Las narraciones remotas que se han conservado como reliquias demuestran que nuestros antepasados no experimentaban esto durante los actos religiosos que celebraban. Pero claro, ellos servían a un dios necio, desconocido… y nosotros, en cambio, veneramos una divinidad conocida hasta en sus más recónditos detalles. Yevgueni Zamiatin, Nosotros (1921)
En el sentido estricto de los términos, y aunque fue el evento que definió el siglo XX por entero, la Revolución bolchevique de octubre de 1917 en Rusia no fue ni una revolución ni un suceso instigado puramente por el partido bolchevique. De hecho, siendo estrictamente quisquillosos, ni siquiera tuvo lugar en octubre. En el transcurso de cien años la historiografía ha demostrado que la otrora “Gran Revolución Socialista de Octubre”, como se le conoció en la era soviética, básicamente se trató de un golpe de Estado financiado por el Imperio alemán que ocurrió en noviembre de 1917 —eso de acuerdo con el calendario gregoriano, que los bolcheviques adoptarían en febrero siguiente—. Cada uno de estos aspectos (la naturaleza pragmática del evento, la complicidad para llevarlo a cabo y la redefinición de la temporalidad) merece tratarse por separado para comprender a cabalidad la simpleza y, a la vez, la complejidad de uno de los mayores puntos de inflexión en la historia mundial, con consecuencias evidentes hasta nuestros días.
I. El pragmatismo
La Revolución rusa la iniciaron los trabajadores de Petrogrado el 8 de marzo de 1917 (23 de febrero gregoriano), meses antes de los acontecimientos de noviembre. De hecho, la iniciaron las trabajadoras, que marcharon para conmemorar la fiesta socialista del Día de la Mujer. El contexto era sumamente propicio para que, una semana después de estallar una protesta que pretendía reafirmar los derechos femeninos, colapsara la monarquía como forma de gobierno en Rusia luego de más de un milenio.1 El tercer año de la Gran Guerra presentaba un saldo desfavorable para el Imperio ruso: casi seis millones de bajas en el frente como resultado del esfuerzo bélico (entre muertos, heridos y desaparecidos) y la ocupación austro-alemana desde Varsovia hasta las afueras de Riga. Además, el colapso de las redes ferroviarias y las rutas comerciales era inminente. El deseo de paz, a cualquier costo se propagaba en Petrogrado y otros centros urbanos cuyas economías se veían amenazadas. A fines de 1916, como escribió atinadamente Sheila Fitzpatrick:
Las presiones de la Primera Guerra Mundial —e indudablemente las personalidades de Nicolás [II] y su esposa, así como la tragedia familiar de la hemofilia de su pequeño hijo— destacaron en un marcado relieve las características anacrónicas de la autocracia rusa e hicieron que Nicolás [II] pareciera menos un defensor de la tradición autocrática que un involuntario caricaturista de ésta. El “juego de las sillas” ministerial de favoritos incompetentes en el gabinete, el curandero campesino y analfabeto en la corte, las intrigas de la alta nobleza que llevaron al asesinato de [Grigori] Rasputin y hasta la épica historia de la empecinada resistencia de éste a la muerte por veneno, balas y ahogamiento; todo parecía pertenecer a una época pasada, ser un acompañamiento grotesco e irrelevante a las realidades propias del siglo XX: trenes de tropas, guerra de trincheras y movilización en masa. Rusia no sólo tenía una población educada que percibía esto, sino también instituciones como la Duma, los partidos políticos, los zemstvos2 y el comité de industrias de guerra de los industriales, que eran agentes potenciales de transición entre el viejo régimen y el nuevo mundo.3
