de núcleos encontrados en el lóbulo temporal profundo) se asoció al miedo fue en la década de 1930, cuando dos científicos, Heinrich Klüver y Paul C. Bucy, removieron los lóbulos temporales de unos macacos Rhesus. Sin amígdala estos primates se aproximaban a objetos y animales que normalmente rehuían, como serpientes u otros macacos. Klüver y Bucy atribuyeron este comportamiento a la ausencia del miedo, causada directamente por la falta de amígdala, y lo llamaron “ceguera psíquica”.1 Siguiendo estas ideas, Joseph LeDoux planteó en El cerebro emocional una hipótesis que tiene que ver con explicar el miedo como un conjunto de respuestas psicológicas y corporales que ocurren de manera universal en una ruta que se activa cuando nuestro cuerpo debe reaccionar a un estímulo dado. LeDoux afirma que el elemento esencial de esta ruta es la amígdala, que detona la emoción a través de reacciones estimulantes e inhibitorias que se producen en un sistema de respuesta emocional, presente tanto en animales como en humanos, en el cual el estímulo sensorial provoca respuestas defensivas que activan la amígdala. Ésta a su vez enciende otros sistemas motores que permiten adquirir una postura defensiva o huir, dependiendo de la situación. Para ello, LeDoux estableció dos rutas posibles: la ruta talámica (vía tálamo-amígdala), que activa rápidamente una respuesta emocional de tipo acercamiento/alejamiento basada en informaciones sensoriales elementales, sin identificación consciente del objeto inductor; y la ruta neocortical (vía córtico-amigdalar), que es la detonante de reacciones emocionales más complejas, más diferenciadas, más lentas y basadas en informaciones sensoriales más integradas. Sin embargo, esta idea de la activación de la amígdala por parte de la estimulación del neocórtex es consistente con una noción clásica de que el procesamiento es postcognitivo. Por otro lado, la activación de la amígdala por parte de inputs talámicos es consistente con la hipótesis de que el proceso emocional puede ser preconsciente y precognitivo, de manera que al menos en los mamíferos se da de forma universal. El caso más estudiado con estas teorías es una señora denominada “SM”, afligida con una enfermedad genética que va obstruyendo gradualmente la amígdala durante la niñez y la adolescencia; esta enfermedad se llama Urbach-Wiethe. SM está saludable y posee una inteligencia promedio, pero su relación con el miedo es inusual. Se le hicieron todo tipo de pruebas con diversos estímulos que comunmente provocan miedo, como ponerle enfrente arañas o serpientes, pero ella no lo sentía. La razón atribuible era que tenía daños en la amígdala. Con base en ello y en la evidencia recolectada por LeDoux, la opinión general era que el centro del miedo en el cerebro es la amígdala. Pero entonces algo curioso se descubrió en los experimentos con SM: se encontró que podía sentir miedo viendo posturas de cuerpos de otras personas y también podía escucharlo en voces. También se encontró que sentía terror si se le pedía que respirara aire cargado con más dióxido de carbono: sin la cantidad adecuada de oxígeno, SM entraba en pánico. Esto llevó a ver que SM podía sentir miedo en ciertas circunstancias, a pesar de los daños en su amígdala.
Este caso dejó pocas dudas de que son las amígdalas, también en el caso humano, las estructuras cerebrales involucradas en la sensación del miedo. Sin embargo, estas posturas se consideran hoy muy “cerebrocentristas”, pues no toman en cuenta otros elementos que también son necesarios para que sintamos temor. De hecho, el caso de que SM sí se atemorizara en algunas circunstancias pone a pensar en qué otras cosas contribuyen a sentir miedo. Los estudios de neurociencia más recientes sugieren que emociones como el miedo no son una cadena incontrolable de reacciones, aunque se sientan así. Aparecen de manera distinta, como veremos a continuación.
El trabajo más importante del sistema cuerpo-cerebro es mantenernos vivos y saludables. Para lograrlo, nuestro cerebro constantemente trabaja para ayudar a ser el timón de todo lo que hacemos, pensamos y sentimos. En otras palabras, como lo dice Lisa Feldman Barrett en How Emotions Are Made, las emociones son la mejor manera de adivinar cómo nos debemos sentir en un momento dado. Pero las emociones como el miedo no están “alambradas” en el cerebro y listas para ocurrir, sino que se producen a libre demanda. Como resultado, tenemos más control sobre el miedo de lo que creemos. Esto se debe a que hay tres componentes principales que están todo el tiempo con nosotros: nuestro cuerpo, nuestro entorno y nuestras experiencias pasadas.
