Entre ciertos críticos (y acá es momento de reconocer que esos críticos podemos ser todos, al menos los que nos interesamos por asuntos culturales y estéticos, y que quizá es hora de que dejemos de echar la culpa exclusiva a esos reseñistas o académicos que forman la parte más visible de la crítica) decir “te hace falta teoría” es el equivalente al “te hace falta ver más box” del comercial aquel que enarbola los valores de la masculinidad tradicional para vender cerveza aguada (como se ha hecho desde que hay comerciales de cerveza aguada, por otro lado). Si te la dicen significa, me temo, que no eres nada más que un bruto que pretende ocultarse tras las fuerzas ignotas del instinto, la tradición, la inspiración o cualquier otro de los emblemas usuales de eso que llaman, tontamente, clasicismo o romanticismo (¡y son capaces de confundirlos!), porque no conocen más que como oscura referencia en un manual a ninguno de los dos (y dejemos de lado, por ahora, el hecho de que ideas muy similares o equivalentes entusiasmen a los críticos si se les dota de un nombre distinto y una coartada renovada). El debate al respecto de si es indispensable teorizar o no sobre el arte para practicarlo, como todo el que vale la pena, no tiene solución posible. La teoría es invencible… En el mundo de la teoría. Y la práctica resulta, cada vez, solamente y nada más que en lo que resulta, y no en lo que nadie teorice. Pero ésa es otra cosa. Porque una teoría no es, necesariamente, una preceptiva, ni mucho menos un prontuario de instrucciones. Por eso es que la primera definición de ese mínimo común denominador del idioma que es el diccionario de la Academia asienta que teoría es “conocimiento especulativo considerado con independencia de toda aplicación”. A los teóricos les gusta decir que la teoría es la caja de herramientas con la que interrogan a una obra. Quizá se parezca más a la silla sobre la que se sientan a comer nachos para contemplarla. El punto es que se trata de una operación mental que pretende ser articulada y congruente. Hace poco leí una entrevista con Jim Jarmusch, un cineasta a quien no admiro particularmente, y que tuvo la honestidad de declarar algo como: “Hago películas pero no las interpreto”. Esto le pondría los pelos de punta a un teórico, pero, mejor dicho, y esto es crucial, a un teoricista, que no es lo mismo, desde luego: hay quien no ha sido capaz de formular una sola idea teórica en la vida pero se aferra a las que le presentan con una ortodoxia que, desde luego, habla muy bien de su capacidad de lealtad: ése es el teoricista. Y, sin embargo, Jarmusch es justamente el tipo de cineasta desligado de las fórmulas más evidentes de la narrativa audiovisual que suele entusiasmar a los teóricos. Veo, otro día, un extenso documental en el que Cai Guo-Qiang, un artista contemporáneo chino que hace piezas efímeras en los cielos utilizando explosivos y pólvora, se confiesa. Mientras algunas voces críticas pretenden desentrañar los meandros teóricos de su quehacer (perdón, pero ésta es la palabra más horrenda que me topé el día de hoy), Cai habla de lo que entiende que son sus motivaciones. Una infancia difícil, el cariño de su abuelita, sus ganas de irse de su pueblo (acabó en Nueva York). Lo mismo que podría haber dicho un señor que pintara bodegones, caray. Al buscar entrevistas con él puede uno toparse con un panorama más esclarecedor (aunque diga, por ejemplo, que su impulso para ser un rebelde se lo dio Mao Tse-Tung, creador de uno de los regímenes autoritarios más notables de los tiempos recientes), pero el hecho de que su abuela y su cariño por su pueblito hayan salido a relucir lo aproxima tanto al tipo de reflexiones y acercamientos “impresionistas” que ponen locos de furia a los teoricistas, que no puede dejarse de pensar, con inquietud, que incluso los artistas contemporáneos más conspicuos pueden poner los pies fuera del lazo de la rigidez crítica y sobrevivir (entiendo que Cai vende maravillosamente bien sus servicios y ya no sé si esto es señal de que está muerto y podrido para el arte o todo lo contrario). Luego leo un opúsculo de Roland Barthes, uno de los grandes teóricos literarios de la segunda mitad del siglo XX, y muy influyente aún en la actualidad, al menos en el ámbito universitario, y habla el buen hombre de Balzac, sobre quien reflexiona con lucidez y originalidad, a pesar de que sea uno de esos novelistas decimonónicos que hacen que los teoricistas se arranquen los pelos de golpe cuando alguien se los menciona, siquiera de rebote. Me parece que lo que une los tres casos, al que filma y dice que no arriesga exégesis, pero rehúye las convenciones narrativas; al que hace arte y habla de su abuela, pero no hace paisajitos que nadie pueda colgar en su oficina; y al teórico que aborda con seriedad e inteligencia una obra uncool y canónica pero tan poderosa e indispensable como la de Balzac, es la capacidad de pensar. De pensar de forma articulada y congruente, según dijimos hace rato. Y, en ese sentido, teorizar. Y entiendo las reservas que cualquiera pueda tener ante los reparos de un ortodoxo estéril, pero prescindir de la teoría sería abandonarse al instinto, la inspiración y esas cosas. Es decir, a la cerveza aguada. Teorizar, para un artista y para un crítico, debería ser, sencillamente, otra forma de decir: pienso.
Imagen de portada: Louis Schanker, Three Men, 1937.