La Revolución, que más tarde se apellidaría “de Febrero” para distinguirla de la “de Octubre”, creó una estructura dual de poder en Petrogrado: por un lado, un Gobierno Provisional, pluripartidista, conformado por diputados del parlamento imperial, la Duma, elegidos un lustro atrás; por otro, el Soviet capitalino, un Consejo (literalmente) de trabajadores, campesinos y soldados, cuerpo de suma originalidad emanado de la realidad sociopolítica rusa —que durante siglos careció de representación popular—, pero también surgido de la Revolución de 1905, cuando los soviets aparecieron por primera vez en las fábricas. A decir de Lenin, el líder bolchevique, mientras el Gobierno Provisional detentaba el poder en el papel, el Soviet tenía el poder real, con una descomunal influencia so- bre los acontecimientos cotidianos. Para cuando los bolcheviques tomaron el poder en noviembre de 1917, el Gobierno Provisional, encabezado por Alexandr Kérenski, se hallaba no solamente debilitado sino, sobre todo, desacreditado entre los empoderados sectores populares. Esto se debía, principalmente, a que el primer gobierno postzarista decidió continuar el esfuerzo de guerra contra la Triple Alianza, con resultados desastrosos. En julio la coalición gobernante —que los bolcheviques boicotearon por considerarla “burguesa”—, ante el colapso de una enorme ofensiva en el frente austriaco, enfrentó protestas antibélicas multitudinarias en Petrogrado con acciones represivas que divorciaron a muchos sectores populares del gobierno “revolucionario”. Además, la fragilidad gubernamental se reveló en cuanto el líder del ejército ruso, el general Lavr Kornílov, intentó tomar el poder en agosto para “poner orden”, asonada que sólo se evitó gracias a los bolcheviques y su disciplinada organización. Kérenski ordenó distribuirles armas con el fin de asistir en defensa de la Revolución, las cuales se usarían dos meses después para derrocar a su propio gobierno. Bajo ese contexto, y ya con el control de la mayoría de los delegados en el Soviet, los bolcheviques decidieron que era tiempo de profundizar la Revolución y, sobre todo, de que un gobierno enérgico sacara al país de la guerra y evitara otro episodio “contrarrevolucionario” como el de Kornílov. Era crucial hacerlo, además, antes del Segundo Congreso de Soviets, a fines de octubre, y de la elección a la Asamblea Constituyente, a fines de noviembre, con el fin de asegurar la primacía bolchevique en ambos cuerpos. Hasta el día anterior a la Revolución de Octubre no había una línea clara en el partido bolchevique para derrocar al gobierno en turno; incluso figuras prominentes como Trotski guardaban cautela frente a la idea de una insurrección armada.4 Lo que catapultó una reacción airada en el partido hacia el mediodía del 24 de octubre fue la redada que perpetró esa mañana un destacamento del Gobierno Provisional en dos diarios bolcheviques para suprimirlos.5 Esto, sumado a la insistencia obsesiva de Lenin en hacer la Revolución —influencia de Mijaíl Bakunin—, desencadenó los eventos de las horas siguientes. La madrugada del 25 de octubre (7 de noviembre) los bolcheviques dirigieron la sublevación contra el Gobierno Provisional en la capital rusa. El evento fue todo menos “heroico”, como luego se reconstruiría; de hecho, resultó una empresa bastante sencilla, prácticamente sin resistencia. La inteligencia política y militar de Trotski fue crucial en dos aspectos: primero, porque cubrió la asonada mediante el Comité Militar Revolucionario del Soviet, con lo que la “segunda revolución” quedaba en manos del Soviet de Petrogrado —el máximo símbolo de la Revolución— y no exclusivamente del partido bolchevique, aunque éste ya lo controlaba de facto. En segunda instancia Trotski supo dónde y cómo atacar: se ocuparon instalaciones telegráficas, estaciones de ferrocarril y el Banco del Estado, se bloquearon los puentes sobre el río Nevá y sus canales y se cortaron cables de teléfono. Para colmo, el Palacio de Invierno, donde sesionaba el Gobierno Provisional, estaba pobremente defendido —los rebeldes entraron por una puerta lateral—,6 lo que coronó la simplicidad de los hechos y la endeblez del gobierno en turno.
