A aquel lugar en donde se juntan las aguas del río con las aguas del mar y entonces el universo se resume en el tablero de Orula, que ante nuestros ojos se llama Baracoa. Modupué
Caminaba por Centro Habana, una zona de la ciudad cargada de simbolismos y significados, donde las calles numeradas del Vedado dan paso a nombres más amables como Salud, Hospital, Obispo, donde nacieron grandes músicos que darían forma a la tradición cubana entre la ruptura y la continuidad, como Juan de Marcos González y Juan Formell, por mencionar dos estandartes. En estas calles hay escaleras que no llevan a ningún sitio, se juega dominó a la vuelta de la esquina, de adentro de las antiguas construcciones se escapan estribillos salseros y disparatadas conversaciones. En la calle Neptuno, según los deseos de Orula, el principio regidor del mundo para los yorubas, llueve café. Con tan solo unas semanas en Cuba, era mi primera vez tratando de descifrar el rompecabezas de aquellas calles tan fotografiadas y reproducidas en las revistas de viajes y guías de turismo. Para entonces yo ya había caminado muchos kilómetros y mis chanclas se habían gastado bastante. Ese día estaba decidido a no dejarme vencer por la lluvia hasta encontrar un lugar para comer congris y plátanos fritos, tal vez huevo y un batido de zapote (que en México se llama mamey). Escuché mi nombre en voz de un tipo. Por supuesto que alguien más se llama como yo en la isla, pero no es que sea algo común, así que me detuve en seco. Antes de voltear, abrí los oídos y volví a escuchar que alguien me llamaba. Me giré lentamente y lo vi: un hombre alto de piel negra, cabello rizado muy corto, pantalón azul y camisa blanca, elegante aunque con ropas de otra época. La distancia me permitió distinguir a simple vista un mazo de collares que se asomaba discretamente bajo su camisa. En sus brazos cargaba a una niña vestida de amarillo, un tono pálido profundamente llamativo. Ella también tenía la piel negra y el cabello largo atado con un pañuelo color crema. Ahí me di cuenta de que las puertas estaban abiertas y que solo tenía que acercarme, sin miedo ni reticencia. Caminé hacia lo que, después sabría, es el santo, el momento en que tú no lo buscas y él te encuentra. A mi mente vienen muchas canciones que transmiten esta misma sensación, Los Van Van lo resumen en una pregunta en su extraordinaria pieza “Soy todo”: “¿Somos o no somos?”. Es posible que esta salsa sonara desde el fondo de una casa hasta quedarse grabada en mi memoria para siempre. Desde el primer segundo, el momento de conexión con la tradición religiosa yoruba estuvo acompañado por la música. ¿Qué música podría unirse a una tradición manifestada en dos espíritus que saben tu nombre? Tiene que ser algo poderoso, que rompa esquemas, que haga vibrar hasta las fibras más íntimas del cuerpo y la mente.
Escucha “Soy todo” de Juan Formell y Los Van Van
La música gestada alrededor del toque de tambores traída por mujeres y hombres esclavizades es también una cultura. Va mucho más allá de un género musical, de una moda o un momento de euforia. Heredada de la rumba y el guaguancó, la música que por excelencia ha servido para compartir la espiritualidad de Orula, las historias de bondad y maldad de los orishas y, al mismo tiempo, relatar lo que ocurre en las calles de Latinoamérica es, sin temor a equivocarme, la salsa.
Fue en el mismo viaje —podría decir que fue el mismo día— en que me dejé amparar por la regla de Ochá-Ifá, una de las ramas de la santería, cuando una nieta de la actriz Rita Montaner me bailó en su casa, rones previos, al ritmo de una poderosa música que salía de una grabadora destartalada. —¿Qué suena, qué es esto? —Eso que anda, chico, son Los Van Van. Nunca más he podido desprenderme de este tremendo ritmo que fluye a través de mi sangre y que me haría moverme aun amarrado a una silla. Desde entonces, santo arriba, gracias a la fuerza de las manos que me bailaban, logré el desbloqueo y empezó una larga conexión con el baile, con su magia, con aquellas cosas que solo pasan después de sudar y moverse, de girar trazando dibujos en el aire.
