U’mista y nuyumbalees. Palabras en kwak’wala. Nombres otorgados a dos centros culturales en la Bahía Alert, en la Columbia Británica, que se fundaron con el objeto de albergar máscaras y vestimentas ceremoniales para danzas y que fueron repatriadas después de la prohibición de la ceremonia del potlatch en Canadá (1855-1951). Nuyumbalees significa “historias del comienzo del mundo”. U’mista es un término que se usa cuando algo regresa a su lugar de origen. En el pasado, se decía que las personas que regresaban a casa después de haber estado cautivas durante un saqueo tenían u’mista. Aunque no se usaran originalmente en este sentido, las máscaras y las vestimentas que regresaron a Cabo Mudge y a la Bahía Alert ahora también tienen u’mista, mientras que los objetos que se encuentran en nuyumbalees pueden volver a contar sus historias. En 1889 el antropólogo germanoestadounidense Franz Boas interpretó que la Bahía Alert y el pueblo kwakwaka’wakw existían en el borde exterior de Europa.1 Para él representaban el límite conceptual y geográfico de la civilización europea. Boas había viajado hasta muy lejos para encontrarlos. En las ciudades más grandes de la costa occidental de Canadá, los nativos, en particular aquellos vestidos como europeos, se consideraban “totalmente ajenos y a la vez los mismos”.2 Así que Boas viajó más al norte, hasta llegar a esta isla, en un intento fallido por encontrar la diferencia absoluta: algo que hubiera tenido que inventar activamente a la vez que descubrir para argumentar que los kwakwaka’wakw no sólo se encontraban en el borde exterior de Europa sino que también estaban en la frontera misma del conocimiento europeo. Este límite se presentó de diferentes maneras, con frecuencia a través de una falta de comprensión que, en buena medida, giraba en torno al potlatch. En textos europeos antiguos, este tipo de ceremonias (que por lo general tienen nombres propios, características individuales y funciones sociales particulares) se llamaban fiestas medicinales. Los autores europeos entendían que para los nativos la sanación era una parte irreductible del reparto comunitario de comida y de otros bienes. La primera grafía de “patlach” apareció entrecomillada, como si quienes la nombraban no estuvieran seguros de ese nombre, como si batallaran con cómo nombrar lo que observaban. El hecho de si la partición comunitaria de riqueza era simplemente un regalo (no se esperaba un reembolso) o un acto de reciprocidad estaba también sujeto a discusión. Si era recíproca, acercaba incómodamente las prácticas de los “incivilizados” a las de la sociedad civilizada, lo que hacía que quienes ostentaban el poder se ocuparan de generar una mayor distancia entre esta costumbre y las tradiciones europeas. Otro motivo de la prohibición residía en que, en los meses previos a la ceremonia, las personas estaban tan ocupadas en la importante tarea de acumular las cosas que donarían así como en hacer nuevas vestimentas ceremoniales, que no tomaban parte de ningún otro “trabajo”. Era claro que la labor que generaba la ceremonia del potlatch no estaba a la par del trabajo que se desempeñaba en las plantas enlatadoras o en otras empresas industriales. Los potlatches también ponían en movimiento un sistema independiente de gobernanza y una estructura social que los colonizadores no podían permitir. Un jefe nativo gana y confiere rango mediante la demostración de riqueza, mediante complejos contratos sociales entre anfitriones e invitados, y a través del excedente y la deuda. En las fronteras del colonialismo no había espacio para dos sistemas de gobernanza. “Aquello que se llama patlach es el punto donde la lógica del colonialismo entra en crisis.”3 Una vez que se estableció el nombre, comenzaron en verdad los intentos de detener esta práctica. “Nombrar es siempre, como hace cualquier acta de nacimiento, sublimar una singularidad e informar contra ella, entregarla a la policía.”4 Lo anterior también es cierto en el caso del potlatch. En 1884, se hicieron enmiendas a la ley india de Canadá con el fin de prohibir oficialmente los potlatches y procesar a quienes tomaban parte de la ceremonia o ayudaban en ella; enmiendas que consolidaron el poder de procesar, juzgar y actuar como jurado de un solo individuo: el agente indio. Esta prohibición dictaba que:
Cada indio u otra persona que participe o asista en la celebración del festival indio conocido como potlatch o en la danza india conocida como las tamanawas es culpable de una falta y susceptible a ser encarcelada por un periodo que no será mayor a seis meses ni menor a dos […] y todo indio o persona que aliente […] a un indio a producir dicho festival […] será susceptible del mismo castigo.5