II. EL OPORTUNISMO
La segunda característica relevante del golpe de octubre, el oportunismo de actores no bolcheviques, se dejó sentir en una serie de hechos que dejaron ver lealtades traslapadas. En la Revolución de Octubre participó una pluralidad de actores de diversas procedencias políticas que fueron cómplices en el re- sultado final con intereses variopintos. La primera lealtad cuestionable era la del propio Trotski, quien hasta unos meses atrás era menchevique, un apunte en su currículum que el liderazgo postrevolucionario de Stalin no olvidaría fácilmente. En segundo lugar estaban los “sr de izquierda” (SRI), facción del Partido de los Socialistas Revolucionarios (SR), el más popular del país —socialista no marxista, enfocado en la revolución campesina y en el terrorismo urbano—. Pese a que los SRI coquetearon con el liderazgo bolchevique antes de octubre, el apoyo creció cuando Lenin decretó al día siguiente de tomar el poder que la tierra ya no sería propiedad privada y que sería redistribuida entre el campesinado. A fin de cuentas, Lenin había tomado la idea de ellos, por lo cual los SRI se incorpora- ron al gobierno bolchevique, legitimándolo en el acto —pues daba la apariencia de pluralidad—, aunque saldrían en marzo de 1918 en oposición a la firma de la Paz de Brest Litovsk. También se dio el caso contrario: bolcheviques fieles que se oponían a la insurrección, como Lev Rózenfeld (“Kámenev”) o Hirsch Apfelbaum (“Grigori Zinóviev”). Las “dubitaciones” de estos y otros actores les costarían muy caro dos décadas más tarde. Todos (Trotski, Kámenev, Zinóviev e incluso el líder de los SRI, Borís Kamkov) serían ejecutados por el liderazgo estalinista en las Grandes Purgas de los años treinta (Trotski hasta agosto de 1940, en México). La explicación más plausible de esta ejecución masiva de personajes que habían tenido la menor desviación de la línea bolchevique en su currículum es que se buscaba evitar una quinta columna en caso de una guerra con Alemania, como demostró de manera convincente Oleg Jlevniuk.7 Esto nos lleva, irremediablemente, de vuelta a abril de 1917, y permite entender la lógica estalinista durante las Purgas. Stalin sabía que Alemania ya había conseguido en la Gran Guerra fomentar una implosión sociopolítica en Rusia como estrategia para firmar la paz y concentrarse en un solo frente europeo, en un momento en que Estados Unidos se unía a la contienda contra Berlín y Viena. Financiar “quintas columnas” no era nuevo en la política internacional. En Rusia al parecer no se había aprendido la lección de enero de 1905, cuando, en plena guerra con Japón, el agregado japonés en Estocolmo, Akashi Motojiro, financió a decenas de revolucionarios como Gueorgui Gapón, iniciador de las protestas de aquel año en la capital rusa.8 En México se dio en enero de 1917 el famoso caso del telegrama de Arthur Zimmermann, ministro de asuntos exteriores alemán, que ofrecía al gobierno de Venustiano Carranza una alianza contra Estados Unidos y prometía a México “recuperar” Nuevo México, Arizona y Texas. A inicios de 1917 el mismo Zimmermann fraguó una estrategia en Rusia similar a la de Motojiro. Desde 1915 Berlín buscó contactar revolucionarios rusos. El primer intento fue apoyar a Víktor Chernov, líder de los SR. Asimismo, la cancillería alemana se entendió con Alexandr Helfand, “Parvus”, quien en marzo de 1915 propuso fomentar huelgas masivas dentro de Rusia y obtuvo cinco millones de marcos. En cuanto la propuesta de Chernov se cayó, Parvus sugirió apoyar a Lenin —exiliado en Suiza—, el revolucionario ruso más opuesto a la guerra. El vínculo entre Parvus y Lenin era Yákov Fürstenberg, “Ganetski”, un bolchevique polaco que contrabandeaba bienes hacia Rusia desde Dinamarca a través de la frontera entre Haparanda (Suecia) y Tornio (Finlandia).9 Estos personajes consiguieron un tren para que Lenin cruzara Alemania sin escalas de sur a norte y sin revisión de pasaportes. Que Berlín resolviera en tan poco tiempo un viaje tan largo a través de países neutrales (Suiza, Suecia) habla de la urgencia de estabilizar el frente oriental ante la inminente entrada de EUA en la guerra. En Estocolmo, a mediados de abril de 1917, Lenin envió a Karl Radek a sondear con Parvus la procuración de más fondos alemanes para la causa bolchevique.10 El diario bolchevique Pravda recibió financiamiento alemán desde su refundación en marzo de 1917. El 8 de abril un diplomático alemán telegrafiaba desde Estocolmo a Berlín: “Entrada de Lenin en Rusia exitosa. Trabaja exactamente como deseábamos”.11 La apuesta rindió frutos. Al tomar el poder los bolcheviques decretaron la paz y se sentaron a la mesa negociadora en Brest, donde Trotski concedió en marzo de 1918 la pérdida de las Provincias Occidentales —los países bálticos, Bielorrusia y Ucrania— a Alemania, a cambio de paz y de salvaguardar el experimento socialista. Cuando Alemania perdió la Gran Guerra unos meses después, Rusia se lanzó a recuperar estos territorios en una nueva guerra (1919-1921) con la recién restituida Polonia. El apoyo alemán a Lenin se trató menos de una urdimbre visionaria y calculada de los diplomáticos alemanes que de un proceso de casualidades y realidades sociopolíticas dentro de Rusia. A la hora de firmar las eje- cuciones de los “potenciales” agentes de una quinta columna a partir de 1936, Stalin tenía en mente la estrategia alemana de 1917. A fin de cuentas, los bolcheviques habían conseguido el poder con ayuda de fuera.
