Entrevista con Eduardo Guzmán
Lalo Guzmán vive desde hace más de veinte años como ejidatario en Las Margaritas, una comunidad campesina del altiplano semidesértico potosino a la que llegó tras cinco años de vivir en la comunidad wixarika de Santa Catarina Cuexcomatitlán, en Jalisco, donde aprendió los principios de la organización comunitaria. Con un reconocimiento como guardián ecológico apoyado por representantes wixaritari, Lalo decidió trasladarse a Wirikuta, la región sagrada a la que llegan los peregrinos en el altiplano potosino, y tomar como patrona a esta comunidad wixárika que él considera “en muchos sentidos, el porvenir de la humanidad”. “¿Cómo hacer equipo en Wirikuta?” es una pregunta que explora, al aprender sobre las formas de trabajo y la vida en comunidad entre ambas culturas y sus vínculos con este territorio, ancestral y sagrado para unos, e histórico y permanente para los otros.
¿Qué te motivó a vivir en el desierto?
En 1997 me lancé con la idea de que las reservas y las áreas naturales protegidas tienen un desdén por los habitantes locales, casi siempre hay una contradicción entre lo que protegen y lo que prohíben. Mi misión es trabajar para que las comunidades sean beneficiarias de vivir en un sitio sagrado de esta naturaleza. En ese tiempo se organizaron asambleas con los ejidatarios en San Juan Tuzal, Margaritas, en Catorce, sobre el decreto de protección estatal de Wirikuta. Ahí se marcó el primer acuerdo entre huicholes y campesinos mestizos. Ya después, en una reunión reciente, un moderador preguntó a todos los asistentes, campesinos, huicholes y representantes de asociaciones civiles: “¿Cuál piensas que sería el proyecto más importante y de prioridad en Wirikuta?”. Pasó con cada uno y un huichol cantador, Eusebio, dijo: “Maíz”. No explicó ni nada, sólo dijo eso. Pero se entendió. Una comunidad debe tener garantizado su sustento. Si viene una empresa a querer comprarte tu tierra, pero tienes sembrado bien bonito y te dio bien la lluvia, pues le dirás: “Ni madres”. Éste es el propulsor para la defensa de la tierra y es una garantía de aprendizaje. Ha sido también el detonador de la propuesta: lluvia que fortalece el tejido comunitario. Éste es el germen para un acuerdo de vida en Wirikuta.
Cuando llegaste, ¿cómo fue tu acercamiento a la comunidad?
Llegué con advertencias muy afortunadas de gente que había laborado en comunidades y que tenía como metodología trabajar sólo con cinco de ellas y con principios básicos de reciprocidad. Sin embargo, no pude evitar caer en el bache de las prácticas románticas. Celebré la perseverancia, esa tozudez de los lugareños para echarle todo. Para la gente de aquí puede no llover y no llover y no llover cuatro, cinco años, y al sexto va a llover y se siembra otra vez maíz, y así van a apostarle a todas las oportunidades. Ante estas grandes virtudes, a veces uno es muy débil y comete el mismo error que el gobierno: ofrecer algo a cambio de nada. No fui riguroso en la metodología del dar y recibir como un ejercicio imprescindible para que un proyecto tuviera buen cimiento. En ese momento el proyecto era, y sigue siendo, la reforestación. Busqué especies de nopales, ofrecí nogales y duraznos e hicimos la primera plantación. De la experiencia en la sierra huichola aprendí que había que romper los tiempos burocráticos, si no, te vuelves neurótico. Tienes que saber cómo romper esos modos. Conseguí mis propios medios para cumplir, esto sembró confianza. Después hubo una gran helada en el 97 que terminó quemando todo lo que habíamos plantado. Cuando yo apenado me acerqué, la gente me dijo: “No importa, los trajiste y los plantamos, vamos a hacerlo de nuevo”.
¿Cómo has intervenido en estas comunidades?
