Desde hace un siglo, un temor que ocupa el espacio de nuestras conversaciones privadas ha adquirido nombre y apellido: la enfermedad estudiada por Alois Alzheimer trasciende el campo médico. Se inserta en nuestra cultura como el prototipo de una amenaza a la integridad más íntima: los recuerdos. A nivel individual, la identidad narrativa tiene el requisito de la memoria autobiográfica. La idea de una enfermedad degenerativa del cerebro que desgasta los recuerdos personales es la versión científica de un antiguo temor ontológico, lo que el poeta Ricardo Yáñez resumió bajo la fórmula “Dejar de ser”. Las descripciones sobre la pérdida de la memoria en la senectud son escasas en la Antigüedad o la Edad Media. En el siglo I a.n.e., Lucrecio menciona la demencia en el poema De rerum natura, y en el ensayo De senectute, Cicerón habla del envejecimiento patológico del intelecto. Varios siglos después, John Locke, médico y filósofo (alumno del padre británico de la medicina, Thomas Sydenham) hizo observaciones pioneras sobre la patología de la memoria en la vejez, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). Pero la disección del intelecto y su pérdida (la demencia) sólo alcanzó un nivel científico en el siglo XIX. Y el 25 de noviembre de 1901 el médico alemán Alois Alzheimer registró el caso de Augusta D.
INVIERNO, 1901. Augusta recibió atención neuropsiquiátrica en Múnich porque presentaba delirios, olvidos, desorientación, ansiedad, suspicacia. En un periodo de un año había cambiado drásticamente: no podía realizar labores del hogar, se volvió muy celosa, decía que los vecinos la molestaban y perseguían. Se quejaba de escuchar voces que nadie más podía oír. “Algunas veces sentía que alguien quería matarla y empezaba a gritar”, escribió Alzheimer en una nota clínica. Al examinarla, encontró lo siguiente: Ella contestó “Augusta” cuando él preguntó su nombre, pero dio la misma respuesta cuando le preguntó el nombre de su esposo. El doctor le pidió escribir el número ocho: ella escribió “Augusta”. Mientras ella masticaba carne, él preguntó qué estaba comiendo. La paciente dijo “espinacas”. Y al repetir la pregunta, Augusta contestó “papas” y luego “rábanos”. Al preguntar su dirección, ella dijo “Puedo decírselo. Debo esperar un momento. ¿Qué fue lo que preguntó?” Tras un deterioro progresivo de la inteligencia y la personalidad, la señora Augusta murió a los 55 años. Alzheimer hizo la autopsia y encontró signos inequívocos de muerte neuronal en la corteza cerebral. Hoy sabemos que la muerte ocurre en forma prematura en una estructura llamada hipocampo, esencial para la consolidación de nuevos recuerdos.
VERANO, 2019. Atiendo a la señora T.: una mujer de sesenta años, que tuvo una vida sin infortunios hasta que llegó a la orilla de la vejez. La señora T. nació en Bulgaria. Fue una estudiante de mente ágil, obsesionada con el orden y la eficiencia. Se formó como enfermera especializada en cirugía cardiológica, en un hospital de Sofía. Conoció a un cardiólogo mexicano y se casó con él. Se trasladaron al Puerto de Veracruz, en el Golfo de México, donde tuvieron cuatro hijas. La más grande, Elena, me ayuda a elaborar este relato. La falta de oportunidades laborales en México, y una dedicación excepcional a la crianza, llevaron a la señora T. a dedicarse al hogar. Su dominio de la lengua española no era perfecto, pero se adaptó a esa alegre variante del español que se habla en la costa veracruzana. Los recuerdos de Elena me permiten formar la imagen de una madre entregada con entusiasmo a la vida hogareña y las relaciones sociales, un poco tensa, perfeccionista, con quejas ocasionales porque su esposo dedicaba demasiado tiempo a la práctica privada.