III. LA TEMPORALIDAD
Hay al menos un tercer rasgo definitorio de la “Revolución de Octubre” que vale recuperar: la temporalidad, lo que significó el evento para los tiempos históricos. No me refiero al significado del hecho en su momento, sino también a la idea bolchevique, marxista, de “reencauzar” la historia universal —contraria a una “refundación”, acaso más ambiciosa—. Independientemente de si el golpe bolchevique fue en octubre o noviembre, lo relevante es la adopción del calendario gregoriano en Rusia en febrero de 1918, que rompió con la tradición del calendario juliano adoptada por Pedro I en 1700. Los bolcheviques no se veían tanto como los fundadores de una nueva era sino que, al igual que Pedro I dos siglos atrás, buscaban modernizar a Rusia, ponerla a la par de Occidente en muchos aspectos. En ese sentido, los bolcheviques eran “occidentalistas” recalcitrantes, herederos de la tra- dición intelectual homónima del siglo XIX, en contraste con los “eslavófilos” conservadores y nacionalistas. Modificar el calendario significó dejar la tradición e insertar a Rusia en la modernidad, transformarla desde dentro; tomar lo podrido y darle un nuevo cauce. No se trataba de empezar desde cero. Como decía Durkheim en sus cursos sobre socialismo a fines del siglo XIX, aunque orientado al futuro, el socia- lismo es un “plan de reconstrucción de las sociedades actuales”, que se pregunta “en qué deben convertirse” las instituciones preestablecidas.12 Era necesario basarse en el sistema capitalista previo para construir un orden socialista, como sugería Marx. En ese tenor el socialismo, incluso en su versión soviética, era menos ambicioso que, por ejemplo, el fascismo, que al incorporar parte del futurismo italiano buscaba romper de forma radical con cualquier orden establecido. Mussolini firmaba cada año como uno más de la “Era Fascista” a partir de la marcha sobre Roma en 1922. El régimen soviético, en cambio, se ajustó al calendario imperante en Occidente, para transformarlo desde dentro, desde la base capitalista. El propio Lenin lo entendió así más tarde cuando, ya disipado el entusiasmo revolucionario y la particular urgencia en hacer una segunda revolución sin pasar por esa etapa previa, burguesa y democrática, en la que creían los mencheviques —que eran, en ese sentido, marxistas fieles—, decidió sustituir la táctica de “Comunismo de Guerra” (centralización económica, nacionalización de la industria, requisición del grano) en 1921 por la Nueva Política Económica o NEP (impuesto fijo en el campo, venta de excedentes a precios de mercado, pequeñas y medianas empresas privadas), que más tarde Stalin abandonaría hacia 1928 en favor de la industrialización masiva. La NEP significó aceptar que era necesaria esa fase previa, volver a los orígenes marxistas del bolchevismo de manera bastante forzada, como concesión para la recuperación del país luego de la Guerra Civil (1918-1921). La revolución de los bolcheviques, en última instancia, exigió la aceptación a priori del capita- lismo. Se originó al aceptar que el futuro, tal como se vislumbraba durante la Guerra Civil, no era muy promisorio —el primero en dar- se cuenta sería Yevgueni Zamiatin en su novela distópica Nosotros (1921), precursora de Aldous Huxley y George Orwell—. Y, al mismo tiempo, la NEP demostró que los bolche- viques seguían siendo sumamente pragmá- ticos al paso de los años, al volver a actitudes pequeñoburguesas para reencauzar, una vez más, las aguas hacia el socialismo, partiendo de bases previas. Sería Nikita Jrushiov, en 1961, quien diría que el comunismo pleno llegaría a Rusia, a la URSS, “dentro de veinte años”. Lo único que llegó en 1981 fue Ronald Reagan, quien, al patrocinar el neoliberalismo y renovar la carrera tecnológico-armamentista, hizo quebrar a una Unión Soviética que ya tenía proble- mas propios. ***