Estas políticas iban dirigidas a los pobres y desposeídos. Las enmiendas legislativas ocurrieron en respuesta a una imposibilidad de control. A pesar de este dictado y del supuesto de que moriría, repetidos una y otra vez, así como de la renuncia subsiguiente por parte de los pueblos nativos coaccionados, el potlatch adquirió nuevas formas y siguió. La prohibición se presentó al mismo tiempo que aparecía otra ansiedad, económica en este caso. El año de 1884 marcó el comienzo de una recesión en la Columbia Británica, lo que condenó las muestras de riqueza por ser particularmente derrochadoras, de igual forma que la entrega competitiva de regalos, en la que se esperaba que el invitado a un potlatch respondiera con una demostración aún mayor de riqueza en la siguiente ceremonia, lo que en esencia dejaba en bancarrota a los jefes y a la comunidad anfitriona. Sin embargo, el contrato social —el vínculo recíproco de ceremonia— aseguraba en el futuro el pago de esta deuda con intereses. A principios de la década de 1900, el potlatch también cambió debido a la afluencia de dinero. Los trabajadores nativos se beneficiaron de las industrias, incluyendo las plantas enlatadoras de pescado, y luego usaron esta riqueza monetaria para comprar más cosas que donar, como cobijas, muebles, botes y otros artículos modernos. La economía occidental posibilitó a la nativa, y para los agentes indios, la llevó a límites nuevos e intolerables. En 1921, durante la semana de Navidad, Dan y Emma Cranmer celebraron una ceremonia de cinco días en la isla Village para lograr que la familia de Emma pagara la propiedad que su esposo le regaló cuando se casaron. Éste fue el arresto grupal más grande ocurrido durante la prohibición, 45 personas fueron detenidas y 22 encarceladas. En vez del encarcelamiento, la defensa negoció un acuerdo que ofrecía entregar máscaras, cobres, vestimentas ceremoniales y tocados a la Corona junto con una renuncia pública al potlatch. La entrega de material y la renuncia a esta ceremonia no se limitaban a quienes habían sido arrestados, sino que se extendían a las trescientas personas que tomaron parte de las ceremonias. Además, se entregaron también sentencias en comunidades cercanas. Asimismo los arrestos estaban recubiertos de ideologías cristianas. Se creía que “habían renunciado al don y su renuncia los llevaba al lado civilizado de la frontera entre la civilización y la barbarie”.6 Una de las primeras personas que intentaron recuperar las vestimentas y los objetos (que, según entendían algunos, eran seres vivientes) fue el jefe James Sewid. En 1967, después de que fallaran las pláticas iniciales, intentó comprarlos por el mismo precio en que se vendieron originalmente a los museos. Según observa Michael Ames, una vez que un objeto ingresa a un museo queda vinculado también por los protocolos museológicos (mismos que lleva consigo cuando finalmente regresa a su lugar de origen).7 El Museo Real de Ontario, por ejemplo, argumentó que Sewid no sólo debía pagar el precio de compra de estos objetos sino también el “cuidado” y la restauración que se implementaron cuando estuvieron en su propiedad. Se trataba de objetos transformados: llevaron consigo el contexto de los museos cuando regresaron a Cabo Mudge y a la Bahía Alert, contextos que predicaban su exposición, su uso y su cuidado. En el Centro Cultural U’mista, en la Bahía Alert, los objetos se organizan en torno a los bordes del cuarto, sobre pedestales; no están dentro de vitrinas. El orden en que se muestran se corresponde aproximadamente con el papel que desempeñan en un potlatch. En el centro del museo existe un espacio abierto para bailes y ceremonias. Los objetos regresados supervisan los procedimientos como si se tratara de centinelas. Por otro lado, en el Centro Cultural Nuyumbalees es la propiedad lo que se exhibe. Se pone prioridad sobre la información en torno a la herencia familiar de las máscaras y vestimentas devueltas, así como sobre el papel de otras personas de alto rango en el potlatch de 1921. Los objetos regresados exhiben algo así como una nostalgia: contenida en su exilio hay una añoranza constante de reapropiación. De entre todas las fotos que existen de los artículos confiscados en las ceremonias de potlatch de Bahía Alert, la imagen que se reproduce a continuación es la que más circula.