El cuerpo siente todas las sensaciones que nos ocurren, como nuestros latidos cardiacos, nuestra temperatura, cualquier dolor o sensación estomacal, etcétera, y le da al cerebro señales de lo que nos está ocurriendo y lo que necesitamos hacer.
El segundo ingrediente, el entorno, se refiere a las sensaciones provenientes del mundo: todo lo que vemos, oímos, olemos, probamos, saboreamos, y tocamos en el momento influye en lo que nuestro cuerpo se dispone a hacer, las señales de las que obtenemos un sentido para actuar al momento siguiente, lo cual a su vez influye en nuestras emociones.
El tercer componente, nuestras experiencias pasadas, es un factor crucial para la manera en que predecimos con el cuerpo y el cerebro. Nos refiere a nuestras emociones pasadas, de modo que si nos picó una abeja en el pasado, la siguiente vez que veamos una, todas las sensaciones de la picadura influirán en cómo nos comportemos en el momento actual: con miedo, de manera que trataremos de alejarnos de ella, aunque en realidad nada nos asegura que la situación se pueda repetir. Es decir que nuestro sistema cuerpo-cerebro-ambiente establece de una situación un parecido con experiencias previas y reacciona como lo hicimos en aquel momento. Esto ocurre con todo, desde algo simple como una picadura hasta con miedos más complejos, como la pérdida de un ser querido o la visita a un lugar particular, que además se pueden mezclar con muchas otras emociones, como la tristeza.
Si queremos entender nuestros miedos o en general nuestras emociones, este tercer componente es el más difícil de cambiar, porque claramente no podemos modificar el pasado. Sin embargo, como el presente sí lo podemos modificar, podemos cambiar cómo reaccionamos a ciertos estímulos en el momento actual si comprendemos cómo funcionan nuestras emociones.
Ahondando un poco en esta parte de las experiencias pasadas que pueden desatar ciertos miedos, existe una teoría que António Damásio expone en El error de Descartes que nombra los marcadores somáticos y explica precisamente cómo es que una decisión produce una reacción emocional subjetiva y somática que se traduce en reacciones musculares, neuroendocrinas o neurofisiológicas. Esta respuesta emocional se asocia con consecuencias que “quedan marcadas” en nuestro cuerpo, de manera que pueden proporcionar señales inconscientes que contribuyen a la toma de decisiones incluso sin que los sujetos puedan explicar la razón de su estrategia, justamente como cuando algo nos da miedo y decidimos alejarnos.
Algo más que debemos agregar para entender emociones como el miedo es la llamada versión corporizada de las emociones de Jesse Prinz, que estipula que las emociones son percepciones simples de cambios corporales. Es decir que el requerimiento es que haya una reacción corporal (cerebral y conductual) en ausencia de aprendizaje (respuesta sintonizada a un estímulo). El estímulo es inespecífico (culebras, oscuridad, ruidos, etcétera), pero la respuesta puede variar: expresarse como preocupación o pánico. Mantiene la idea de las emociones básicas pero dice que tienen subespecies. Como la alegría que mezcla el placer, la satisfacción y el juego. Las seis emociones “básicas” no son simplemente innatas y tienen variaciones culturales, se van calibrando conforme se tienen experiencias con asuntos de interés, de manera que la cultura puede alterar los patrones corporales de respuesta.
Así, podemos decir que las nuevas posturas y estudios sobre las emociones tienen muchos más matices y se alejan de atribuirlas sólo a una estructura cerebral. Estudios como los de Barrett y Prinz nos muestran claramente que el miedo no se puede caracterizar como una huella digital universal y que una categoría emocional de tal naturaleza involucra diversas respuestas corporales, no una constante en todos los individuos. Además, nos muestran que a pesar de que las estructuras cerebrales son importantes, desde la ciencia cognitiva no debemos reducir los comportamientos a su forma de operar, pues hay muchos elementos necesarios también para que ocurran reacciones emocionales como el miedo, por ejemplo, las experiencias previas, las situaciones particulares y la cultura misma. Sin duda, el miedo tiene cualidades que cada individuo interpreta de maneras diferentes, con mezclas particulares de los elementos que mencionamos aquí.
Imagen de portada: Peter Paul Rubens, Cabeza de Medusa, ca. 1618
H. Klüver y P.C. Bucy, “Psychic Blindness and Other Symptoms Following Bilateral Temporal Lobectomy in Rhesus Monkeys”, American Journal of Physiology, 1937, núm. 119, pp. 352-353. ↩