En el otoño de 1891 el Museo Americano de Historia Natural envió a uno de sus coleccionistas, Samuel David Dill, a la costa del Pacífico en busca de especímenes para su colección forestal. Dill exploró uno de los bosques de secuoyas de California y seleccionó un árbol de magníficas proporciones: recto, simétrico, sin nudos, casi perfecto. No era el más grande, pero era majestuoso: nueve metros de diámetro y más de cien de altura. Dos trabajadores de un aserradero cercano tardaron tres semanas en derribarlo, y en la huella que dejó cabían con holgura ciento cincuenta personas de pie. Casi todas las grandes secuoyas eran bautizadas por los cazadores locales; la que eligió Dill llevaba el nombre de Mark Twain. Una sección de este árbol colosal se exhibe desde entonces en el Pabellón de los Bosques de Norteamérica del museo antes mencionado, pesa nueve toneladas y ofrece un panorama de 1 341 años de historia en sus anillos concéntricos —uno por cada primavera—. El museo colocó veinte marcas en su superficie para indicar eventos históricos que sucedieron durante la vida del árbol: 550, el año en que comenzó a crecer; 640, el incendio de la Biblioteca de Alejandría; 1147, la segunda cruzada; 1492, el descubrimiento de América; 1861, la Guerra civil estadounidense, etcétera. Aunque hay árboles vivos de hasta cinco mil años en otras regiones del mundo, el Mark Twain representa una idea difícil de transmitir dentro de una habitación: el paso del tiempo a gran escala en un simple vistazo.
La historia de la secuoya me hizo recordar una noticia que apareció en los periódicos del mundo en 2006. Una tortuga gigante de las Galápagos, Harriet, murió a los 176 años en un zoológico de Queensland. Sus directivos afirmaban que era una de las tortugas que Darwin había traído de regreso de su histórico viaje a las islas del Pacífico en 1835. En su libro A Sheltered Life Paul Chambers desmintió el hecho después de una minuciosa investigación. Aun así, la anécdota pudo haber sido real (el lugar y los años coincidían), y me parecía inquietante la posibilidad de que un espécimen vivo en las manos de Darwin pudiera seguirlo estando en las manos de uno de nuestros contemporáneos casi dos siglos más tarde. En ese hipotético arco aparecía una variable que no siempre encaja en nuestra noción personal del tiempo. Tenemos una memoria muy corta. No recordamos con precisión lo que pasó hace unas semanas. Nos cuesta trabajo comprender un sistema de pensamiento que existió más allá de nuestra generación. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que las crisis actuales hayan existido antes y de que nuestras reacciones sean una repetición de las de entonces. No poseemos una conciencia sólida del tiempo o de la historia, ni personal ni social, mucho menos natural o intelectual. El hombre mide el mundo según su escala: temporal, espacial, sensorial. La ignorancia de lo que sucedió antes de que naciéramos, hoy o en cualquier otro momento, parece ser parte de nuestro proceso civilizatorio. Con los animales, sin embargo, es muy distinto. En su libro Transcendence, Gaia Vince explora cómo cuatro “herramientas” —fuego, lenguaje, belleza y tiempo— han hecho posible la evolución humana desde la prehistoria hasta nuestros días; cómo pasamos de un trozo de hueso afilado a un smartphone. Mientras los animales quedaron “atrapados” en su medio ambiente llevando “vidas no-creativas” y han permanecido ahí cientos de miles de años, nosotros logramos escapar a ese destino a través de construcciones culturales como la colectividad, el control de la energía y el empleo de herramientas sofisticadas.