Las máscaras desempeñan diversos papeles en el potlatch. De las retratadas, algunas son tocados de jefes, otras no se usan sino que se muestran en el momento adecuado como signo de un rango elevado y las que quedan se emplean en danzas. En el centro de la imagen, se encuentran las máscaras de transformación, creadas con elaborados sistemas de poleas. Quienes las visten cambian entre diferentes seres a mitad de la representación, con lo que simbolizan la delgada línea entre el mundo humano y el de los espíritus. Aquí estas máscaras aparecen en una posición fija, abiertas con los rostros internos expuestos. La máscara grande que aparece en la esquina inferior izquierda de la fotografía representa a Dzunuk’wa, la mujer salvaje del bosque. Suele tallarse con la boca abierta y adornada con pelo negro largo y desordenado. Se trata de una caníbal que atrapa niños en su canasta de cedro para comérselos después. A cada lado del estante superior hay cráneos tallados. Las representaciones de la vida y la muerte son una parte integral de las ceremonias del potlatch. Los objetos que se tomaron de Memkumlis y de las comunidades vecinas se reúnen como pecadores en un salón parroquial anglicano en la Bahía Alert. Dispuestas sobre sábanas blancas por el agente indio William Halliday, las máscaras que aparecen en la fotografía se presentan como evidencia de supuestas prácticas fugitivas. Estas fotografías existen a causa de la prohibición, pero también conforman otro tipo de evidencia: de la obsesión blanca con el potlatch. Cuando las máscaras se enviaron de isla Village a la Bahía Alert y se reunieron en la iglesia, se convirtieron en mercancías. Antes de que los objetos se dispersaran, los espectadores podían pagar por ver los bienes que se mostraban en el salón de la parroquia. Si bien en la década de 1860 se trataron con relativa indiferencia, para la de 1870 eran “el blanco de una cruzada moral”.8 Como objetos con los que se podía traficar ingresaron a las pertenencias de museos a través de Halliday y se vendieron a individuos entre los que se cuentan Gustav Heye y André Breton; unos cuantos permanecieron en la colección personal del agente indio Duncan Campbell Scott. Mientras que los agentes indios describían el potlatch como algo “sin valor”, las máscaras claramente lo tenían. Tomadas de las manos de sus dueños legítimos, se convirtieron en mercancías y luego en receptáculos en los que otros proyectaban sus ideas en torno a lo sobrenatural, a lo primitivo y lo surrealista. Empezaron a representar los límites del conocimiento europeo.
En la imagen, dos grandes máscaras son esenciales. Extendidas revelan tres rostros: dos en el exterior y uno, similar a un humano, en el centro. Éstas representan a Sisiutl, la serpiente de dos cabezas. Esta criatura, que siempre se representa cornada, vuelve piedra a aquellos que no pueden enfrentar sus miedos. Quizás en concordancia con su naturaleza bicéfala, Sisiutl también dota de poder y riqueza: guerreros y jefes siguen usando su imagen como escudo de armas en sus vestimentas formales para obtener protección. La evidencia de prácticas fugitivas que Halliday presentó incluía el registro de personas junto a los objetos que buscaba. En la imagen siguiente, un jefe sostiene dos t’lakwa —o cobres—, una pieza completa y una parcial.
Los t’lakwa se cortan por razones específicas; ya sea como un acto de deshonra o para demostrar el estatus de un jefe que regala un fragmento cortado de la parte superior del cobre a su principal rival. El 16 de abril de 1919, un hombre de la Bahía Alert de nombre Wawip’igesuwe’ escribió una carta en representación de la Nación Originaria de ’Namgis en torno a la prohibición del potlatch. En ella apelaba a modelos económicos occidentales para explicar el valor de los t’lakwa:
Cada tribu tiene sus cobres y cada cobre tiene un valor propio. En el pasado no había dinero y estos cobres eran el estándar de valor, pero su valor incrementaba cada vez que cambiaban de dueño. Cuando llegó el hombre blanco y pudimos ganar sueldos en efectivo por nuestro trabajo, invertimos nuestros ahorros en cobres y los usamos de la misma manera que un hombre blanco usa un banco y siempre esperábamos obtener más de lo que invertimos. Le presentamos aquí una lista de cobres que pertenecen a la tribu ‘namgis y sus valores, otras tribus tienen sus cobres, en esto se puede ver la gran pérdida financiera que para nosotros conllevaría que se suprimiera nuestra costumbre.9