A los 58 años, durante un viaje a Bulgaria para visitar a su familia, la señora T. perdió el sueño, el apetito, y varios kilos de peso: lucía enferma, fatigada, sin iniciativa propia. Según su esposo, desde algún tiempo se quejaba de dificultades para recordar fechas y compromisos. Los malestares eran poco específicos desde la óptica de un médico general, que la refirió con un psiquiatra. El especialista dijo que era un caso de depresión melancólica, aunque le preocupaban los olvidos y las quejas de un problema en la memoria. Durante veinte años he trabajado en esta unidad neuropsiquiátrica. Se han hospitalizado aquí ocho mil pacientes, quizás, y una tercera parte eran personas mayores de 60 años. En cada caso había una preocupación intensa de la familia o del enfermo en torno a la discapacidad y la muerte, la pérdida de la autonomía y la independencia. Escuchamos a diario términos que parecen una condena: enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson, demencia vascular. Estos nombres designan algo abstracto hasta que la abuela comienza a tener caídas y a alucinar “un escorpión en las escaleras de la sala”. Con el tiempo su memoria no es la misma y llega a olvidar casi todo, aunque siempre hay residuos, como decía un psiquiatra, de una vida interior llena de riqueza emocional.
OTOÑO, 1985. Un recuerdo viene a mi mente desde la zona cálida de la memoria: en su estudio, junto a la máquina de escribir, mi padre colocó la fotografía de una anciana sonriente, de ochenta años, quizá. Llegué a tener una gran familiaridad con ese rostro, y un día pregunté quién era ella. Se trata de una escritora danesa con textos acerca de África, dijo él: se llama Isak Dinesen. Cuando le pregunté por qué tenía su foto en un lugar tan especial, levantó los hombros con un gesto de alegre incertidumbre. Es una mujer muy linda, fueron sus palabras. Quizás ocupaba el lugar destinado a la mamá de mi padre. Ella murió de forma prematura.
PRIMAVERA, 2017. Nadie sabía si una circunstancia vital había desencadenado el estado depresivo. La terapia psicológica fracasó por la nula cooperación de la señora T. Los medicamentos antidepresivos no la ayudaron tras meses de ensayo y error. Hablaba cada vez menos, y desarrolló una inmovilidad casi absoluta. A pesar de los mejores esfuerzos, pasaron semanas y meses sin alivio. Su familia pensó que era mejor no llevarla a México en esas condiciones. Permanecieron en Bulgaria. La señora T. lucía más débil cada mañana, y sus capacidades de comunicación y juicio se deterioraban. Los médicos plantearon la posibilidad de que el conjunto de síntomas no fuera tan sólo un estado depresivo, sino algo más: un cuadro de demencia. Tal y como se habla de un enemigo legendario, Elena escuchó conversaciones sobre una condición capaz de provocar un envejecimiento prematuro del cerebro: la enfermedad de Alzheimer.
