Una narradora potomitan
En 2018 la escritora guadalupeña Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, 1937) se alzó con el denominado Premio Nobel alternativo de Literatura. El reconocimiento de la autoconstituida Nueva Academia atrajo la mirada del gran público europeo hacia esta figura capital en el panorama de las letras francófonas contemporáneas. Asimismo, muchos lectores comenzaron a situar en el mapa su país natal, el archipiélago de Guadalupe. Esa tierra, que en 1946 pasó de ser una colonia francesa a integrarse a la metrópolis como uno de sus “departamentos de ultramar”, tiene forma de mariposa y despliega con delicadeza sus duras alas volcánicas sobre el mar Caribe.
En las historias de la autora conocí a personajes que acompañan en cada tropiezo y cada lumbre de la travesía. De esos, en fin, que ayudan a respirar, heroínas dotadas de una resiliencia extraordinaria, mujeres que, como los juncos de los regatos, no se quiebran del todo ante las violencias del huracán. Tampoco precisan enterrar muy hondo sus raíces en tierra alguna. Nos recuerdan que vivir es resistir y que, en realidad, somos de todas las orillas. La traducción de esta entrevista es mía.
Seguro que recibes a menudo mensajes halagadores de admiradores o de jóvenes escritores, ¿cómo es tu relación con el público?
Mi relación con el público ha evolucionado bastante. Desde que en 2018 me otorgaron el Premio Nobel “alternativo” de Literatura, la verdad es que recibo muchos más correos de lectores y menos mensajes de jóvenes escritores. Sobre todo, me siguen escribiendo bastantes desde el oeste africano, especialmente senegaleses o malienses. Les conmueve mi interés por Segú que, como bien sabes, fue la capital del reino Bambara, en el actual Mali. Allá por el año 1984 le dediqué dos volúmenes a Segú y parece que vuelven a estar de actualidad en este mundo que nos toca vivir, dominado por los conflictos religiosos.
¿Y tu relación con la crítica? ¿También ha cambiado con el tiempo?
Sí. Al principio de mi carrera recibí opiniones muy duras y negativas. Creo que la franqueza de mis relatos no era del gusto de periodistas y críticos, pero eso ha ido cambiando poco a poco. Por ejemplo, mi última novela, El Evangelio del Nuevo Mundo, no ha recibido más que elogios.
A menudo has repetido que no escribes ni en francés ni en creole: que tú escribes en Maryse Condé. Intentar traducir todos los matices de tu lengua personal de creación, inimitable y única, me parece una tarea tan apasionante como complicada. ¿Cómo es, en ese sentido, tu relación con tus textos traducidos y con tus traductores a otras lenguas?
Una vez escribí un artículo precisamente sobre esto. Se titulaba “Intimate Enemies” (“Enemigos íntimos”) y lo publicó una revista inglesa.1 En él explicaba que considero la traducción como la última desposesión de mis textos.
Primero, las escritoras debemos soportar las observaciones del editor, que pretende cambiar el título e incluso determinados pasajes del relato. Luego, toca aguantar a los correctores, que a menudo solo se preocupan por la gramática. Como colofón, llega el traductor y cambia el sonido original del texto, la sonoridad y el ritmo que tanto trabajo le ha costado a una conseguir… Porque, no lo olvidemos, todo escritor es también un músico, siempre preocupado por la armonía de sus textos.
Entonces, ¿prefieres no saber nada del proceso de traducción de tus libros?
Prefiero que mis traductores no se pongan en contacto conmigo. De hecho, cuando aún daba clases, jamás incluía mis libros en los programas de mis asignaturas de traducción para estudiarlos con mis alumnos. Ni siquiera intervengo directamente en las versiones de Richard Philcox, mi esposo, que es el traductor de mis obras completas al inglés. Me limito a responder a sus preguntas, cuando las tiene. Entonces no lo considero como mi marido; simplemente está haciendo su trabajo.
En bastantes ocasiones te he escuchado explicar cómo tu vocación de escritora nació en la infancia, con la lectura de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas). Enseguida deseaste escribir historias como las de Emily Brontë, pero una amiga de tu madre te desanimó diciéndote: “La gente como nosotras no escribe”. A lo largo de tu carrera, ¿has vuelto a sentir aquel desánimo?
En parte sí. Durante mucho tiempo mis libros no tuvieron ningún éxito. Creo que representar la verdad es todo un arte y que tal vez, al principio, yo no sabía hacerlo. No obstante, también es verdad que esa ausencia de buenas críticas me parecía algo secundario, pues el escritor escribe ante todo para sí mismo, sin preocuparse en exceso por la recepción de sus textos. Poco a poco, la indiferencia de la crítica y del público fue cambiando. Y ahora no me doy abasto para atender a tantos compromisos y tantas entrevistas. Quizás soy yo la que he cambiado.
Creo que yo escribo poemas porque no sé pintar ni tocar ningún instrumento. A veces se dice que todos los creadores son artistas frustrados de otra disciplina, ¿qué arte habrías cultivado si no hubieras sido escritora?
