¿Qué puedes decirnos del populismo desde tu experiencia?
Primero, que ha estado presente en mi vida desde mucho antes de la llegada de Hugo Chávez al poder, que es la fecha clásica que supone el inicio del populismo en Venezuela. Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, lideró un gobierno socialdemócrata durante su primer mandato (1974-1979) que, sin embargo, también tuvo un espíritu populista. Impulsado por la bonanza petrolera de los años setenta, lanzó un proyecto llamado la “Gran Venezuela”, fundamentado en ideas desarrollistas, pero también en un Estado muy dadivoso en cuanto a la distribución de las riquezas, y en su liderazgo carismático. Todo eso, vale decir, en un marco democrático. La democracia era un “juguete” nuevo en el país y la gente compró la promesa de la “Gran Venezuela”. Con Chávez volvimos a vivir ese efecto consumista promovido por un Estado filantrópico que, al mermar la riqueza, mostró su carácter dictatorial y represivo.
Sobre ese primer contacto con el populismo diría que lo más importante es que sembró la ilusión de que éramos prácticamente el pueblo elegido por la riqueza del subsuelo, que desde el discurso oficial era “de todos los venezolanos”. Esa idea falaz permaneció en nosotros y fue utilizada como palanca política durante muchos años. Chávez la retomó con la bonanza petrolera del periodo 2004-2012. La moraleja de esta fábula es que las promesas del populismo son sostenibles mientras haya dinero para regalar.
Esas obsesiones de los pueblos son instrumentalizadas muy hábilmente por los líderes, y hasta pueden ser utilizadas por populismos de diferente signo, pues el populismo no es una ideología, sino un modo de conquistar, acumular y mantener el poder.
Entonces podríamos definir el populismo como una estrategia comunicativa para lograr esos fines que mencionas, ¿no?
Exacto. Una estrategia de manipulación, de simulación. Todo eso cabe dentro del modo populista. Pero lo importante es evaluarlo por sus resultados.
¿A qué te refieres con “efecto consumista”?
Venezuela era, quizás junto con México —otro gigante petrolero de la época—, el país más consumista de América Latina. No estamos geográficamente cerca de Estados Unidos, pero sí lo estábamos en cuanto a nivel de vida y aspiraciones socioeconómicas. En 1976 Venezuela fue el país con mayores ingresos per cápita en el mundo. Y esas aspiraciones se mezclaron con las ideas de un líder con grandes ambiciones desarrollistas que algunos consideraban mesiánicas. A Carlos Andrés Pérez le decían “LocoVen” por todos los proyectos que iniciaba, que aunque parecían exagerados para nuestro país, al final —si los evaluamos rigurosamente— produjeron mucho desarrollo: se electrificó Venezuela, se construyeron carreteras, hospitales y escuelas; se nacionalizó la industria petrolera. El populismo de Carlos Andrés Pérez —sin ánimos de etiquetarlo solo como populista, sino también como un socialdemócrata desarrollista y nacionalista— produjo una gran movilidad social. Menciono su caso porque me gusta pensar que el populismo tiene también un lado positivo y no se limita a efectos como los producidos por el gobierno chavista, es decir, la desintegración del país.
¿Cuál sería el lado positivo del populismo?
Un gobierno populista sí puede producir desarrollo social y una bonanza que se traduzca en un mejoramiento del nivel de vida de las personas, pero para eso el Estado no debe centrarse solo en la distribución equitativa de la riqueza, sino también, y en igual medida, en la producción, en la creación de esa riqueza. En países donde ha florecido el populismo la economía ha quedado muy debilitada por no hacer eso. En lugares como Venezuela, caracterizados por la “maldición de los recursos”, estas riquezas se invierten en bienes de consumo, pero no en producción. Entonces, el desarrollo real de esas naciones termina por volverse limitado y precario.
Durante su largo mandato, Chávez prometió obras a diestra y siniestra, de las cuales hoy solo quedan cascarones. Por ejemplo, si vas por las carreteras venezolanas verás los pilares de unos ferrocarriles que prometió y nunca se construyeron. Así sucede con puertos y hospitales, que por la incompetencia del régimen chavista quedaron en nada. En cambio, con la “Gran Venezuela” de Carlos Andrés Pérez muchas promesas se volvieron obras tangibles. Hubo corrupción, robos y todo eso que, sabemos, acompaña a la riqueza, pero lo que queda en pie en el país es justamente lo que se construyó antes del chavismo.
