Al principio papá se había reído. No con la risa de las piedras (¿dónde habrán encontrado piedras de ese color?) sino de cuando te dicen que las mamás vuelan, pero no lo crees (¿me estás tomando el pelo?), y luego de verdad la toman del pelo, la arrastran escaleras arriba y la arrojan por la ventana, a tu mamá. Fue también una de esas risillas de cuando mi papá y sus amigos se van por los perros (¿o hacia los perros?), roban nuestras pistolas de agua y las echan a perder llenándolas de gasolina. La risa de mi papá fue por la enfermedad. En sus labios torcidos resultó fácil leer lo que no dijo. —Me sobra gasolina… Siempre me sobra gasolina. Y se dirigía al mensajero, a todos los mensajeros que empezaron a llegar con la noticia de que no era una simple gripe. Nosotros ya sabíamos que mi papá hablaba en serio. Te lanzaba el chorro de gasolina y luego venía con el cerillo en la mano como les ocurrió a Juan y a Pedro y a René. Nadie se atrevió a hablarle después ni de tos ni de fiebre ni de la respiración que se te va para siempre. Cuando llegaron los carteles a las calles, él comenzó a romperlos. Ya apagaba los noticiarios en el radio y en la televisión cada vez que repetían eso de que no saliéramos a las calles. Cuando la gente dejó de tocarse, él iba y les tendía la mano o abría los brazos, y ay de aquel que se le echara para atrás. —¿Y si ellos te contagian a ti? Se lo dijo uno de sus amigos. Mi papá le arrebató la botella, se la estrelló en la cara y luego se quedó muy serio. —Pues ya qué —murmuró—, y se le fue encima a patadas. ¿Lloran los leones? Son los reyes de la selva, ¿no?… ¿Quién se atrevería a hacerlos llorar?… Y en las nieves, ¿quién es el rey?… ¿El oso polar?… ¿Y en el desierto, serán los alacranes o las arañas o las serpientes de cascabel?… ¿Y lloran?… ¿Y en el mar?… Las lágrimas de los tiburones se mezclarían con el agua y nadie se daría cuenta. Cuando vinieron las patrullas para decir con los altavoces que empezaba el toque de queda, él de todos modos salía a las calles para buscar gente. ¡Tápese el hocico!, le gritaban durante el día, desde las ventanas, quienes iban ya embozados. Papá estaba harto. Que lávense las manos; que usen gel; que no tosan ni estornuden; que no se acerquen. —¡Puras mamadas! —y dale con la risotada. Como ya no había personas afuera, mi papá ya no podía salir por el dinero ni por las orejas. —Métanla en un sobre- —nos decía—… y escriban bien la dirección. Muchas orejas se perdieron en el camino hasta que mi papá encontró a un cartero y le puso la pistola bajo la quijada. —Ésta es la única carta que importa. El cuarto donde él guardaba a las personas se había quedado vacío. Y para acabarla lo de los costales tampoco iba bien. Nadie había venido ni para recogerla ni a distribuirla ni a robársela ni a quemarla. Mi papá no era como sus amigos que se la pasaban abriendo el saco para tomar de a poquito de la chingadera, como solía llamarle él. No la necesitaba, ni tampoco el alcohol. Él era así sin ayuda, igual que los leones y los osos y los tiburones. Y se metía a la habitación para hacerles cosas a los que ya no tenían oreja. Cuando, sin balacera o sin venganza de por medio, empezaron a morirse los vecinos —se enfermaban por la mañana y por la tarde ya estaban muertos—, se le borró la sonrisa primera vez. La verdad es que se le borraron todas las risas, las de las piedras (azules), las del teléfono (o me pagas o se la va llevar la chingada), la de la tomada de pelo cuando mi mamá intentó defender a mi hermanita. —¡Con ella no te metas! Incluso desaparecieron las bromas. Como aquella en que iban por los perros y acabaron quemando a un mendigo, o como cuando mi papá nos dijo que ya dejáramos de crecer. —O me los voy a tener que chingar. Y pues nosotros nos reímos, ¿no?, hasta que dejó de ser una broma y desaparecieron en filita Juan y Pedro y René. Dicen que los gorilas hacen eso en la selva. A madrazos, el jefe se chinga a quien venga a arrebatarles eso ser el rey. (¿Lloran los gorilas?) A mi papá nunca le gustó que la muerte pasara sin su ayuda. El día de las piedras, muchos gritaban que colgaran al hombre que había querido violar a una de mis hermanas. —Como en la Biblia —dijo mi papá y del dicho al hecho (o sea que si aquello de los pecados y de que si estás libre no sé de qué), pues empezaron a arrojarle esas piedras azules que quién sabe de dónde fueron sacando él y sus amigos para ayudarle a morirse. Un día mi papá se encerró en su habitación. (¿Un león trepado en la copa de un árbol? ¿Un oso polar hundido en la nieve? ¿La araña o el alacrán o la serpiente de cascabel escondiéndose bajo las piedras? ¿El tiburón metido entre las algas? ¿El gorila agachado tras los arbustos?) —Pinche mundo —gritaba por la ventana, pero ya no sonreía (¿Las hienas son reinas de algo?) (Para ellas dejar de reír sería como si lloraran, ¿no?) Allá afuera, las personas con tapabocas, caretas, guantes, y algunos hasta con trajes como de astronauta, iban cayéndose en la banqueta, y allí se quedaban atravesados hasta la venida de los camiones de basura que se los llevaban como si fueran los costales de mi papá. El rey del pantano es el cocodrilo. Él sí debe llorar, por eso de lo que mi papá le decía a mi mamá . —Puras lágrimas de cocodrilo. Pero entonces mi mamá sería la cocodrila, ¿no?, y yo me acuerdo que sí estaba llorando cuando nos dijo en la banqueta que la gente se muere. —No lo olviden. Pero que a veces se muere antes, y nosotros la escuchamos y nos hicimos para atrás porque la sangre ya estaba llegando a nuestros zapatos. Al tercer día del encierro de mi padre, mis hermanas, mis hermanos y yo lo echamos a la suerte, aunque no era justo. Sólo debíamos haber participado los grandes, porque de todos modos ya nos tocaba, a mí el primero. La mala suerte le cayó a mi hermanita. Yo quise tomar su lugar, pero ella se puso muy seria. —No. Y no sé si pensaba en mi mamá cuando lo dijo. Le quitamos el traje, los guantes, la careta, el tapabocas. La hermana que me sigue fue quien se lo dijo. —Te vienes rapidito cuando empiece la tos. Y bueno, mi hermanita volvió al segundo día. —Es que no me daba la tos —nos dijo con su cara roja y sudada como si mi papá le hubiera echado ya la gasolina. —Ándale ya —le dijeron mis hermanos. Nos daba miedo se quedara como los de allá afuera, a medio camino, y que se ahogara antes de llegar a la recámara. Adiós, nos dijo con la mano. —¿Qué chingados? – se oyó el vozarrón del otro lado de la puerta. —Soy yo —dijo ella y entró. Todos llorábamos sin hacer ruido. —A lo mejor se muere antes —dijo mi hermana. Y yo sabía que ella no hablaba de mi papá. Lo que escuchamos claramente fue el regreso de la risa. —Se lo dije a la pendeja de tu madre… ¿Verdad que a ustedes sí les gusta? Y yo igual me acerqué a la puerta por si tenía que ayudarle a la enfermedad. No importa que los reyes no lloren, pensé al sacar la piedra azul. Y, ¿saben?, la mera verdad es que ni siquiera importa si lloran.
Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.
Imagen de portada: Pistolas de agua. Fotografía de Dean Hochman, 2015. CC