Se creería que el sufrimiento sólo puede expresarse a través del grito; la experiencia del dolor intenso parece escapar a su captura en palabras. La violencia de la sensación se comunica con más naturalidad replegándonos en nuestra parte más animal. Este estado lleva al escritor a explorar la posibilidad de transmitir la sensación de dolor mediante el lenguaje. No lo hace únicamente a manera de reto, como si estuviera tentado a describir lo indecible y demostrar así la legitimidad de su trabajo, sino sobre todo porque lo anima la certeza de que sus palabras deben hacerse cargo y realzar las turbaciones más intensas. “En lo hondo del grito, la violencia de un abandono sin límite”, escribe Claude Louis-Combet, extraordinario autor que ha publicado mucho en torno al sufrimiento y ha propuesto textos de ficción en los que abundan los suplicios. Desde los místicos hasta los autores de vanguardia, la historia de la literatura está marcada por la atracción terrible de querer encontrar las palabras que puedan recrear los estremecimientos más intensos y superar lo inefable, en particular la experiencia del dolor. Hay una mezcla de fascinación, repulsión y atracción cuando un texto se adueña de un sufrimiento y llega así a confrontarlo: Bataille, en Las lágrimas de Eros, relata el papel que tuvieron las fotografías de un suplicio chino particularmente cruel. Estas imágenes serán retomadas más adelante por Salvador Elizondo, en su Farabeuf, e interrogan las resonancias que imponen a nuestra mente. Abundan estos escritos y, desde Sade y Sacher-Masoch, el dolor expuesto por las palabras también puede ser una fuente de placer. Las turbaciones y las fascinaciones que despiertan sus libros hablan más bien de goces paradójicos y evitan acometer de frente estas pruebas. En cambio, otros escritores, testigos o víctimas de sensaciones de esta índole, concebirán su tarea autoral como la de artífices de la palabra que tratan de comunicar el espanto inhumano que acompaña esos momentos. Los textos que emanan de ello provocan vértigo en el lector, una curiosidad mezclada con miedos o incluso una identificación fascinada. Bernard Noël fue encarcelado durante la guerra de Argelia y estuvo encerrado al lado de militantes detenidos y torturados por la policía francesa. Oyó sus gritos y le dejaron huella. No podrá escribir por más de seis años, consciente de su imposibilidad para recrear el estremecimiento del que fue presa entonces. En su texto El ultraje a las palabras escribe:
Gritos. Vuelven a comenzar. Los oigo, y sin embargo no oigo nada. […] Escucho, pero cada vez que regresa, lo único que queda es lo hueco del grito. ¿Cómo decirlo? Hay gritos, pero ya no dicen nada. Algo ha borrado las palabras, el sentido que tal vez me tranquilizaba.1
También ahí el grito parece desafiar el orden de la razón. Ante el recuerdo de ese momento crucial, el autor se paraliza y trata de encontrar el medio para expresar su propio sufrimiento, provocado por el de otros. Movido por el deseo de expulsar esos recuerdos, de denunciarlos nombrándolos, Bernard Noël escribe en tres semanas un texto narrativo, una ficción erótica, El castillo de Cena. Lleva hasta lo intolerable escenas de un erotismo intenso, como si hubiese tenido la necesidad de exponer con sus palabras situaciones insostenibles para liberar su mente del influjo de ese bloqueo ocasionado por los gritos de la noche carcelaria. Como si intentara rozar límites, sin preocuparse de qué frontera se trate. Desde que salió ese libro liberador (aunque fue censurado por mucho tiempo), el autor pudo proseguir la escritura de su obra, amplia y profunda. Acercarse a lo indecible tiene una función liberadora.