Entremos más a fondo en el chavismo. ¿Qué legado dejó la figura de Chávez en Venezuela?
Como dije, el chavismo desintegró literalmente a Venezuela. El país que alguna vez fue una democracia vibrante y un referente económico en América Latina ha sido degradado por una dictadura corrupta, represiva, sanguinaria.
Y que en ningún momento se asumió a sí misma como dictadura.
Las dictaduras rara vez se asumen a sí mismas como tales.
Porque llegó por vías democráticas y se instaló.
Sí. Y justo eso caracteriza a los neoautoritarismos y a la oleada populista del siglo XXI: usan la democracia para socavarla. Lo hemos visto en Hungría, en Turquía, y en América Latina sobran los ejemplos. También en Estados Unidos, donde Donald Trump causó estragos que no fueron más profundos porque hubo una reacción institucional para frenarlo, así como un sector de la población que se movilizó para evitar que fuera reelecto presidente. Estados Unidos logró eficazmente, como Brasil hace unas semanas, frenar la ola populista. Pero las razones que impulsaron esa ola siguen vigentes.
El populismo chavista produjo un gran encanto al principio. No se puede negar que Chávez era un seductor, un hombre carismático y un líder político, pero basó todo su proyecto en narrativas, en ideas “mágicas” de lo que él podía lograr. Hablaba de una “Era de Plata”, de una “Década de Oro”; vendía el Paraíso terrenal. Manejaba un discurso muy mesiánico y narcisista sobre lo que él podía lograr y sobre su propio papel en la Historia. Pero la realidad factual es que la economía venezolana, que fue de las más pujantes de América Latina, se desplomó. Entre 2016 y 2019 vimos en Venezuela la mayor hiperinflación registrada en el mundo —diez millones por ciento, según datos del Fondo Monetario Internacional—. Los procesos hiperinflacionarios en Argentina y Bolivia durante los años ochenta y noventa palidecen ante esta cifra, y solo Zimbabue se le acerca. Como consecuencia, la clase profesional y trabajadora que sostenía al país hoy está sometida a condiciones casi de hambruna y más del 90 por ciento de los venezolanos sufren malnutrición en alguna medida. De un país de treinta millones de habitantes, siete millones han emigrado en los últimos seis años. Y aunque parezca mentira, todo eso se lo debemos a ese proceso que inició hace tres décadas, cuando apareció un populista vendedor de milagros, un charlatán de feria disfrazado de profeta de la religión bolivariana y adornado con parafernalia militar. No fue el primero, y quizás no será el último, pero fue el más poderoso y el más nefasto.
¿Qué diferencia hay entre el populismo de Chávez y el de Trump?
La diferencia es de corte ideológico; algo importante, mas no determinante. Chávez era un líder de izquierda que defendía un modelo de Estado redistributivo asociado con políticas públicas que defienden los derechos de los trabajadores y buscan proteger al pueblo de la oligarquía depredadora y del orden económico mundial neoliberal. Esa era su prédica básica.
Por otro lado, Trump también ofrece proteger al pueblo. Es eso lo que quiere decir “Make America Great Again”: devolver la grandeza a una nación que ha sido corrompida por el “pantano” de Washington, la globalización y el comunismo chino; y restaurar una idea ya superada de lo que es la identidad estadounidense, es decir, un país de raza blanca, libre de inmigrantes del sur, exageradamente nacionalista y xenofóbico. El cristianismo evangélico le sirvió a Trump como una turbina para propulsar su movimiento. A Bolsonaro igual. Es lo que Javier Corrales llamó “el matrimonio perfecto entre los evangélicos y la extrema derecha”.1
Lo anterior, como dije, no lo es todo, pues el populismo de Chávez y el de Trump se parecen más de lo que se diferencian. El eje sobre el que se articulan ambos populismos no es ideológico, sino de estilo de liderazgo. En ese sentido, diría que son populistas clásicos, ya que los dos buscaron eliminar la mediación institucional de la democracia para convertirse en el núcleo del poder. Esto está muy relacionado con la importancia de la relación directa entre el líder y el pueblo que ambos políticos supieron explotar. Cuando Chávez estaba en su última campaña, ya enfermo, recuerdo un discurso muy dramático en el que dijo que él era el pueblo. “¡Chávez, ya tú no eres Chávez! ¡Tú eres un pueblo! Chávez se hizo pueblo”, dijo. Enrique Krauze ha escrito libros fundamentales sobre el tema. Recientemente, Diego Fonseca también publicó Amado líder, donde también analiza la conexión líder-pueblo.
