No una palabra, apenas un murmullo, apenas un escalofrío, menos que el silencio, menos que el abismo del vacío; la plenitud del vacío, algo a lo que no se puede hacer callar, que ocupa todo el espacio, lo ininterrumpido, lo incesante, un escalofrío y acto seguido un murmullo, no un murmullo sino una palabra, y no una palabra cualquiera, sino distinta, justa, a mi alcance. Maurice Blanchot, 1973
Ya estamos infectados. La infección es como el pensamiento. Y, además, está en el pensamiento; lo habita, lo colma. Aunque a simple vista parezca lo contrario, el pensamiento está afuera, y nos piensa (nos infecta). Foucault y Deleuze se supieron poner de acuerdo en eso, sin que hasta ahora nos molestara demasiado la idea a quienes (todavía) somos mortales. Hoy, “el pensamiento del afuera”, por lo menos nos inquieta porque, afuera, está prohibido, afuera habita el peligro. Y si el afuera es ilimitado, el peligro también lo es, como lo es el miedo y la restricción. En el lugar en el que el pensamiento se pliega y produce interioridad, es en el que nos afecta. Nosotros dentro del pensamiento y no ‘nuestro’ pensamiento. Entonces ¿cómo acotar aquello que nos piensa?, ¿cómo sustraernos del pensamiento, de su murmullo incesante? Es un ruido, como de goteo, que no cesa. Más bien estalla de a poco, con una sonoridad cercana y pesada, como si no dejara de morir nunca. Una contabilidad. Menos en la acumulación de la muerte que en sus números precisos está todo el furor del pánico. ¿De qué se trata contar la muerte, desmenuzarla, segregarla, enumerarla, anunciarla? ¿Acaso no preferimos el escándalo siempre inesperado de su acontecimiento, a esta promesa obscena, a este suplicio? Pero asimismo, hay quienes esperan. Esperan que una pandemia haga la revolución por nosotros, esperan que la enfermedad nos contagie —a condición de sacarle el cuerpo— las voluntades. Esperan la fraternidad, el amparo colectivo, la proeza comunitaria, la destrucción del capitalismo. Esperan la valiente transformación de nuestro jodido tiempo mientras todos morimos de miedo. Hacer Un socialismo, pero uno bueno, con comillas, desde la notebook o el teléfono celular. ¿Que salgamos de la pandemia transformados? Yo aprendí que desde donde alguien puede salir transformado es de una experiencia. Para menguar el dramatismo, pongamos por caso una experiencia, por ejemplo, de escritura. Lo cual es posible porque, en la escritura, se fabrica algo, se ficciona, se crea lo que antes, sencillamente, no estaba; una experiencia que se cruza con otros, que leen. Pero toda esa ficción, a lo sumo, es verosímil. Esta mierda, es verdad. Está regulada por la verdad y está hecha de verdad. La verdad de la contundencia de la muerte, no sólo en su cadavérica empiricidad, sino también en su espectáculo, aún cuando su solemnidad espectral se encuentre interferida por la amenaza de este virus, que separa a los vivos para no amontonar muertos. El aislamiento no sólo arrasa nuestro estilo de vida, sino a la vez, nuestro estilo de muerte; como si en el último respiro se perdiera también el nombre. Pero la verdad, con su estructura de ficción, es a la vez la condición de posibilidad de este naufragio de los cuerpos, de su amputación de la ciudad, del encriptamiento en este mausoleo que hoy es la casa. ¡Somos rígidos con eso! dicen los funcionarios, expertos, que contabilizan la muerte para administrar la vida, anulando el carácter contingente de su reciprocidad. “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”, así parafraseaba Freud un viejo apotegma sobre la guerra. La fatuidad científica, su asepsia desmedida, sofoca al psicoanalista. El acatamiento del cuerpo a las indicaciones del saber médico se sostiene en esa autoridad que, no obstante, ignora lo que sabe. ¿Qué torsión semántica haría posible quebrar la hegemonía del discurso? El anticuerpo del cuerpo amenazado, a falta de antígeno y aún con “tapabocas”, también puede ser la palabra. Confinándome entonces a ‘La verdad’, no encuentro aún una palabra a mi alcance. Personalmente, al contrario, tras el escalofrío sufro el hastío, por caso, de la palabra nariz. De su órbita inexacta, de su puerta de entrada, de sus orificios abiertos a esta alteridad insoportable que hoy