La lentitud y la rapidez en las que se descompone el tiempo al momento de bailar salsa es una de las características que lo acercan al trance de una ceremonia religiosa; se oyen las mismas voces, se suda interminablemente y se tienen las mismas visiones. El alma se agita y los cuerpos se rozan peligrosamente, como si la otra persona que dibuja con nosotres en el aire fuera el santo mismo, como si el muerto estuviera hablando ahí, sin filtros ni ambigüedades. Joe Arroyo, extraordinario compositor y músico colombiano, explicaba en una entrevista concedida en los años noventa que él imaginaba sus canciones pensando en quien bailaba, en su público:
Compongo de noche, cuando la ciudad está en silencio, no hay camiones ni cláxones, entonces pienso si lo que estoy componiendo se puede bailar.1
Arroyo, ex vocalista de la mítica orquesta Fruko y sus Tesos, no solo relató historias de esclavitud, también se desató transmitiendo la palabra yoruba y las enseñanzas de los orishas a través del ritmo, a través del despertar de los cuerpos.
En aquella otra isla caribeña llamada Nueva York volví a ver al santo caminando por las calles del Bronx, que es como decir Centro Habana o La Merced. Él estaba ahí con la misma elegancia de veinte años atrás, con la misma ropa y con la niña en brazos, solo que esta vez lo vi de frente y de nuevo me llamó por mi nombre. Me dijo que lo siguiera. Me llevó a un callejón en donde había muchísima gente bailando y conviviendo, llena de vida y ropas elegantes, zapatos de tacón y corbatas. Todo mundo bailaba “Merecumbé” o “Pedro Navaja”.
Escucha “Mambo Yoyo” de Joe Arroyo
El santo se escabulló entre la multitud y no pude preguntarle más, pero entendí que este seguía siendo el camino. Había que romper con las barreras que impedían un movimiento libre y consciente del ser, aquí y ahora, en las calles llenas también de rabia y dolor por tanta muerte ocurrida durante la pandemia.
“¡Ay!, tambores umacullí, tambores umacullí, que se echen todo’ pa’ lado, que la tierra va a temblar”, suena en los altavoces como un canto de guerra y “Aguanile”, éxito del maestro Héctor Lavoe, aquel babalao invencible, pone a retumbar el Polvorín, como se conoce a este callejón. Aguanile es también uno de los nombres de Oggún, hermano de Changó y Eleggúa, un orisha valiente que reclama, que guerrea cuando algo no le parece, travieso a veces, otras tantas un dolor de cabeza.
En su libro Los orishas en Cuba, Natalia Bolívar hace un minucioso recuento de cada uno de los santos que componen la regla de Ochá y el Palo Monte, es decir, dos de las vertientes religiosas que alimentan la herencia africana en la isla. Provenientes de la etnia Yoruba, localizada en lo que hoy es Ghana, Togo, Benin y el sur de Nigeria, en el valle del río Níger, estos orishas viajaron en los barcos de la esclavitud y fueron cuidadosamente escondidos en sus representaciones católicas hasta que los bailes de domingo en los cañaverales y la fuerza de la resistencia les permitieron salir de la oscuridad.
A cada santo le corresponde un movimiento, un tipo de baile y un toque de tambor. El estudio de Bolívar es una suerte de guía para comprobar de qué modo estos movimientos, giros, vueltas y pasos fueron heredándose hasta conformar lo que hoy vemos en los bailongos populares, en todo el Caribe por supuesto, y en cada lugar en donde la salsa se ha arraigado. Por su parte, James Scott, antropólogo anarquista inglés, relata cómo en donde hubo esclavitud también hubo bailes. Clandestinamente, muchas veces alrededor de una fogata nocturna, estos bailes se fueron conservando y recreando hasta que, ya bien entrado el siglo XX, dieron origen a una serie de géneros musicales, desde la rumba y el guaguancó, al son, el boogaloo y el mambo, hasta llegar a esto que llamamos salsa.