Me habría encantado ser cantante de ópera. De joven soñaba con ser Jessye Norman, cuya voz me conmueve profundamente. Entiendo bien la frustración de Nina Simone, que jamás consiguió cumplir su sueño de ser cantante de ópera. ¡Pero no solo me gusta la ópera! Adoro la música de todo tipo: entre mis ídolos se cuentan también artistas como Celia Cruz, Bob Marley, Jacob Desvarieux, John Lennon o Tracy Chapman.
En efecto, la música es otro aspecto que me encanta de tus novelas. En sus páginas suenan referencias de lo más variado: ritmos de jazz, réquiems, chantez-Noël (villancicos creoles), reggae, biguines, rocks, griots africanos… ¿Qué papel juega la música en tu proceso creativo?
He escrito todos y cada uno de mis libros escuchando música. Me encanta la música de todo tipo. Para mí, es un complemento al texto escrito.
Además de tu oficio como escritora, has dedicado tu vida a la carrera académica en grandes universidades como Berkeley o Columbia, entre otras. ¿Cómo has conseguido compaginar todas estas actividades?
Me he dedicado a la docencia y la investigación por razones puramente materiales. Porque necesitaba comer y dar de comer a mis hijos: ganarme la vida, en fin. Pero, en el fondo, la escritura siempre ha sido lo que me ha hecho sentirme viva y soñar. A veces, no era nada fácil llegar a todo.
En tus libros percibo una gran sensibilidad hacia la infancia. De hecho, considero que tus libros infantiles y juveniles son extraordinarios. Aunque a menudo tengo la impresión de que este aspecto de tu producción literaria no ha recibido la atención que merecería. ¿Qué opinas de esto?
A mí me encantan los niños. He sido madre de cuatro hijos, fruto de mi primer matrimonio. Pero mis relatos infantiles no se correspondían con lo que los editores esperaban. Los adultos nos empeñamos en construir una serie de mitos para los niños. Sin embargo, uno de mis cuentos infantiles más exitosos se titula “Haïti chérie” (“Haití querida”) y no tiene absolutamente nada de mito. El editor después lo rebautizó como “Rêves amers” (“Sueños amargos”). Narra la historia de una niñita haitiana que emigra a Estados Unidos porque tiene el sueño de comprarle una casa a su madre. Pero los guardacostas americanos la sorprenden. Entonces se ve obligada a tirarse al agua y se ahoga. Pienso, en fin, que los niños lectores son perfectamente capaces de aceptar la verdad tal cual es. De hecho, prefieren este tipo de relatos a aquellos fabricados a medida para ajustarse a una imagen falsa de la infancia.
Además de los niños, me emociona encontrar en tus novelas a mujeres dotadas de una resiliencia extraordinaria. Mujeres potomitan, como se las llama en creole, por analogía con el pilar central que sostiene los templos vudúes. ¿Ha habido muchas mujeres así en tu vida?
Mi madre, sin duda, era toda una mujer potomitan. Era hija de una criada analfabeta que jamás supo hablar francés. A pesar de eso, mi madre logró convertirse en una de las primeras maestras negras de su generación. Siempre ha sido un modelo para mí, por no decir una obsesión. Inconscientemente, creo que me he pasado la vida intentando igualarla. Por otro lado, soy madre de tres hijas. Sé perfectamente hasta qué punto la condición femenina es difícil. Sin llegar a declararme feminista, sí que pienso que este mundo se porta mejor con los hombres que con las mujeres.
Desde luego, has visto mucho mundo. Cuentas bastante de tus viajes en tu autobiografía culinaria de 2015, aunque diría que los viajes y la buena comida que has descubierto viajando son capitales en todas tus historias. ¿En qué se parecen, para ti, la escritura y la cocina? ¿Hay algún viaje que ahora recuerdes con especial cariño?
En mi libro Victoire, les saveurs et les mots quise explicar con detalle que, a mis ojos, el trabajo de un escritor y el de un cocinero en realidad son idénticos. El primero se sirve de sonidos y el segundo de sabores, pero ambos aspiran al mismo objetivo: crear armonía. De todos mis viajes, me quedo con Japón, pues allí degusté los platos más finos y originales que recuerdo.
De alguna manera, has vuelto a dar la vuelta al mundo con tu último libro, L’évangile du Nouveau monde (El evangelio del Nuevo Mundo). Me ha emocionado profundamente su mensaje humanista. ¿Querrías contarnos algo más de este libro?
Estoy muy contenta con la acogida que está teniendo. El editor también lo está, al parecer. Recientemente me ha enviado un recopilatorio de todos los artículos elogiosos que se han publicado hasta ahora. El evangelio del Nuevo Mundo es mi testamento. Por culpa de la enfermedad que padezco, ya no podré escribir ninguno más. De modo que me alegra mucho que todo termine de esta manera tan positiva. He tenido que dictarle esta novela a una amiga. Ha sido un proceso muy cansado y complicado. Mi vida es un poco difícil en estos momentos. Pero tengo la suerte de vivir rodeada del cariño de mi marido, de mis hijos y de mis lectores. ¿Qué más se puede pedir?
Imagen de portada: Maryse Condé, La deseada, Impedimenta, Madrid, 2021 [Detalle de portada]