Este desbloqueo de la mente se logró a través del lenguaje y podemos observar en numerosos autores una relación profunda entre la práctica del dolor y la escritura que produce. Hay ahí una especie de tentación de otorgar al ejercicio literario la virtud de sanar o atenuar el sufrimiento. El observador se siente tentado a pensar en un poder curativo derivado de la enunciación: un escritor dice el mal y así se libera de él. Quizá se aproxima entonces a mecanismos cercanos a la confesión católica o el psicoanálisis. Más allá del dolor físico, tan difícil de recrear, un buen número de escritores se ha enfrentado al dolor mental, a tormentos de tal violencia que se han sumido en una noche interior donde, una vez más, las palabras encierran un poder liberador. En la historia de la literatura, sobre todo después del romanticismo, abundan los textos que concilian la denuncia de los males de la mente y el poder curativo que viene de esta formulación. Los escritores que exponen así sus sufrimientos buscan expulsar el mal que creen albergar. El caso más emblemático es el de Antonin Artaud, que muy pronto descubre a qué grado su mente está consumida por un sufrimiento muy intenso. Su incursión en la literatura está marcada por sus cartas a Jacques Rivière, director de la Nouvelle Revue Française, que se niega a publicar los poemas enviados por Artaud. Después se dará a conocer el intercambio epistolar entre ambos (y posteriormente los poemas). El 5 de junio de 1923, Artaud relata lo siguiente: “Padezco una terrible enfermedad de la mente. Mi pensamiento me abandona, en todos los niveles”. Lo aqueja una sífilis hereditaria que tiene repercusiones mentales y físicas. Desde su infancia sufre migrañas cuyo dolor no puede aliviar más que con opiáceos y láudano, que consume intensamente. Encuentra desde luego un alivio momentáneo, pero es más bien a través de la escritura como intenta extraer de su ser las causas del mal. Su relación con el dolor y su lucha contra él constituyen una dinámica que nunca pretende evitar, sino más bien afrontar. Sabemos lo que vino después: su encierro en hospitales psiquiátricos, los violentos tratamientos con electrochoques, la lenta recuperación y la liberación… Sin que jamás se hayan aliviado sus dolores y sufrimientos, hasta su muerte, acaecida en 1948.
El rostro de Artaud revela la intensidad de su lucha interior: galán seductor con una exitosa carrera de actor en el cine y el teatro, cuesta creer que tiene 51 años cuando fallece, con rasgos de viejo y un semblante devastado por dolores de todo tipo y por el abuso de drogas. En uno de sus últimos textos, Van Gogh, el suicidado por la sociedad, comulga con otros creadores que han conocido el mismo tipo de tormentos. Se rebela contra quienes atacan al gran pintor y lo califican de “degenerado” y lo ubica al lado de Hölderlin, Nerval, Poe, Nietzsche, a quienes “la sociedad mandó estrangular en sus manicomios”. Artaud capta lo que acerca a estos seres atacados por la demencia: conoce sus dolores y sus abismos, sabe hasta qué punto para cada uno de ellos la creación es una manera de intentar liberarse del mal… y al mismo tiempo de mantenerlo. Mediante sus actos creativos, cada uno de ellos expone sus suplicios e impone una doble consecuencia paradójica: por un lado, evidencia el sufrimiento y le otorga así una presencia que tal vez lo intensifica y, por otro lado, entiende que se libera de él al formularlo. Decir, para Artaud, es expulsar a través de las palabras y gracias a ellas el mal que lo aqueja. En su visión del acto de escribir o pintar, hay una especie de urgencia de arrancar de su ser todo aquello que está contaminado, podrido, tocado. Esta visión vincula la producción artística con la liberación o simplemente con la posible mejora ante el mal que invade la mente y el cuerpo. Estas experiencias crueles, estos dolores, estos encierros también están presentes en los escritos de Leonora Carrington y Unica Zürn. Una y otra, la inglesa de México y la alemana de París, dejaron obra plástica y literaria de primer orden tras haber atravesado crisis psiquiátricas que propiciaron su encierro. En un texto que dicta, Memorias de abajo, la joven Leonora narra su reclusión en un establecimiento especializado en España a inicios de la Segunda Guerra Mundial. En ese libro, describe los atroces sufrimientos que conoce entonces, atada, como torturada por los médicos. Annie Le Brun dice en su prefacio: “Sola tal vez, frágil y violenta, perdida, Leonora Carrington logra sacar del fondo de su aflicción la fuerza de decir lo indecible”. Lo que persigue en este texto espléndido es llegar a decir el sufrimiento sin cortapisas ni exageraciones, a encontrar la palabra precisa. Increíble empresa la de exponer así un episodio tan doloroso como perturbador. Su obra posterior estará poblada por personajes fantasmagóricos, seres alucinantes que parecen visitarla desde el fondo de su memoria. Leonora Carrington y Artaud tuvieron que ver con el surrealismo, vanguardia para la que la creación es ante todo un acto de liberación de la mente. Albergan la certeza de que escribir, pintar o dibujar son actos que sanan los dolores intensos provocados por sus turbaciones y angustias.