Siempre hay que buscarle a los recursos. En la Sedarh (Secretaría de Desarrollo Agropecuario y Recursos Hidráulicos) me desempeñé como extensionista del trabajo comunitario. Entonces colaboramos con las comunidades de Ranchito de Coronados, Mastranto, Santa Cruz del Mogote y Margaritas. Asistimos a las asambleas, convocamos, llegaron las mujeres, platicamos, investigamos. Ellas le saben a la herbolaria, conocen las plantas y sus virtudes curativas. Los hombres hubieran sido bien recibidos, pero ellas fueron las que le entraron. Cada grupo se conformó de manera autónoma, aunque se manejaba un mismo sello: hacían tinturas, microdosis, champús, pomadas. Recibimos recursos que ajuarearon a las mujeres para hacerse de materia prima y todo, pero al paso del tiempo se cayeron porque la parte comercial nadie la cumplía. Recibimos la asesoría de unos mercadólogos y vieron cómo trabajábamos, lo que hacíamos, y nos dijeron: “Pues este producto lo pueden hacer tres personas y tú tienes a veinte. Está muy romántico, pero no te funciona”. Lo que nosotros veíamos como un éxito, el trabajo en colectivo, con reuniones y pláticas, resultó que pues no lo era. Doña Pitacia decía: “No importa, con que nos curemos.” Y ya, se dividieron, se distribuyeron el material y de las veinte en cada ejido, unas tres o cuatro siguieron por su cuenta. Propusimos también un sistema de vigilancia con tres ejidos: Ranchito de Coronados, Margaritas y Tanque de Dolores, una manera para cuidar que no hubiera saqueo de especies. El proyecto logró el reconocimiento de la Profepa (Procuraduría Federal de Protección al Ambiente), de la Segam (Secretaría de Ecología y Gestión Ambiental) y del municipio, y generaba ingresos. En su primera etapa funcionó de manera súper ejemplar porque todos respondían al llamado, pero después se cayó. Uno va muy cargado de una expectativa comunal, que todo para todos, y ese modelo es una construcción urbana, pero nos gusta imponerlo y suena bonito. No hay mala intención, tampoco.
¿Cuáles han sido las fuentes de sustento en estas comunidades?
Margaritas es un rincón poco fértil, semiolvidado, de lo que fue la Hacienda de Santa Gertrudis, que abarcaba hasta donde actualmente está Wadley. Aquí sembraban los peones en parcelas que les prestaban los hacendados porque no tenían interés en ellas. Allí sembraban durante las lluvias, y en las secas se remontaban siguiendo una costumbre seminómada hacia el sur, a la Sierra de la Grulla, que era tierra de abundancia, con jabalíes, venados, muchos magueyes y nopales. Así los agarró el reparto agrario cardenista y parte de las tierras de la hacienda se convirtieron en un ejido formado por los peones y los capataces de la hacienda, y se reprodujo este juego de poder, esta pelea sorda. El modelo ejidal mantuvo el mismo perfil productivo de la hacienda: cultivo de maíz, frijol, calabaza, con vacas, borregos, chivas, la utilización de algunas plantas para la transformación en textiles, como la lechuguilla. Luego regresaron los modelos de tipo hacendario que están de vuelta con el despojo y entraron las remesas, que han sido uno de los varios componentes del sustento familiar. Una familia de ahora se sostiene del pastoreo, produciendo queso, vendiendo alguna chiva, de la siembra del maíz temporalero, del rastrojo para los animales. Antes parte del sustento venía del tallado de lechuguilla, penca para hacer ixtle, pero esto poco a poco se fue perdiendo hasta que ya en Margaritas no hay ningún tallador. Antes se tenían hasta 300 chivas, ahora el que más tiene, posee cincuenta; se fueron vendiendo unas gallinas, algunos guajolotes, algunos burros, por ahí un marranito para alguna época del año. Está el aguamiel, la tuna, una gran cantidad de especies forrajeras, especies que pueden vender como el quiote de la lechuguilla al que llaman “garrocha” y utilizan para los techos. De otras partes se van a Monterrey a vender sus plantas medicinales. Son trabajos familiares, individuales, que generan una lana para sostenerse, pero que no forman parte de ningún programa oficial.
Haces referencia a una época de mayor abundancia. ¿Cómo ha sido intervenido este paisaje?
