Para ejemplificar el subdesarrollo de la oferta cultural en la Ciudad de México por allá de mediados de los años setenta del siglo pasado, el implacable Jorge Ibargüengoitia decía, justo después de llamar “patética” a la cartelera teatral capitalina: “… y si uno quiere un concierto, tiene grandes probabilidades de oír uno dirigido por Bátiz”. No recuerdo yo si Enrique Bátiz llegó a responder aquel coscorrón (o aquéllos, más bien, porque fue más de uno). Lo que importa acá es que a un tipo enterado, como el escritor, le parecía que para un aficionado a la música formal en México no había para dónde hacerse. El panorama, cinco decenios después, es muy similar. Mis memorias sobre la música formal en mi ciudad, Guadalajara, son casi todas depresivas, aunque la Orquesta Filarmónica de Jalisco sea una de las mejores del país (lo cual, desde luego, en un sitio en el que hay más mariachis, cumbieros, rockeros, banderos, reguetoneros y señores que tocan la redova y el acordeón que músicos de conservatorio no significa demasiado). Recuerdo épocas negras de la OFJ y otras mejores, pero me temo que prima lo siniestro. En mi infancia, por ejemplo, era común que los conciertos terminaran con “complacencias” del director en turno a la audiencia del Teatro Degollado. Yo no sé si era porque a la gente de verdad le encantaba, o porque los músicos de aquel entonces no se sabían otra, pero las “complacencias” acababan por ser una sola: el “Huapango” de José Pablo Moncayo, pieza que para la mayoría de los mexicanos de edad es memorable sólo por haber sido la banda sonora de los anuncios de una cerveza (perdóneme acá la memoria de don José Pablo y perdónenme sus incondicionales, pero ya don Blas Galindo, que lleva muerto más de un cuarto de siglo, hablaba del “abaratamiento por hartazgo” de la obra). Con excepciones, pero el repertorio de la OFJ ha sido tradicionalista y poco arriesgado. Y el nivel de los músicos, muy desigual. Han pasado por ahí notabilidades, claro, pero también colegas que sería mejor olvidar. Y por cada director serio que ha tomado la batuta, hay al menos dos que están para galería del terror. Digo esto porque luego de haber visto recientísimas interpretaciones en directo de las Orquestas de Berlín y Viena (que están consideradas entre las mejores del mundo), con programas que van de lo clásico a lo contemporáneo y que nunca dejan de entusiasmar, pienso que la próxima vez que esté en el Degollado y escuche el “Huapango” me va a pegar una tristeza galopante. Y no: nadie crea que sucederá porque el que esto escribe es un esnob insufrible que piensa que fuera de Europa todo es Cuautitlán. Nomás que en las orquestas hay niveles. Y el de las nuestras suele mover al desánimo. ¿Por qué en México la vida del aficionado a la música formal es tan complicada? (y no se diga la del músico de conservatorio, que acaba dando clasecitas o tocando en bodas y piñatas para sobrevivir). Alguien me dirá que porque la música orquestal en nuestro país se mantiene con respiración artificial, es decir, con presupuestos públicos y donaciones, dado que sólo una minoría la procura. Pero ese argumento es una falacia que podríamos denominar “de hit parade” y que podría aplicarse lo mismo a todas las artes, comenzado por la plástica, cuyos exponentes suelen ser los personajes más desfasados del gusto popular que se pueda concebir (la persona promedio en México piensa que el arte es un cuadro del Sagrado Corazón o uno con margaritas y frutas para colgar en el comedor y no una estrategia-visual-para -hacer-una-lectura-crítica-del-capitalismo o cosa semejante). ¿Hay algún remedio? ¿Tendría que haberlo? Hace poco leía el emotivo texto de alguien que pedía enseñar música a los niños desde la educación básica, como se hace en Asia y Europa, para ver si nos mejora el oído. Más allá de que la propuesta es noble, quiero recordar que de hecho ha habido clases de música en muchas escuelas públicas del país, que raro es el niño que no ha tenido que comprar una flautita para medio soplar “Los changuitos” y eso no nos ha hecho avanzar un milímetro. O a lo mejor hay que resignarse a que la música sea sólo la charanga que resuena para que los borrachitos hagan coreografías en las bodas.
Imagen de portada: Anónimo, copia de Guido Reni, Ángeles niños músicos, ca. s. XVIII.