Unica Zürn también enfrentó sufrimientos terribles que le impuso su mente. Frecuentó asimismo a los surrealistas con su compañero, el artista Hans Bellmer, y las experiencias que vivió con él nutren tanto su obra, literaria y plástica, como el dolor. Bellmer se atreve a hacer una comparación con la artista inglesa: piensa que Leonora, gracias a una naturaleza más violenta, más guarnecida para el rechazo, logró expulsar al demonio. Por su estancia en el hospital psiquiátrico español y por su postura firme ante las alucinaciones y las angustias que le provocaban los trastornos de su mente. En cambio, Bellmer subraya que Unica no se opone a que invadan su mente los espectros que la agobian. Ella lo narra en un libro mítico, El hombre jazmín. Está convencida de que el desequilibrio mental propicia el dolor y la creación. Declaró que habría aceptado conocer la locura con tal de acceder a las alucinaciones que trae consigo y así poder dibujar y pintar ese mundo que la invadió. Además, en la creación olvida el dolor; los medicamentos suprimen ese sufrimiento y su inspiración, lo que demuestra el nexo entre la turbación de la mente y el acto creativo. Hay en su postura algo de martirio del Arte, una especie de sacrificio del alma para poder vivir esas experiencias al límite. Pero los martirios tienen una sola manera de poner fin a lo que aportan y Unica Zürn no escapa a ello. El 19 de octubre de 1970 se arroja por la ventana de su departamento parisino. Deja una obra asombrosa, vasta e inquietante, que se expresa a través del dibujo, la pintura y la escritura. Éstos son unos cuantos ejemplos, que podríamos seguir catalogando (desde Joë Bousquet hasta Stanislas Rodanski pasando por Gérard de Nerval), en los que obras marcadas por el dolor, llevadas por el dolor y que se sirven del dolor para elevarse —canalizándolo a fin de aprovechar su intensidad— plantean un cuestionamiento: ¿son portadoras de una profundidad única y ofrecen resonancias más perturbadoras y hechizantes que las elaboradas fuera de esa dinámica? No salimos indemnes de la lectura de textos marcados por la gravedad que sólo el suplicio puede imponer. El dolor es un acicate que guía la pluma o el pincel. La escritura alcanza entonces una tensión inaudita, que proviene de la revelación de territorios interiores secretos y la idea de exponer el propio sufrimiento, para tratar de atenuarlo. Escribir a partir del dolor obliga a repensar lo que está en juego en ese acto. Esta dinámica ha dado textos tan perturbadores como estremecedores. Confrontarlos queda como una de las experiencias más exaltadoras, a la altura del desafío que asume el autor; rara vez la palabra escrita se carga de semejante firmeza y, por eso mismo, de tan extraña belleza.
Imagen de portada: Matthias Stom, La incredulidad de Santo Tomás (detalle), ca. 1641. Museo del Prado (Dominio público)
-
Bernard Noël, El castillo de Cena y tres textos más, Arturo Vázquez Barrón (trad.), Dirección de Literatura, UNAM/Vanilla Planifolia, Ciudad de México, 2015. ↩