Cuentan los viejos de aquí, y también los huicholes, que antes había grandes extensiones de nopal rastrero, que es una especie crucial para el tejido de la biodivesidad y del suelo mismo. Estos nopales no crecían para arriba sino de forma horizontal y cumplían el propósito de atajar la tierra, y cuando caía la lluvia retenían todos sus nutrientes. En lugar de chamuscar la penca con fogata para alimentar a los animales como se venía haciendo, en los años setenta se introdujo el soplete estilo Fahrenheit 451 y se comenzó a quemar la planta madre, y le dieron en la madre a todo. Don Tereso reconoce esto como la causa principal de que los venados se alejaran de la zona, así como muchas otras especies, pues hubo un proceso de erosión fuertísimo. Él dice que no cazaban tanto venado como para extinguirlo, pero lo que sí hicieron fue quitarle su hábitat. Sumado al pastoreo libre que había en abundancia en esa época, se generó un descenso en las lluvias. La gente dice que fue en los ochenta que dejó de llover. Margaritas llegó a tener entre 300 y 400 habitantes, frente a los cien que había en 1997, y los sesenta que penosamente llegamos a sumar ahora con algunos jipis avecindados. La escasez de lluvias que viene con esto es uno de los grandes cambios que afecta a la población. La gente entiende esto como un hecho incuestionable que obliga a la diáspora, que aumenta el ritmo de migración hacia la ciudad industrial más cercana, Monterrey, y luego hacia Estados Unidos. A través de las remesas, los migrantes sostienen una economía vapuleada por el cambio de ritmo pluvial.
¿Qué otras fuentes de empleo hay? Hablaste de programas oficiales, del regreso de modelos de despojo…
Por ejemplo, en los ochenta llegó el Coplamar (Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados), un proyecto federal con modelo empresarial. Aunque operaba con un gerente de fuera que contrataba locales, los proyectos que introdujo aquí nos parecen interesantes; creó centros de acopio de semillas, de especies locales, viveros para reproducción de especies no maderables pero importantes para la biodiversidad. Pero cuando concluyó el sexenio, se terminó el reparto de recursos y todo lo que generó el proyecto se vino abajo porque nunca se desarrolló conciencia. Así es el modelo paternalista, como una criptonita que desactiva, un debilitador invisible. Después fueron llegando, como Pedro por su casa, proyectos agroindustriales para siembra de chile o jitomate, empresarios que compran tierras a precios ínfimos, de risa, en zonas de reserva ecológica. Entraron las eólicas, las mineras, proyectos que algunos ejidatarios aceptan sin cuestionamiento. Estos proyectos difunden la idea de que esta zona no tiene remedio y de que los megaproyectos son la única opción laboral. Extraen intensamente y a corto plazo, a costa de una erosión irreversible; extraen las aguas fósiles que tienen los mantos acuíferos y que debido a los cambios climáticos ya no tienen la recarga suficiente.
¿Cómo es trabajar en el desierto?
A menudo hacemos la comparación entre el lobo y el coyote. El lobo es el gran civilizador, el hermano mara’akame mayor, el fundamento que garantiza que la peregrinación sembradora de la semilla de luz tenga una retaguardia fundamental; es uno de los guardianes, de los bastones que tiene el Abuelo Fuego a su lado, así como el león y el jaguar. El lobo es símbolo de fuerza familiar, de clan, de lealtad. El lobo se enfrenta para defender su territorio, por ello es casi exterminado. El coyote no. Él trabaja solo. El coyote sobresale por su astucia y quizás en eso sobrepasa al lobo. Él ha logrado sortear el crecimiento de la población humana, el coyote sigue, consigue ocultarse, camuflarse, pasar desapercibido. Podríamos suponer que el lobo caracteriza más al pueblo wixarika y que el coyote, como un maestro de la sobrevivencia que ha logrado extender sus poblaciones desde el Polo Norte hasta la Patagonia, tiene la estrategia de la trampa, la subversión y el mestizaje. Eso está más presente, desde mi punto de vista, en las comunidades del desierto. Nosotros decimos que Margaritas, y en general las poblaciones del altiplano, son más coyotes. Se sueltan más a lo áspero de la adversidad para que ésta sea experimentada individualmente. Hay una necesidad de sobrevivir y utilizar muy pocos recursos para salir adelante. También un individualismo que sobresale y que sólo rompe esa condición en ocasiones especiales donde sale la comunidad. Hay algunos estudios que dicen que el coyote es tan astuto que está aprendiendo del lobo las técnicas para cazar en colectivo. Dicen que el coyote ya está empezando a cazar en colectividad. Así nos gustaría pensar a nosotros en estas comunidades campesinas, mestizas, de origen tlaxcalteca, purépecha, del otomí hñähñu, del guachichil pame chichimeca, del agropastoril de las tierras del sur de España, ese ser amestizado en la cruz de la Iglesia católica que abandona su voluntad de jalar para su lado en una suma de colectividad.
