Como saben bien los arqueólogos, basta con que un objeto aparezca en un contexto inesperado para que la imagen total de una civilización sea puesta en peligro. Sucede como cuando, en una famosa secuencia, uno encuentra en el estrato equivocado de una caverna en la zona prohibida del Planeta de los simios una muñeca parlante de plástico: su aparición hace que la historia pierda toda sensación de familiaridad, pues la secuencia dada por convenida con nuestros esquemas intelectuales e ideológicos deja de ser operativa, para dejarnos a la intemperie, frente a una evidencia por demás fresca del sinsentido. Hace más de dos décadas, alrededor de septiembre de 1992, Francis Alÿs se topó con uno de esos eslabones rotos en la cadena de significantes. Interesado como estaba en aquel tiempo por la dinámica de la producción no artística de la pintura, y atento al modo en que las imágenes circulan por los canales de la cultura popular debajo del radar y las especificaciones de autoría de la alta cultura, el entonces joven artista belga-mexicano se planteó un proyecto un tanto excéntrico: formar una colección de “obras maestras pintadas a mano”. Obsesionado por la función de la copia como agente central de la noción de tradición artística, Alÿs se propuso peinar los mercados de pulgas de Bruselas, para crear una especie de versión rupestre del “Museo Imaginario de Malraux” que debía estar hecho no de fotografías y otras reproducciones técnicas que desterritorializaban la experiencia del museo, sino por copias amateurs de cuadros famosos que permitieran no sólo gozar las obras de arte a trasmano, sino también saber en qué medida el gusto popular estaba alineado con el canon de las “obras maestras” seleccionadas por la historia del arte y el museo. La presunción de ese muestreo era que la incidencia de las copias señalaría la dispersión de ciertas imágenes clave en ámbitos y circuitos sociales muy diversos. La premisa de esta encuesta era, por supuesto, que no había rito de devoción por una obra más hondo que ofrecer nuestras dispares habilidades manuales para revivir la imagen producida por otro.
¿Qué mejor índice de la profundidad de los efectos de una pintura, más allá de la escritura de tratados filosóficos, que empeñarse en el esfuerzo descomunal de reproducirla en tempera, esmalte u óleo? El proyecto de Alÿs —que en esta etapa no era necesariamente el esqueleto de una obra de arte, sino un gesto de coleccionismo más o menos idiosincrático: un juego, una tentativa y una ocurrencia— tenía como objetivo hacerse de una especie de Louvre accesible de artistas de domingo en la sala de la casa que serviría como una forma juguetona de exploración social, libre de métodos estadísticos y sutilezas sociológicas. Esta “colección de obras maestras pintadas a mano” iba de acuerdo con las investigaciones que, por entonces, Alÿs empezaba a realizar en torno a la iconografía de la pintura de los rotulistas y pintores comerciales que, con sorpresa, había encontrado todavía en plena operación cuando, a fines de los años ochenta, deambulaba como recién arribado turista-emigrado en el centro de la Ciudad de México. Según me parece, también, en un primer momento, el proyecto tenía más de gesto de coleccionista que de propósito artístico. Lo guiaba el deseo de acumulación y prestigio de todo coleccionista, la idea de acabar poniendo la mano, después de un rato, sobre un par de Rembrandts, Braques o Diegoriveras, sin importar que fueran falsos. Si hubiera tenido éxito en sus intenciones, Alÿs hubiera acabado siendo el feliz poseedor de un popurrí de obras tomadas del Metropolitan, el Prado o la Galería Nacional de Londres, adornando el friso de la pared por encima de la televisión. Como ocurre con muchos descubrimientos, el experimento que propuso Alÿs fue el correcto, si bien su hipótesis estaba afortunadamente equivocada. Él suponía, si bien recuerdo, que su búsqueda arrojaría una colección de los clichés museográficos más usuales: la Mona Lisa, el Angelus de Millet, una que otra Madonna de Rafael, Los girasoles de van Gogh, o El nacimiento de Venus a la Botticelli. Asumía que el gusto popular derivaría de referentes imbuidos por la educación y la costumbre, como si aplicara las teorías modernistas que predicen el gusto popular como una forma anacrónica, diluida o retrógrada, de la alta cultura. Por el contrario, sus excursiones a los mercados populares de ambos lados del Atlántico arrojaron una visión inesperada de un sistema paralelo del gusto, una historia del arte sumergida. Apenas había conseguido comprar un par de Angelus y una copia de las Madmoiselles d’Avignon, cuando su recorrido topaba repetitivamente en una diversidad de puestos de antigüedades y pinturas con el mismo perfil de una mujer vestida de rojo que mira, sin emoción aparente, hacia un punto fuera del cuadro. El perfil era notablemente cándido, probablemente fácil de pintar y libre de complicaciones anatómicas, perspectivas o de movimiento. Aun así, era una imagen indudablemente hermosa. Todo daba a indicar que el artista se había topado con una peculiar ruta de migración iconográfica.