“El pueblo soy yo”, parafraseando a Luis XIV.
Exacto. Sin embargo, Trump es más elitista en algún sentido porque es incapaz de decir que él es el pueblo. Trump viene de una clase rica y siempre ha estado y se ha creído por encima del pueblo. Su comparación no es precisamente esa, pero cuando intenta ser la medida de esa “América blanca” que defiende, entonces sí se puede decir que representa a “un pueblo”.
Algo que también me parece importante resaltar, tal vez lo que más los vincula, es el entendimiento y el uso de la cultura del espectáculo. Chávez recibió entrenamiento no solo como militar, sino también como showman y anfitrión de certámenes de belleza, mientras que Trump manejó el certamen de Miss Universo y tuvo un show llamado The Apprentice, del cual fue presentador y figura central durante catorce años. Ambos dominaron muy bien el arte de hablarle a la gente desde las cámaras y de utilizar los medios. Trump usaba mucho Twitter como plataforma de comunicación política y Chávez fue pionero entre los mandatarios que usaron esa red social. Chávez, por poner otro ejemplo, hizo su primera gran aparición pública en apenas un minuto de televisión en 1992, tiempo que le bastó para decir que, de momento, los objetivos de su golpe de Estado no se habían llevado a cabo, pero dio a entender que el sueño quedaba listo para cumplirse y sembró así la idea de su regreso en la gente.
Ambos fueron comunicadores muy agudos y sagaces, que buscaron vías para hablarle al pueblo de forma constante y sin mediación. Los dos supieron montar su propio espectáculo de circo, a veces como moderadores y otras como gladiadores, desde donde podían decretar leyes o despedir a funcionarios. El escritor e intelectual venezolano Alberto Barrera analizó esas similitudes en un artículo que publicó en The New York Times hace unos años. Su premisa era: “qué podía aprender Estados Unidos de Venezuela”.2 Habló de cómo el populismo es una suerte de gen escondido en el ADN del poder que debemos aprender a detectar a tiempo, porque sus consecuencias son terribles. En ese momento ni siquiera se había elegido a Trump, de manera que tenía un carácter casi premonitorio.
En fin, lo que caracteriza a cualquier populista más o menos exitoso es la capacidad de establecer y controlar una narrativa. Lo estamos viendo en El Salvador con Nayib Bukele, quien ha logrado imponer la idea de que es necesario “limpiar la sociedad de antisociales”, y lo está haciendo a un costo gigantesco en materia de derechos humanos.
Hace un momento hablabas del uso de las redes sociales por parte de Trump. Pero, a un nivel más general, ¿qué papel juegan estas redes en las estrategias clásicas del populismo?
Antes debo decir que estas estrategias, históricamente hablando, ya existían, solo que ahora están potenciadas por el alcance de las redes sociales y la eficacia de sus algoritmos. Un rasgo muy particular de Trump es justamente que aprovechó muy bien las potencialidades de las redes sociales y supo rodearse de gente que entendió la importancia de estas vías de comunicación que permiten enviar un mensaje a millones de personas de manera directa, instantánea y sin filtros.
Si entendemos el periodismo como uno de los pilares de la democracia, debatir sobre este tema es una cuestión de primer orden para la democracia hoy. El periodismo se encuentra muy detrás de lo que pueden lograr las redes sociales para difundir verdades y mentiras. Eso entraña un peligro real. Los gobiernos también van detrás en materia de legislación para frenar la desinformación en estas plataformas. Basta recordar que Putin intervino en las elecciones estadounidenses de 2016 generando noticias falsas por esta vía.
