Lamentaciones de un neomarxista
El novelista británico China Miéville (1972) es un autor al que el adjetivo todo-terreno no le queda holgado. Sus novelas La estación de la calle Perdido (2000), La ciudad y la ciudad (2009), Los últimos días de Nueva París (2016) le han valido los principales premios de los géneros de ciencia ficción y fantasía, como el Arthur C. Clarke, el Locus y el Hugo. A partir de una estética que mezcla surrealismo urbano, steampunk y weird fiction, Miéville ha creado un mundo propio desde el cual pretende explorar todos los subgéneros literarios a su alcance. Por otro lado, Miéville es militante de izquierda: miembro del Socialist Workers Party británico, y cofundador de la revista Salvage, de corte neomarxista. También ha publicado trabajos sólidos de no-ficción, como su tesis doctoral Between Equal Rights: A Marxist Theory of International Law (2005) o el ensayo London’s Overthrow (2011). Dicho esto, el libro que aquí nos ocupa, Octubre: La historia de la Revolución rusa, es una extensión lógica de su filiación como activista social, y sobre todo, un reto como narrador. En Octubre, China Miéville aborda a detalle los acontecimientos que dieron forma a la Revolución rusa. Por medio de una prosa ágil, el autor procura la inmersión del lector en los sucesos ocurridos entre febrero y octubre de 1917. Petrogrado, y en menor medida Moscú, Kronstadt, y el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial, son los principales escenarios recreados por Miéville para ambientar su obra. A manera de un montaje cinematográfico —pensemos en el simultaneísmo con que Sergei Eisenstein plasmó El acorazado Potemkin en 1925—, el lector atestigua la fundación mítica de San Petersburgo a manos de Pedro el Grande, y llega hasta el dramático asalto al Palacio de Invierno. Este último fue el acto simbólico con que se consumó el proceso revolucionario, y marcó el momento cuando el partido bolchevique se impuso sobre el Gobierno Provisional bajo el lema “Todo el poder al Soviet”. El autor deja en claro sus inclinaciones políticas: “Si bien no pretendo ser neutral, he intentado ser justo”. Es a partir de ese ejercicio de justicia histórica que Miéville hila su relato por medio de una impresionante cantidad de instantáneas. Dueño de un instinto narrativo plenamente desarrollado, engarza por aquí y por allá cuadros íntimos de individuos a la merced de la Historia. Son estos momentos los que mueven al lector hacia la empatía, la solidaridad o el encono. Se nos presenta una gama abierta de personas —no personajes— con sus militancias y lealtades que se retuercen hasta llegar a lo heroico o a lo absurdo. Cabe destacar cómo, por momentos, el futuro y doloroso siglo XX se filtra en el relato para ofrecernos pasajes premonitorios que enriquecen el mundo en el que transcurre Octubre. Tal es el caso de esta descripción de cierto joven georgiano cuya sombra habría de influir de manera negativa en el devenir revolucionario:
Stalin, desde luego, no era todavía Stalin. Hoy, toda explicación de la revolución se ve acosada por un fantasma por venir, esa bigotuda monstruosidad de ojos brillantes; el Tío Joe, el carnicero; el arquitecto principal de un grotesco, apabullante y despótico Estado. Han pasado décadas de debate sobre la etiología del estalinismo, volúmenes y volúmenes de historias acerca de la brutalidad de ese hombre y la de su régimen. Desde el futuro arrojan sombras de lo que vendrá. Pero estamos en 1917. Stalin todavía no había cumplido los cuarenta. Entonces era sólo Stalin, Iósif Dzhugashvili, conocido por todos sus camaradas como Koba […] Un capaz —nunca brillante— organizador. Como mucho un intelectual aceptable, en el peor de los casos, bochornoso. No era ni de la izquierda ni de la derecha del partido, sino algo así como una veleta. La impresión que dejaba era no dejar una gran impresión.
Desde esta clave pesimista, antes de lamentación que de exaltación, el lector podría bien apreciar el tono predominante en Octubre:
Pero la guerra no ha acabado todavía, y el orden que se construirá será cualquier cosa excepto socialista. En su lugar, los meses y años que se sucederán, verán a la revolución combatida, asediada, aislada, osificada, rota. Sabemos adónde se dirige todo esto: purgas, gulags, hambrunas, asesinatos en masa.
La Revolución rusa no fue una sucesión de batallas entre caudillos, como es el caso de la Revolución mexicana, sino una plenamente politizada, construida a partir de panfletos, consignas y discursos de brillantes oradores. China Miéville presta oído a ese aspecto crucial de la narración revolucionaria. Rescata frases memorables, conversaciones duras o casuales, chascarrillos, discursos de altos vuelos retóricos, poemas y comunicaciones telegráficas para enriquecer su relato. Este recurso vuelve a Octubre: La historia de la Revolución rusa un magnífico punto de partida para abordar uno de los acontecimientos históricos modernos más complejos. A lo largo de un siglo, se ha escrito un vasto corpus crítico y literario sobre la Revolución rusa. Después de repasar las fuentes bibliográficas detrás de Octubre, uno podría objetar que se han limitado principalmente a las escritas en inglés, lo que no demerita el trabajo de síntesis, y como lo he dicho líneas arriba, la pericia narrativa con la que Miéville nos presenta su visión. El lector no especializado se hará de un relato panorámico bien balanceado, así como de una invitación para adentrarse a una bibliografía más exhaustiva del tema. Por citar un ejemplo a la mano, 1917: La Revolución rusa cien años después, antología multidisciplinaria coordinada por Juan Andrade, y también publicada recientemente por Ediciones Akal. Ésta es una estupenda opción para entrar en materia desde una pluralidad de enfoques y lecturas. Por último, creo necesario señalar una vez más a China Miéville como un autor multifacético, capaz de sorprendernos con su versatilidad, postura política, ambición y extrañeza. Sin duda, una curiosa mezcla de cualidades.
Akal, España, 2017
Imagen de portada: Varvara Fiódorovna Stepánova, Gaust Tschaba, 1918-1919