Ahora este objeto tenía una carga doble, tanto un valor cultural como uno económico, en el sentido occidental, y este valor se acumulaba cuanto más circulaba. Esta gran inversión, no obstante, no se transfirió con los cobres que se confiscaron en 1922. A diferencia de lo ocurrido con las máscaras y las vestimentas, no se compensó a su dueños, pues no se les había asignado un valor en dólares en los libros de contabilidad de los agentes indios. Durante la prohibición, los potlatches pasaron a la clandestinidad y se disfrazó su carácter externo. A veces los bienes usados en un potlatch se daban en Navidad como “regalos”, mientras que en la década de 1930 las comunidades comenzaron a celebrar ceremonias deliberadamente inconexas: danzas y discursos se hacían en días diferentes a la distribución de bienes (la entrega de dones estaba prohibida si se llevaba a cabo en el contexto de una ceremonia). En otras ocasiones, los potlatches seguían el modelo de la entrega relativamente banal de bienes europeos: los 1500 costales de harina que aparecen, por ejemplo, en la imagen siguiente:
En vez de los rituales comunes del potlatch que acompañaban la distribución, cuando se dio el costal de harina que aparece aquí, quien lo ofreció simplemente dijo: “He aquí algo de harina para ayudarte con el duro invierno”. También se añadieron a la ceremonia ideas cristianas de caridad para disipar cualquier preocupación en torno a comportamientos cuestionables. Se trataba de una decisión premeditada, pues es famosa la resistencia de estas comunidades nativas a que el cristianismo las asimilara. No obstante, esta elección proporcionaba la idea de conversión mientras las comunidades continuaban sus prácticas espirituales con bastante transparencia. Cuando se donaron novecientos costales de harina en Fort Rupert en 1933, se dijo a la policía: “Fue un acto de caridad cristiana”. Dado el número de costales (que señalaba la gran riqueza de la persona que los compró), su exposición deliberada con antelación y la reunión comunal, la entrega de harina probablemente era un medio para pagar una deuda que se debía a otra familia a causa de un matrimonio reciente o de un cambio de estatus. En este sentido, el potlatch, una vez reformulado, generó otra crisis en la lógica colonial. Los agentes indios eran absolutamente conscientes de que se trataba de un potlatch, sin embargo la descripción estricta de esta ceremonia en sus documentos no podía explicar los cambios en la forma ni la resistencia creativa inherente. Aquello que los blancos se habían esforzado tanto en nombrar una vez más escapaba a sus definiciones; al surgir desde las sombras coloniales de la lengua y la ley, el potlatch necesitaba una coerción más, otra forma de control. Buena parte de lo escrito en torno a la ceremonia de hamat’sa (la sociedad secreta que supuestamente involucraba el consumo ritual de carne humana) se utiliza como evidencia del salvajismo de los pueblos nativos y como una forma más de justificar la criminalización del potlatch. Originalmente se celebraba como parte de tsetseka —o ceremoniales de invierno— y en él, jóvenes iniciados representaban cómo el espíritu devorador de hombres Baxwbakwalanuksiwe’ los poseía. A lo largo de la ceremonia, se liberaba a estos jóvenes hombres de ese espíritu. El hamat’sa era esencial para que los kwakwaka’wakw reiteraran el poder de los vivos en relación con los muertos (la habilidad de consumirlos a la vez que no se sucumbe a la muerte) y las fuerzas salvajes de la naturaleza. Aquí actúa también otra forma de reciprocidad, una que se encuentra entre el mundo humano y el sobrenatural. Si bien se sacrifican espíritus para permitir la supervivencia de la vida humana como parte de la ceremonia, el ofrecimiento mismo de vida humana que se implicaba en el consumo simulado de su carne se entiende como algo necesario para permitir la supervivencia continua de lo sobrenatural. Las ceremonias del potlatch dieron lugar también a otra forma de posesión: la de los agentes indios y quizás incluso del mismo antropólogo Franz Boas.