¿Cómo se hace comunidad en el desierto?
A veces pensamos que hay muchos sentidos en los que no hay comunidad. Sin embargo, hay ciertos momentos cuando la gente se junta y están todos ahí. Por ejemplo, con la lluvia. Ella vence cualquier tumor de separación, lo disuelve. Entuertos, los deshace. Enemistades, las borra. Hay una persona que no me quiere aquí en la comunidad, y es vecino contiguo. No me quiere, no me quiere. Y una vez está lloviendo y está entrando la lluvia a mi solar, y pasa el cabrón y se queda viendo cómo entra la lluvia y desde fuera sin acordarse de que no me hablaba, me grita “Lalo, está entrando por ahí, hazle así”, y yo obvio lo obedezco porque él le sabe. Pero él no aguanta, se salta la cerca y se pone a hacer el trabajo porque yo no lo estaba haciendo perfectamente, como él sabía. Y se quedó sin límite de tiempo. La comunidad está presente, pero le cuesta manifestarse como unidad. Ahí está soterrada, varias capas debajo de lo aparente. Pero es más coyote. Estas cooperativas hubieran podido lograr mucho juntas. Pero no, o sea, nadie produce quesos en colectivo, cada quién cuida sus chivas.
Hablaste del “germen” del trabajo comunitario aquí en Wirikuta, ¿cómo lo imaginas?
Cuidar la naturaleza nos da de comer. Y los que somos de fuera, pero estamos aquí, tenemos la posibilidad de ofrecer una lectura que implica elaborar diagnósticos sobre este escenario ya intervenido y en desequilibrio. Me parece que lo que le debemos a Wirikuta es volver a bordar sus mezquites, sus nopaleras y, por lo tanto, el retorno de sus especies; hacer de ella una zona viva de regeneración ambiental que lleve implícitos proyectos productivos. Ahí debe de estar la habilidad de quienes intervengamos. El trabajo, lo que creemos que es el trabajo, ya empezó, y la lluvia es la petición. Tuvimos ya una ceremonia con ejidatarios y representantes wixaritari, donde los cantadores nos confiaron que Tatewarí, Abuelo Fuego y la Abuela Nakawé los habían regañado: “¿Por qué no habías hecho esto antes? Tienes que trabajar con la gente de aquí, ¡es crucial!”, les dijeron. Para mí ésta es la verdadera esencia del trabajo comunitario. Como en la novela de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario, donde por distintos accidentes no logran conectarse de corazón los personajes. Como lector y observador externo, miras y no dejas de pensar en la fuerza que tendría que estos personajes se juntaran, formarían un equipo maravilloso. Sin embargo, hay diversos accidentes que los separan y los mantienen así en la escenografía. Y aquí los huicholes vienen, pero nunca hay un trato profundo. El trabajo para pedir la lluvia de esto se trata: dialogar con el hermano menor que no tiene ese amarre con la naturaleza, pero sí lo tiene en otra medida, pues es heredero de una resonancia guachichila. La visión wixárika de este espacio es una alternativa, un repaso del significado profundo de estas tierras, una posibilidad para dialogar con esta naturaleza y demostrar que tiene otra vocación, que también es productiva, no sólo espiritual.
Imagen de portada: Edgar Fabián Frías, Norte, 2019. Cortesía del artista