Entonces, en el otoño de 1992, Alÿs cambió su plan, y empezó a coleccionar las réplicas de la misteriosa mujer con un tocado o manto, incluso llegó a intercambiar las copias de las pinturas más prestigiadas que ya había comprado por este ícono desconocido que, al parecer, gozaba de muy escasa demanda en relación a una oferta desusadamente alta. En pocos meses, el artista había acumulado más de una docena de esos óleos, y aprendió de sus marchands que las imágenes eran copias de una misma pintura, otrora famosa, obra de un maestro pictórico un tanto olvidado de fines del siglo XIX: el retrato imaginario de Fabiola, pintado hacia 1885, por el artista alsaciano Jean-Jacques Henner (1829-1830). Tras juntar un poco más de dos docenas de esos cuadros, Alÿs comprendió que la diseminación de esas imágenes planteaba un desafío a la circularidad de los referentes del mundo del arte que le concernía, tanto en Europa como México. En un momento en que la estética del apropiacionismo postmoderno aparecía revuelto con la proliferación deliberada e involuntaria de readymades y alreadymades, de la ola neoconceptual de los años noventa, Alÿs veía en su colección de Fabiolas el medio para una especie de crítica a los clichés de su generación. La apertura de todo un otro catálogo de los referentes de la práctica. Percibía una ignorancia mutua. Mientras los pintores profesionales plagiaban a Marcel Duchamp, los pintores de domingo parafraseaban a Jean-Jacques Henner. La Fabiola indicaba un criterio diferente acerca de en qué consistía ser una obra maestra.1 Veinte años después, y con la colaboración de un circuito relativamente pequeño de amigos, Francis Alÿs ha coleccionado más de trescientos ejemplares de la Fabiola de Henner, provenientes de mercados de pulgas, tiendas de antigüedades y baratillos de un área geográfica que, prácticamente, cubre Europa, las Américas, y el norte de África. Que la Fabiola de Jean-Jacques Henner sea un referente tan extendido plantea una serie de misterios: ¿Cómo ha sido posible que una corriente de gusto artístico tan extendida pudiera pasar desapercibida? ¿Cómo pudo un pintor y una de sus obras tener una reputación internacional así de vasta y tan sólo un siglo después ser prácticamente desconocido para los públicos especializados y supuestamente más instruidos? ¿Qué conceptos y valores son constantemente reafirmados y circulados con estas copias? Y, en un segundo plano, ¿qué efecto tienen sobre nosotros? Lo que nos atrae a las muestras de las Fabiolas de Alÿs implica caer víctimas del carácter vicario y finalmente kitsch del ícono, ¿o es en realidad, la ocasión de una reflexión del espectador?
Imagen de portada: Francis Alÿs, Proyecto Fabiola en Los Angeles County Museum of Art, 2008. Cortesía del artista
Francis Alÿs, “Fabiola or the Silent Multiplication”, Fabiola. Una investigación de Francis Alÿs en colaboración con Curare, Espacio Crítico para las Artes, Curare, México, 1994, p. 4 ↩