Escucha “Aguanile” de Willie Colón y Héctor Lavoe
Una de las formas de la política escondida, aquella que se hacía durante la esclavitud, fue la música, alma de las reuniones para compartir los tambores y, de alguna manera, la palabra cifrada y las vivencias amargas de una vida sin libertad. Estas escenas ocurrían en el sur de Estados Unidos y en los bosques haitianos, en la magnitud de Brasil y los cañaverales mexicanos. Cada geografía se mezcló de manera diferente y por eso las formas musicales resultaron tan diversas, aunque la unión de las tradiciones religiosas, las discusiones políticas y la corporalidad dieron como resultado una cultura musical religiosamente politizada.
Bailar salsa, en primera instancia, es también convocar a los santos, hacerlos presentes, involucrarlos en lo social, hacerlos responsables pero también volverles fuente de consejo. Se trata de las crónicas de la vida cotidiana en donde los orishas son parte del devenir humano, por eso el santo que veo está junto a la música, porque la salsa es la suma de muchas tradiciones en las que los santos se expresan, además de un canto de rebeldía que siglos atrás fue canto de guerra en los levantamientos cimarrones y hoy sirve de memoria viva.
Un día conocí a una mujer para quien el baile representaba buena parte de su vida. La expresión de la libertad en cada pieza bailada, puntualmente en sincronía con la música que viene de Venezuela, Colombia, Panamá, Puerto Rico o Nueva York. Todo en ella era movimiento.
Las pocas veces que tuve el placer de bailar con ella coincidieron con la aparición de otros santos que se presentaron sin dudarlo, y aunque ella no los veía sí era capaz de sentir cómo su movimiento corporal se convertía en uno de los bailes que, al ser parte de los ritos yorubas, se ofrecen a manera de ofrenda y un modo de comunicación con otros planos de este mundo.
En la salsa hay códigos, tradiciones, lenguaje oculto, y al igual que en la magia, el resultado es algo nuevo, algo que no estaba, una suerte de transformación de la realidad más inmediata. Une nunca vuelve igual después de bailar y menos si se ha invocado a los orishas con el tambor y todos los instrumentos musicales.
Si algo nos define es la magia del movimiento corporal. Tiene dirección y sentido, intención, poder, fuerza. Somos capaces de convertir nuestro propio movimiento en un acto de magia poderoso y decisivo. Un acto de transformación para alejar fuerzas oscuras y fuerzas perversas.
Los sistemas culturales derivados de la religión yoruba se sostienen en el movimiento del cuerpo, en el batir de los tambores y en la presencia cotidiana de los orishas como parte de las convivencias a las que estamos destinades en este plano del mundo.
El baile es magia porque sana, transforma y libera.
El baile cambia súbitamente el rostro y la actitud.
El baile hermana al igual que la religión: nos vuelve iguales ante los orishas.
El baile libera, pero solo quien conoce lo duro de la esclavitud o de la vida trabajadora puede identificar los límites de la libertad y cómo el baile la procura y la concede.
El escritor estadounidense Hanif Abduraqib, en su maravilloso libro A Little Devil in America afirma que:
Después de todo, ¿qué es el endurecimiento para un pueblo que ya ha soportado la dureza? ¿Qué es para alguien que, en ese momento, todavía podía tocar las manos vivas de un miembro de su familia sobreviviente de trabajos forzados? La resistencia, para algunos, era medir lo que la pista de baile podía soportar. No se reducía a los límites del cuerpo cuando se le empujaba hacia una hazaña imposible del tiempo lineal. No. Se trataba de tener una relación lo suficientemente poderosa con la libertad como para entender sus limitaciones. [La traducción es mía]
Seamos honestes, ¿qué es lo que sentimos al bailar?, ¿qué se activa en nuestros cuerpos al escuchar a ese otro demonio que es el timbal y que nos invita a perdernos en la larga noche de los pasos rápidos, el pase manos, los atrevidos giros y esa cadencia que no viene —por supuesto— del Cielo, sino del Infierno más querido y añorado? Eso se llama ruptura, y solo puede lograrse en trance, en la eterna ceremonia del ritual mágico.