VERANO, 2017. El deterioro de la señora T. se prolongó durante meses, sin respuesta a fármacos o terapias. No se sabía si bajo la máscara de la depresión había un cuadro de “demencia presenil”, de tipo Alzheimer. En los exámenes neuropsicológicos realizados para medir la atención, el lenguaje y la memoria, su cooperación era mala y obtenía pésimas calificaciones. Los estudios de neuroimagen no resolvieron el dilema. Elena me comparte fragmentos de un diario escrito durante la sombría estancia en Bulgaria, donde describe el comportamiento de su madre:
LUNES. No se levantó en todo el día y no quiso comer. Por la noche no logramos que tomara su medicamento, comportándose agresiva, gritando que la dejáramos en paz, tirando los medicamentos y soltando manotazos si le acercábamos el vaso. MARTES. Se incorporó a la rutina, decidiendo por ella misma la necesidad de darse un baño, cambiarse y ayudar en todas las labores del hogar, pero no obviando la parte en que preguntaba cómo hacer las cosas. JUEVES. Tuvo tareas más específicas porque fue el cumpleaños de mi papá y se prestaba a realizar lo que se le pidiera, con un poco más de ánimo y por la noche en el convivio estuvo platicando y sonriente, pero cuando tuvo que cenar decía no saber cómo y no quiso probar bocado. VIERNES. Ha estado toda la mañana deambulando por la casa y quejándose, diciendo que no sabe nada, que no quiere levantarse. Va saliendo del baño, y al vestirse continúa con lo mismo de que no sabe cómo, y tenemos que estarle diciendo dónde va la mano, cómo se pone la blusa…
OTOÑO, 2017. A la manera de un recurso heroico, los médicos búlgaros de la señora T. hicieron una propuesta formal durante la hospitalización: usar la maniobra más estigmatizada de la medicina. La terapia electroconvulsiva fue desarrollada a principios del siglo XX por Ugo Cerletti, un estudiante de Alois Alzheimer. Desde el principio, se observó que este recurso tenía una eficacia inesperada en el tratamiento de la depresión. Se usó con un entusiasmo acrítico durante muchas décadas. Durante ese proceso se presentaron efectos adversos como fracturas de la columna, pérdida de piezas dentales, defectos graves de la memoria. El tratamiento alcanzó un estatus mitológico como una forma de tortura médica, una creación brutal de la “deshumanización científica”. El análisis histórico y científico de los efectos colaterales muestra que fueron el resultado de indicaciones imprecisas, diagnósticos incorrectos, una frecuencia excesiva de las sesiones de tratamiento, falta de monitoreo para preservar la memoria, y deficiencias en el procedimiento de sedación y relajación necesario para proteger a los pacientes.
Los médicos explicaron a la familia que el día de hoy la terapia electroconvulsiva se considera una herramienta segura y eficaz. La persona que recibe el tratamiento está inconsciente durante el procedimiento y no sufre dolor. El discurso de los médicos parecía confiable, pero el tratamiento sólo tendría eficacia si la señora T. realmente padecía depresión mayor, es decir, una pseudodemencia depresiva: lo que hace cien años era llamado demencia melancólica. Pero si el padecimiento de la señora T. correspondía a la enfermedad de Alzheimer o a otra forma de neurodegeneración, la pérdida de las funciones mentales podría empeorar con la terapia electroconvulsiva. La familia, desesperada al ver que ella rechazaba los alimentos y abandonaba cualquier forma de comunicación y las actividades básicas de la vida diaria, aceptó la oferta del desprestigiado tratamiento. Durante el ciclo de la terapia electroconvulsiva se observaron cambios notables: la señora T. comenzó a hablar con gran rapidez, espontaneidad y elocuencia, y a comer con mucho apetito. Se levantó por la madrugada adentro del pabellón psiquiátrico, se bañó y ayudó a las demás pacientes a levantarse, a vestirse y asearse; más aún, arregló las camas de todas las enfermas. Recogía sus platos y vasos para contribuir al orden general, y provocó incomodidad entre las enfermeras del servicio porque trataba de ayudarlas, pero con frecuencia las corregía y cuestionaba su autoridad. Organizó cada mañana un taller de yoga y otro de gimnasia psicofísica, y obtuvo una excelente respuesta entre las demás internas, ya que su estado de ánimo era excelente y contagioso. Narraba historias deleitosas, declamaba poemas o cantaba con dulzura, en voz alta. Si las enfermeras del servicio le pedían moderación, ella las confrontaba con una gran locuacidad. Al fin pudieron realizarse exámenes neuropsicológicos para medir la atención, el lenguaje y la memoria, y obtuvo calificaciones óptimas. Al darla de alta, los médicos dijeron que la señora T. no padecía una demencia tipo Alzheimer. Había salido del estado depresivo, pero su humor era inquietante: el entusiasmo desmedido provocaba la sospecha de que sufría un viraje clínico, desde la depresión hacia un estado de manía. En vez del padecimiento descrito por Alois Alzheimer, se registró el nombre de otro trastorno descrito hace cien años en el expediente clínico: el trastorno bipolar, conceptualizado por el jefe de Alzheimer en Múnich, Emil Kraepelin, como psicosis maniaco-depresiva.