Durante años mantuve una colección de imágenes que intentaba desafiar la noción de que nada de lo que ocurrió antes de 1820 puede observarse en una fotografía. La imposibilidad se convirtió en una especie de obsesión o angustia de no poder ver lo que había pasado en otros tiempos, de no tener testigos fidedignos de cómo había sido todo. La colección estaba compuesta por fotografías de animales en sus hábitats naturales en distintos lugares de la Tierra. Pensaba que si no podía tener acceso a una instantánea que mostrara, digamos, el interior de una casa maya hace dos mil años o una festividad pública en Babilonia hace tres mil, sí podía reunir imágenes que mostraran “otras cosas” que sucedían en esas épocas. Me conformaría con una parte de ese “todo” temporal al que era imposible acercarse. Eran fotografías bastante comunes. Una de ellas muestra la cabeza de un toro de pelo rojizo con largos cuernos que mira al espectador. Algunas gotas de rocío se han congelado e incrustado en los mechones desaliñados y húmedos que caen sobre la frente, casi tapándole los ojos. En la distancia vemos a otro toro de cuerpo completo. Están quietos en una tierra nevada. El fondo desenfocado revela troncos de árboles contra un cielo gris. Muy lejos de ahí, una segunda fotografía muestra los lomos de dos ballenas que cortan apenas la superficie de un mar en calma. Tres aves sobrevuelan rozando con sus alas el oleaje. El cielo es azulado y cenizo, del mismo color del agua. En ninguna de estas imágenes (y otras similares) hay señales de civilización. Los paisajes son primitivos, no han cambiado, y nuestros ojos tampoco —misma geografía interior, misma geografía exterior—. Las fotografías no me parecerían atractivas si no fuera porque encuentro en ellas la profundidad del tiempo, la extraordinaria sensación de que estoy contemplando algo tan lejano que es imposible de imaginar. Al ser tan lenta la evolución, pensaba, si me detenía y me obstinaba con fotografías como ésas podía ver cualquier siglo, fantasear con cualquier era. (Al ver los paisajes sabía que los animales no habían cambiado, y eso me llevaba a pensar en lo poco o nada que nos habremos transformado nosotros en milenios. Cambian los accesorios, lo exterior, pero las emociones deben ser inmutables. La forma de los dientes, la composición de la materia gris, el crecimiento del vello facial, la cantidad de lunares, las velocidades del sistema nervioso: nada de eso se ha modificado tampoco. Somos virtualmente los mismos.) Aunque mi intento improvisado de alcanzar una epistemología visual era pobre e ilusorio, logró su objetivo en mi memoria adolescente: había hecho “reversible” el tiempo.
En la ciencia se encuentra otro tipo de relación, extraña, entre el tiempo humano y el geológico. Los animales podrían ser el ejemplo ideal para representarla. Uno de los registros más antiguos de la existencia de las abejas se confirmó con el hallazgo de nidos de cien millones de años, una lejanía imposible de imaginar, en el sur de América. Las palabras de Virgilio ayudan a comprenderlo: “Aunque a cada abeja le espera un reducido tiempo de vida —pues ninguna vive más allá de su séptimo verano— la estirpe permanece inmortal, por muchos años vive en la opulencia y sus anales cuentan generación tras generación”. Virgilio hace referencia justo a esa extraña relación temporal: aunque hay muertes y nacimientos de manera constante en cualquier grupo animal, éste se mantiene ajeno al tiempo, en una suerte de movimiento perpetuo. “Los animales mueren sin ninguna idea de la muerte”, dijo Voltaire, y quizá ésa sea la clave que pueda explicarlo: si el animal no puede sentir o entender el paso del tiempo, entonces en él sólo existe lo atemporal. El poeta japonés del siglo XVIII Kobayashi Issa lo expresa en haikus: “Muy lentamente/el caracol asciende/al Monte Fuji”; “Inmóvil y serena/la rana observa/las montañas”; “Para las pulgas/también la noche es larga,/larga y sola”. Como símbolo cultural, el animal se convierte en un ser idealizado que vive en un reino inmortal. Esta distinción entre el animal como símbolo cultural y como espécimen natural está marcada por la concepción humana del tiempo y la muerte. El animal en la naturaleza, como concepto, tampoco está sujeto a las leyes temporales de la imaginación: pensamos en una abeja como idea, no en una abeja específica. Los animales nunca nacen o mueren, son un continuo —en su medio ambiente y en la cultura popular, en las constelaciones del cielo y en los muros de las cuevas—. Hasta que un animal se domestica comienza a vivir en un calendario terrestre, en un tiempo transaccional, que siempre estará medido según nuestra cronología y no la suya —lo que hace evidente su fragilidad e imperfección, un reflejo de nuestra propia entropía—. El enfrentamiento naturaleza-cultura no existe en el animal hasta que lo “traemos” al mundo y lo hacemos parte activa de la tragedia que esa dualidad representa. Nuestra relación con los animales ha evolucionado de maneras notables. En la Antigüedad eran comparables —y a veces superiores— al hombre, y en algunas culturas se adoraron como dioses. En la Edad Media los animales adquirieron rasgos fantásticos y simbólicos, y luego, durante el Renacimiento —esa relectura de la Antigüedad— se unieron de nuevo ambos reinos. Pero desde la Revolución industrial ese vínculo histórico ha ido desapareciendo: el hombre domina a la bestia, la técnica dicta la conexión con el mundo. La relación que hoy tenemos con ellos es el resultado de una sociedad que ha puesto fin a esa dependencia pragmática o mitológica. Tratar de encajarlos en nuestro tiempo, en nuestras costumbres y lenguajes actuales, es despojarlos parcialmente de su belleza más inquietante, ésa que podemos observar en el reconocimiento de sus afinidades ontológicas y en la percepción de sus misterios más fascinantemente animales, como sus distintas formas de existencia y socialización, o la amplitud inimaginable de sus longevidades.