Desde que asumió el poder, Trump se enfrentó a un ecosistema mediático que aprovechó todos los espacios que pudo para señalar sus faltas. Pero, ¿cómo fue en Venezuela? ¿Cómo se comportó la prensa con Chávez y cómo reaccionó él frente al periodismo crítico?
Chávez declaró al periodismo su enemigo más inmediato. La clase poderosa, lo que él llamaba “el sector privado”, era su gran enemigo, pero con quien podía pelearse más seguido y siempre sacar provecho era con los medios y el periodismo. Hay una anécdota que lo demuestra. En 1999 Ángela Zago, una periodista entonces cercana a Chávez, intentó aconsejar al presidente poco después de que unas inundaciones tremendas causaran miles de muertes en el país. Chávez se dedicó a desmentir cuanto publicaba el diario El Nacional sobre los abusos cometidos por militares y fuerzas de seguridad en las zonas afectadas, y ella le dijo que no convenía hacer eso porque los abusos sí se estaban cometiendo. Él solo le contestó: “Tú no te preocupes, que esa es una peleíta que yo quiero dar”.
Este tipo de acciones son comunes en los populistas. El expresidente Rafael Correa lo hizo en Ecuador con sus “sabatinas” para atacar al diario El Universo y hasta demandó personalmente a los periodistas y ganó millones de dólares, lo hizo Trump en sus tuits, lo hace López Obrador todos los días en sus “mañaneras”, Bukele le ha declarado la guerra a medios como El Faro…
Entonces, podemos decir que programas como las “sabatinas”, las “mañaneras” o “Aló presidente” son una constante en las estrategias populistas.
Sí. Son herramientas para imponer el protagonismo absoluto del líder y controlar una narrativa. Esta estrategia obliga al periodismo a reaccionar constantemente y a centrarse en los temas que el líder quiere. Y mientras esto sucede y la gente está distraída, él va dando forma a su agenda política, es decir, impulsa y establece las legislaciones que le interesan.
Está demostrado que la mayoría de la gente, cuando ve noticias en sus celulares, presta atención durante un promedio de veintiséis segundos. O sea, que solo consumen el título y el sumario, y que son muy pocos quienes se adentran en la información. En un contexto así, el desafío del periodismo es enorme. Antes la esfera pública se construía con la gente que iba al kiosko a comprar los periódicos y veía la televisión para luego hablar de la realidad en la casa, la oficina y la plaza. Hoy la información está en todos lados, fragmentada y hecha a medida de cada consumidor. No somos público, sino consumidores, tanto de información como de desinformación. El reto de establecer la “verdad” es cada vez más grande.
Bajo esas circunstancias, ¿qué debería hacer el periodismo?
Primero, fiscalizar al poder, no solo al público, sino también al privado, porque muchas veces estos poderes están conectados a través de puertas giratorias. Para eso hay que investigar y contar con medios que publiquen esas verdades de manera independiente, libres de la agenda y las influencias de los poderosos.
Otro reto sería aprender a empacar esa información para que llegue a más público. Ahí es donde están encallando muchos proyectos periodísticos actualmente. Hay medios excelentes, pero funcionan en nichos, como si su público solo fueran otros periodistas o activistas de oenegés.
El tercer reto es encontrar la manera de sostener un periodismo de calidad y buen alcance. O sea, buscar cómo financiar el buen periodismo en ambientes donde muchas fuerzas se oponen a que esto suceda.
No tengo soluciones mágicas para resolver estos asuntos, pues cada realidad tiene sus propias características. Pero sí creo que periodistas y medios necesitamos desarrollar estrategias de defensa de la verdad, así como nunca perder de vista que el poder está en nuestra contra.
Esta entrevista fue realizada por el equipo editorial de la Revista de la Universidad de México.
Imagen de portada: Carsten ten Brink, Politics, politics, politics, 2020. Flickr
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Javier Corrales, “Un matrimonio perfecto: evangélicos y conservadores en América Latina”, The New York Times, enero de 2018. Disponible aquí ↩
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Alberto Barrera, “¿Qué enseña Hugo Chávez sobre Donald Trump y la política del espectáculo?”, The New York Times, septiembre de 2016. Disponible aquí [N. de los E.] ↩