En la imagen, se puede observar cómo Franz Boas modela para un diorama sobre el hamat’sa; aparece como el danzante “salvaje” que surge del umbral de lo sobrenatural y sale de la boca de Baxwbakwalanuksiwe’. Este diorama se basó en una representación de la ceremonia que ocurrió con un desplazamiento temporal considerable. En 1893 se llevó a un grupo de kwakwaka’wakw a Chicago como parte de la Exposición Universal. Allí representaron el hamat’sa una y otra vez ante un público de legos, lo que puso en movimiento un ciclo de repetición y reiteración del ritual que continúa hasta nuestros días. El pueblo kwakwaka’wakw deja claro que la danza no es sólo una celebración; forma parte integral de su sistema judicial y su gobernanza. Ellos declaran: “una ley estricta nos ordena bailar”.10 En 1975, cuando se hizo oficial el regreso del primer conjunto de objetos confiscados en el potlatch de 1921, en Cabo Mudge y en la Bahía Alert se celebró con danzas que no eran simplemente festivas. Una parte del acuerdo para que los objetos regresaran a su hogar era que debían albergarse en museos. Con esto se presentó una oportunidad para que la comunidad repensara el papel del museo y la manera de mostrar objetos y presentar sus complicadas historias. En el Centro Cultural U’mista en la Bahía Alert, los objetos están dispuestos en torno a un área abierta dentro de la arquitectura de una gran casa. Los objetos no se colocaron en vitrinas sino que están a la intemperie, agrupados y dispuestos aproximadamente en el mismo orden que ocuparían en el potlatch. Se pone énfasis en los significados de diferentes máscaras y en las vestimentas de gala y se reitera continuamente su relación con el potlatch de 1921 y la familia Cranmer. En el Centro Cultural de Nuyumbalees, el énfasis de la exposición está en las familias individuales que resguardan objetos específicos. El potlatch de 1921 no era solamente de Dan Cranmer sino que se trataba de una empresa colaborativa con su esposa Emma, así como con Billy Assu, el jefe de Cabo Mudge. A diferencia de lo que ocurre en U’mista, el principal público de Cabo Mudge sigue siendo la comunidad. A pesar de las predicciones de las autoridades y los legisladores de que el potlatch desaparecería, algo que estos últimos y los acusados repetían una y otra vez en el punto más álgido de la prohibición (como una manera de aplacar a las autoridades), esto nunca sucedió. Como sistema demostró ser sorprendentemente maleable. En ocasiones se dividía en dos partes, incorporaba de modo estratégico bienes e ideologías europeos para ocultarse o pasaba a la clandestinidad a la vez que seguía siendo en gran medida él mismo. En la actualidad los objetos del potlatch circulan principalmente en forma de máscaras: algunas se tallan específicamente para el mercado del arte; otras circulan como parte de una ceremonia. Beau Dick es un fabricante de máscaras. De ascendencia kwakwaka’wakw, vive y trabaja en la Bahía Alert. Un tema continuo de sus tallados, muchos de los que se venden a coleccionistas, es Dzunuk´wa, la caníbal. En este contexto, comerse al otro representa el consumo cultural. En 2012 Dick intentó saltarse este deseo de consumo cuando quitó cuarenta máscaras de los muros de su galería comercial en Vancouver y las llevó de regreso a su comunidad natal, donde se quemaron en una ceremonia frente a testigos que incluían artistas y coleccionistas. La quema de máscaras no era simplemente un acto destructivo sino que puso en marcha la creación de un nuevo conjunto de máscaras, a las que después de cuatro años de usarse en potlatches también se les prenderá fuego. Existe una historia que cuenta cómo una comunidad decidió hacer algo sobre Dzunuk´wa, así que la capturaron y la mataron. Para asegurarse de que no regresara a la vida, prendieron una gran hoguera para quemar su cuerpo. Cuando su cuerpo se calcinó y quedó negro, se transformó en un enjambre de mosquitos. La transformación y dispersión de Dzunuk´wa es similar a lo que ocurrió con el potlatch: una práctica que sobrevivió gracias a su trasmutación durante la cúspide de la violencia y el control coloniales.
La versión en inglés de este artículo fue publicada originalmente como C. Hopkins, “Outlawed Social Life”, South as a State of Mind, 2016, núm 7.
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Franz Boas, tomado de un informe de 1889 a la Sociedad de Geografía de Berlín apud Christopher Bracken, The Potlatch Papers. A Colonial Case History, Chicago, University of Chicago Press, 1997, p. 6. ↩
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Christopher Bracken, op. cit., p. 8. ↩
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Christopher Bracken, op. cit. ↩
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Jacques Derrida, Glas, Lincoln, University of Nebraska Press, 1986, pp. 6-7. ↩
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An Act to Further Amend the Indian Act, 1880, S. C. 1884, c. 27, s. 3. ↩
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Christopher Bracken, op. cit., pp. 42-43. ↩
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Michael Ames, Cannibal Tours and Glass Boxes. The Anthropology of Museums, Vancouver, University of British Columbia Press, 1992, pp. 139-150. ↩
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Christopher Bracken, op. cit., p. 35. ↩
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Jefe apud Franz Boas, “The Indians of British Columbia”, The Popular Science Monthly, marzo de 1888, vol. 32, p. 631. ↩