INVIERNO, 2017. Afuera del hospital, al regresar a México, la señora T. se mostraba hiperactiva, con una gran energía; trataba de involucrarse en incontables actividades: algunas eran incómodas para la familia, porque incurría en gastos excesivos, no aceptaba críticas o límites, y cometía actos de indiscreción sexual atípicos para su manera de ser a lo largo de seis décadas. Los medicamentos antidepresivos fueron retirados, pero esta ráfaga de euforia se extendió a lo largo de ocho o nueve meses, hasta que comenzó a declinar. La energía se agotó, y el apetito también. La capacidad para dormir se extinguió una vez más. El entusiasmo desapareció para dar lugar a un rostro serio, inescrutable. Las líneas de expresión en la frente mostraron tensión. Una angustia silenciosa se apoderó de su cuerpo y de la casa. La señora T. dejó de comunicarse; a veces decía frases cortas, difíciles de comprender, o respondía con monosílabos. Se acumularon los días, las semanas y los meses; abandonó todas sus actividades y regresó al silencio y a la cama. Los medicamentos antidepresivos fueron usados otra vez, uno tras otro, en combinaciones múltiples y variadas, por los mejores psiquiatras y neurólogos de México, sin fortuna. La psicoterapia volvió a ensayarse, sin éxito. Las palabras depresión y demencia fueron pronunciadas muchas veces más, en los consultorios y en el hogar.
VERANO, 2019. Han pasado más de dos años desde que empezó el padecimiento. Y ahora me encuentro aquí con ella, frente a frente. La señora T. está pálida, desaliñada, su edad física parece mayor a la edad real. Si no conociera el caso, pensaría que tiene más de setenta años. Trato de hablar con ella, pero permanece en silencio. Su hija Elena concluye el relato y me pregunta: “¿Qué sigue ahora? ¿Cuál es el diagnóstico correcto?”. Su expediente tiene las oscilaciones de aquellos viejos casos de depresión bipolar registrados en los siglos XIX y XX. Pero ¿podría tratarse de una enfermedad neurodegenerativa que ha adoptado una máscara bipolar? Si el ejercicio de la medicina es capaz de mantener a sus practicantes en estado de alerta, es porque se parece al futuro: está lleno de incertidumbre, y los buenos deseos no bastan para dictar un diagnóstico que garantice nuestro mayor anhelo, el reposo que sigue a una larga historia. Los relatos sobre el envejecimiento patológico nos obligan a encender la inteligencia científica, pero también la reflexión existencial. Nuestra longevidad es inédita dentro del gran texto de la evolución histórica: un número masivo de seres humanos nos vemos arrojados hacia la senectud, que podría ser el paisaje de las meditaciones finales, de la serenidad que implica, como decía el filósofo, una apertura ante el misterio. Nuestro miedo a envejecer es la anticipación de una desintegración física, psicológica y social, que significaría, además, una pérdida del sentido de vida, del valor personal. “El miedo a envejecer [según Susan Sontag] nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente”. La inscripción que deja la patología geriátrica en la memoria literaria nos deja frente al dilema del ser y la nada: entre un nihilismo tan prematuro como la enfermedad degenerativa, o una recuperación de la capacidad para dirigir el curso vital, pero ¿hacia dónde? ¿Hacia la reinstauración de una gerontocracia? ¿Hacia el arquetipo del viejo tonto o del viejo sabio? ¿A la serenidad de una vejez contemplativa?
Imagen de portada: S. J. Ferris y C. D. Weldon, Dream-land, ca. 1883