Lo más importante no es saber si fue el primer concierto de salsa, o si fue el parteaguas o no; lo crucial del concierto de Fania en el afamado club Cheetah, aquella noche caliente del 23 de agosto de 1971, es la magia de la música naciendo. La magia de toda esa gente metida en un local minúsculo, moviéndose instintivamente, dejando atrás las cadenas y la oscuridad. Miles de personas poseídas por la radicalidad de la música latinoamericana, una bella imagen que se ha repetido infinitamente sin importar fronteras, guerras o la misma muerte.
Se trató de un concierto luminoso en donde podemos disfrutar, gracias a la improvisación de la cámara de Leon Gast, del nacimiento público de babalaos musicales como Héctor Lavoe, Roberto Roena, Johnny Pacheco, Ray Barretto y Willie Colón, y gracias a que intención es destino, esta tocada —una tradición en barrios como East Harlem y el Bronx— se convirtió en una ceremonia trascendental.
A través de canciones como “Anacaona”, “Quítate tú”, la improvisación de “Estrellas de Fania”, “Macho cimarrón” y “Cocinando”, entre otras, el concierto abrió un camino que posicionó a la salsa entre las mayorías públicas, como si de pronto hubiese atraído reflectores con un toque de tambor en mitad del bosque. Estos conciertos y bailes callejeros son la interpretación moderna de las reuniones ancestrales alrededor del fuego en la noche cerrada.
Los cuerpos comienzan a moverse de una forma en que no lo habían hecho antes, se agitan todo el tiempo, una electricidad recorre las calles y las casas sin parar. Mario Serrano, uno de los sastres que confeccionaban la ropa de Lavoe me dijo un día, cerveza en mano en el Toñita’s Caribbean Social Club que “la salsa, como la energía, no se crea ni se destruye, solo se transforma, así que es infinita”. Como la magia misma.
Llamado Our Latin Thing (Gast, 1972), este documental retrata el mítico concierto y abre con una escena que muestra a algunes niñes jugando en las calles neoyorquinas del Bronx. Los edificios recién quemados de la época son la clave temporal. Les niñes corren como tratando de alcanzar algo y de fondo suena una melodía mezcla de boogaloo y jazz, cuando por fin llegan al lugar en donde hay jóvenes tocando latas a manera de tambores y unas cuantas congas: la metáfora de transformación es precisa.
Es justo en este punto cuando la salsa reclama su lugar en la historia de la alquimia y en el memorial de conjuros que América Latina continúa alimentando. Pienso en la ritualidad yoruba, en los símbolos, desde las letras de las canciones hasta los collares coloridos, el cuidado con el que se componen las ofrendas para cada santo, cada ritmo correspondiente a cada orisha; los pasos de baile y los giros son parte de esta receta de un conjuro constantemente repetido.
Escucha “Quítate tú” de Fania All Stars
Los zapatos, la vestimenta, la loción de azahares, el pañuelo, el oro en cadenas, anillos y dientes, los sensuales vestidos de las mujeres, los zapatos de tacón. Si se apela al detalle, en los lugares donde se baila salsa, de manera muy discreta, habrá velas y flores, timbales y bajo, güiro y teclados, trompetas, todo muy cercano a la ritualidad yoruba en donde hombres y mujeres se comunican con el más allá para recibir al santo y para encaminarse en la santería. La permisividad de la fiesta salsera, al igual que los rituales yorubas, está vinculada al cuerpo en movimiento, lo que permite que la magia no solo se viva sino que se respire interminablemente. Y de ahí no hay vuelta atrás. Como dice el dicho yoruba, “no tiene regreso el que quema los puentes”.
Imagen de portada: Keith Morrison, Bag Lady, 1993. ©Artura.org