Las reconstrucciones teatrales y cinematográficas soviéticas posteriores convirtieron el hito en un mito, en la piedra fundacional de la historia patria soviética, repleta de heroísmo, de una dirigencia inequívoca y de masas con con- ciencia de clase. A fines de 1920, en el contexto del triunfo inminente de los bolcheviques en la Guerra Civil, se gestó la primera gran reconstrucción teatral in situ del evento: El asalto al Palacio de Invierno, en la que participaron miles de actores. Fue concebida por un artista enorme como Yuri Ánnenkov y dirigida por Nikolái Yevréinov —amante de la “teatralización de la vida”—,13 y se tomó como base para el guion de la famosa y dramática película Octubre (1928) de Serguéi Eisenstein y Grigori Alexándrov, comisionada para conmemorar el décimo aniversario de la “Gloriosa Revolución”. Esta sería la base oficial desde la cual se construiría el mito de la “Revolución de Octubre” en la Unión Soviética. No se trata solamente de teatro o de cine. A fin de cuentas, la historiografía es también una representación de la realidad. En toda historia nacional es indispensable la producción y reproduc- ción de mitos fundacionales. En ese sentido, la “Revolución de Octubre” sigue construyéndose (y deconstruyéndose) cien años después, abonando a la historia rusa como una de las historias nacionales más controvertidas y debatidas del último siglo.
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Rainer Matos Franco, “La Revolución rusa”, Nexos, n. 474, junio de 2017, pp. 50-53. ↩
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Instituciones de gobierno municipal —similares al municipio en México a decir de Jean Meyer— instauradas a partir de 1864 en la parte europea de Rusia con las reformas de Alejandro II. ↩
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Sheila Fitzpatrick, La Revolución rusa, trad. de Agustín Pico Estrada, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 55-56. ↩
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Rex A. Wade, The Russian Revolution, 1917, Cambridge, Cambridge University Press, 2017, 3a ed., pp. 232-233; Orlando Figes, A People’s Tragedy. A History of the Russian Revolution, 1891-1924, Londres, Pilmico, 1997, p. 481. ↩
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R. A. Wade, op. cit., p. 232. ↩
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O. Figes, op. cit., pp. 485-486. ↩
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Oleg Khlevnyuk, “The Objectives of the Great Terror, 1937-1938”, en Julian Cooper, Maureen Perrie & E. Arfon Rees (eds.), Soviet History, 1917-53. Essays in Honour of R. W. Davies, Nueva York, St. Martin’s Press, 1995, pp. 158-176. ↩
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Noel F. Busch, The Emperor’s Sword. Japan vs. Russia in the Battle of Tsushima, Nueva York, Funk & Wagnalls, 1969, pp. 121-123; Hiroaki Kuromiya & Georges Mamoulia, The Eurasian triangle. Russia, the Caucasus and Japan, 1904-1905, Berlín, De Gruyter, 2016, pp. 17-26. ↩
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Catherine Merridale, Lenin on the Train, Nueva York, Metropolitan, 2017, pp. 49-71. ↩
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Ibid., p. 196. ↩
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Ibid., p. 240. ↩
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Émile Durkheim, El socialismo, trad. de Esther Benítez, Madrid, Akal, 2010 (original póstumo de 1928), pp. 12-13. ↩
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Cf. Lars Kleberg, Theatre as action. Soviet-Russian avant garde aesthetics, Londres, Macmillan, 1980, p. 64. ↩