Los extremos de longevidad en el reino animal se encuentran en ambientes acuáticos, lo que no debería resultarnos del todo extraño: la Tierra es un planeta cubierto de agua, y es ahí donde se originó la primera vida. Algunos corales —como el Leiopathes glaberrima, una especie del coral negro que habita las profundidades— viven más de cuatro mil años, y un tipo de esponja marina antártica, Scolymastra joubini, puede vivir más de veinte mil, lo que la convierte en el animal más longevo del mundo. En tiempo “terrenal”, sólo por mostrar la escala, un año humano representa trescientos de esa esponja. En contraste, un insecto conocido como efímera (Dolania americana) vive unas veinticuatro horas, y su contraparte femenina apenas cinco minutos, a ésta última la usa para reproducirse y depositar huevecillos en el agua. ¿Bajo qué perspectiva ponen estos lapsos la formación y evolución de nuestra cultura, nuestra comprensión del eterno ahora? Después de siglos de transformación del mundo natural —modificación de ecosistemas, creación de ambientes artificiales, contaminación atmosférica, etcétera— el tiempo humano ha devenido lineal, fatídico e irreversible, marcando “novedades”, “progresos” y porcentajes. La civilización supone una ruptura con los ciclos naturales de la Tierra, una idea cada vez más lejana como modo de vida y responsable parcialmente de un desasosiego generalizado.
Seguimos teniendo, sin embargo, rasgos animales: un pensamiento mecánico, no sofisticado, sobre el que no tenemos ningún tipo de control, sigue rigiendo nuestros reflejos, de otra forma sería imposible sobrevivir en el mundo. Es la parte más vieja del cerebro, nuestro conocimiento a priori, que compartimos con el insecto fugaz y con la esponja milenaria. Pero es cierto que es la forma de pensar que menos nos interesa, acerca de la que nunca reflexionamos. Lo que nos mueve es la conciencia y la memoria, el pensamiento flexible, el que ha logrado la evolución de ideas y conceptos, de géneros literarios y de sistemas económicos. Los corales han sido siempre así; nosotros experimentamos modificaciones cada vez más rápidas. El cambio entre generaciones humanas, antes inexistente, hoy se puede apreciar ya de un año a otro, no hay que esperar a la siguiente generación. Mientras eso sucede, el animal permanece inmutable; para él no existe tal cosa como el progreso. ¿Qué necesita el coral para vivir bien? Lo único que necesita para seguir viviendo es que todo se modifique lo menos posible; sus movimientos y funciones son idénticos. Nosotros no podemos imaginar algo así, ¿no?, representa más o menos nuestro opuesto. El movimiento y el cambio constante son parte esencial de lo que somos: trabajar, medir el tiempo o desplazarnos. En el deseo del futuro, esa nebulosa de la imaginación que no sabemos bien qué es, ha habido puntos altos y bajos, lucidez y locura. Hemos llegado a pensar que lo que necesitamos es menos, no más; que hemos cruzado líneas que nunca debimos haber traspasado, que es demasiado lo que intentamos hacer. Pero ha sido siempre así, y siempre hemos seguido adelante. Cuando volteamos a la naturaleza encontramos de nuevo que somos prescindibles, que podríamos no estar y seguiría habiendo vida. Que se detenga una cadena animal, sin embargo, hace que se inicie el proceso de una catástrofe en potencia. En Los miserables Victor Hugo escribe:
De la ostra al águila y del cerdo al tigre todos los animales existen en el hombre, cada uno de ellos habita en un hombre, a veces varios a la vez. Los animales no son otra cosa que las representaciones de nuestras virtudes y nuestros vicios desplegándose frente a nuestros ojos; los fantasmas visibles de nuestras almas. Dios nos los muestra para inducirnos a la reflexión.
Contemplar a un animal como si fuera la primera vez es uno de los placeres más incitantes que alguien puede tener: ¿qué encuentra o deduce el observador de sí mismo en lo que ve? Observar a una araña tejer su red o a un galgo inglés atravesar un paso de cebra es advertir su ligereza, su atemporalidad, sus sentidos; el lenguaje interior e inconsciente que los hace moverse, reaccionar, ser ellos. Que podamos pensar libremente en sus tiempos, en sus rutinas, sus días, ciclos vitales o su conciencia del hombre es reconocer nuestra propia finitud e insignificancia.
Imagen de portada: Coral anaranjado (Leiopathes glaberrima). Fotografía del programa NOAA Okeanos Explorer en el golfo de México, 2014