es el mundo. Padezco el silencio en la boca, en la comisura de estos labios renunciados que no mojan nada, que no pronuncian nada, que no escupen, que no beben de la copa de nadie, en sus mesas, en sus casas, en sus calles. El abismo en los ojos, que resbalan desprevenidos en la pendiente de la curva de la enfermedad. Y, otra vez, el murmullo, ese zumbido en los oídos, pero estridente, que ensordece la tarde, al son de la cantinela de la sirena mortífera que suena todos los días, inequívocamente, a las seis. Las manos anestesiadas de no tocar. Los pies entumecidos de sopesar su camino entre el baño, la cama, la cocina y la sala de estar. La mente detenida en las 17 pulgadas con brillo automático del ordenador de una vida ermitaña potenciada al extremo en defensa de toda la humanidad. ¿Y lo que cobra importancia es ese florero? Es cada individuo que compone el ramillete de flores, es cada pétalo, es cada célula viviente de esa simple vida botánica. Y es la tabla que soporta el florero, y sus cuatro débiles y estáticas patas. Y es ese suelo de granito, tan frío, tan antiguo, tan incierto, que soporta la mesa que sostiene el florero que contiene las flores con su pétalos y sus células vivientes que, después, morirán, porque viven. Pero yo no las cuento. Es la casa, cuyo techo se encuentra a la altura misma del suelo. Habito los suburbios de la vida que tenía (aún sin destacarme en nada); vivo de sus migajas. Echo mucho de menos mi vida común, la vida en común. Las que se tocan o se tocaron alguna vez con la mía. La libertad de mi compañero en su río, la llegada de mamá, los mellis de la Negra, los amigos en la Facultad, la reunión en el bar, cada una de las voces casi tangibles que solía escuchar. Pero es la vida de Antonio, la que más. Que apenas termina de dar su séptima vuelta, recibe esta frenada brutal a casi todo y, principalmente, a su pasión por la amistad. ¿Y si lo acepta? ¿Y si los niños y niñas aceptan que se puede prescindir de la amistad? ¿Y si se olvidan? ¿Y si el mundo distópico que nos mostró la literatura, aquel en que seríamos gobernados por las telepantallas y los aparatos digitales más sofisticados, reemplaza el mundo utópico de la infancia, sus engrudos, sus abrazos, sus escondidas, sus campamentos? ¿Y si entonces no conocen el mundo que conocimos? ¿Y si la infancia era el suelo de cultivo de todo aquello que ocuparía después el sitio fundamental que ocupa, en la vida adulta, el lazo material, elemental, irremplazable de la amistad? Cuando beso a Antonio, siento en su pelo, en su piel suavecita el olor de su amigo entrañable. Le veo un gesto suyo en los ojos y, también, en la forma de decir —como a su través— ciertas palabras, y lo extraño con él. Ansío esos diálogos mágicos e imperdibles, esa manera insensata de invención y destrucción del mundo, en un acto del que sólo la infancia es capaz. Quiero que sea nuestro huésped otra vez. El problema es que el confinamiento preventivo aseguró un giro discursivo radical, a partir del cual, el huésped, literalmente desaparece en una estrategia única de inmunidad. La corona simbólica de un virus, en el discurso popular, pone al cuerpo en evidencia. Indica el imperio de lo viviente, del biopoder. El huésped en las cosas políticas de la vida es, como siempre, un cuerpo cualquiera. Y ese virus con corona, el soberano eventual. Estamos conminados (pero esto desde hace mucho tiempo) a un banquete sanitario universal, donde el cuerpo, como el mundo —aún con su singular mapa de lunares, con sus fronteras epidérmicas, con sus olores, con sus ríos de fluidos, con sus zonas rojas infectadas, con la brisa de su aliento y el contagioso viento de sus suspiros— es, solamente, un pliegue en la gramática de esta peste.
Ivonne Laus nació en Argentina. Trabaja como docente e investigadora en el Instituto Universitario Italiano de Rosario y en la Facultad de psicología de la Universidad Nacional de Rosario, donde se desempeña en un espacio académico destinado a la escritura. Es psicóloga por la misma Universidad y doctora en Educación por la Universidad de Granada
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Imagen de portada: Johan Teyler, Flores en un vaso de vidrio, 1688-1698. Rijksmuseum. Dominio público