Hace un par de días empecé a escupir una tos repentina. Tomé de nuestro armario el juego de sábanas, la cobija y almohadas para invitados y me despedí de Sabeth, sin abrazos ni besos. No era así como había imaginado que estrenaría el nuevo sofá cama de mi estudio, pero carecía yo de potestad para modificar las circunstancias que me empujaban a aislarme aún más dentro de nuestro confinamiento de semanas. La primera noche tuve un episodio de parálisis de sueño, el primero en cinco años. La segunda olvidé encender la calefacción y soñé que nadaba en el Estrecho de Bering mientras un grupo de mujeres de mi pasado ordenaban a sus compañeros sentimentales —una de ellas instruía a su esposa— a cazarme. No sufro de COVID-19. Mi tos es levemente flemática. La irritación de mi garganta y mis estornudos son alergia a la primavera —una de tantas afecciones del primer mundo, como la soriasis y la mononucleosis, que me han afligido desde que me exilié voluntariamente de Colombia—. La cabeza me duele por no renovar la prescripción de mis lentes y creer que es suficiente con amplificar Word al doscientos treinta y dos por ciento. Mis mareos matutinos son hereditarios y no contemplo empezar a masticar ajo para mitigarlos, como lo hace mi padre. Mi fatiga y dolor muscular se deben a mi mala postura frente a cualquier dispositivo, análogo o digital. La calentura que siento es fantasma, el termómetro lo ha comprobado una y otra vez. Los únicos momentos en los que pierdo la respiración ocurren cuando canto y bailo en la ducha. No sufro de COVID-19. Probablemente. Aun así, preferí descender un nivel más en la penumbra del confinamiento. A pesar de que lo intuíamos inservible como medida para proteger a Sabeth, porque la tarde en la que gripa me golpeó nos duchamos juntos, nos acurrucamos viendo televisión, ella me dio a probar de su Lillet y yo de mi Hövels Altbier. Me aislé porque es lo que haría un hipocondriaco en medio de una pandemia global provocada por un virus que los científicos no terminan de descifrar. Porque mi anterior trabajo, imaginando los peores escenarios e ideando estrategias de mitigación, me enseñó que, si algo puede salir mal, saldrá mal. Tarde o temprano. Y sí, también porque tenemos pantallas en todos los espacios de nuestro apartamento, menos en nuestra habitación. Y extraño quedarme dormido viendo televisión. Pero, principalmente, por miedo. Un miedo amoroso, que nace del riesgo de contagiar a Sabeth, de asesinarla con mi saliva. Un miedo pragmático y egoísta, también, porque su muerte implicaría la obligatoriedad de reinventarme nuevamente, por tercera, cuarta o quinta vez. He perdido la cuenta. Temor a perder la vida de espontaneidades que ella me enseñó a vivir en este país que hoy es, simultáneamente, mi hogar, pero también un lugar de paso. La sola idea de perder a Sabeth, y de perderme sin ella, es abrumadora. No le temo a la muerte. No por arrogancia testosterónica. Ni por saberme miembro de un grupo de bajo riesgo. Le temo porque, desde temprana edad, empecé a asimilar la certeza de que la muerte inicia en el segundo en el que nacemos. Que la muerte es el destino común y final de todo ser vivo. La muerte como el gran igualador de la vida. Mi miedo es la certeza de saberme insignificante. Mi muerte causará malestar en un círculo que, a nivel global, es tan insignificante como mi desaparición. Una vez cesen de vivir aquellos que me recordaban yo moriré por completo. Y el mundo, los mundos, continuarán inmutables, como si yo nunca hubiese existido.
Efraín Villanueva (Colombia, 1982). Escribe novelas, cuentos y artículos culturales. Ha colaborado con medios como Granta, El Heraldo, El Tiempo, Arcadia, Literal Magazine, entre otros medios. Ha publicado los libros Tomacorrientes inalámbricos y Guía para buscar lo que no has perdido. Es maestro en escritura creativa por la Universidad de Iowa y tiene un título en creación narrativa de la Universidad Central de Bogotá. Hace cuatro años vive en confinamiento voluntario en Alemania, en donde prepara su próxima novela.
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Imagen de portada: Zuhause, Dortmund visto desde un apartamento. Fotografía de Frank, 2009. CC