En Toronto los inviernos son muy largos así que a mediados de marzo, cuando nos pidieron cesar toda actividad no esencial, el frío (que aquí se apellida “Del Carajo”) hizo que el encierro fuera más fácil de acatar. Desde noviembre veníamos cargando botas, chamarras, abrigos, guantes, bufandas, gorras, paleando nieve para salir o entrar a la casa, caminando con cautela sobre hielo y sal para no resbalar. A la vista le duele la ausencia de colores en las calles y aunque a los canadienses solo los frenan las tormentas que obstruyen el paso con al menos 10 cm de “excremento celestial”, para muchos fue una bienvenida novedad quedarse en casa. Se suponía que el encierro iba a durar un mes y, aunque ya suponíamos que se extendería, albergábamos la esperanza de que la primavera diluyera la adversidad, como si el virus fuera tormenta. El invierno, sin embargo, alargó su estancia y nos regaló el abril más frío en décadas y hasta un par de nevadas a mediados de mayo, cosa que en mis 17 años aquí no había vivido. Pronto nos sentimos atrapados en una bola de nieve de las que venden como recuerdo en los aeropuertos, con su lindo paisaje blanco que al agitarse se baña en copitos de unicel. El silencio en las calles hacía parecer como si de verdad se hubiera encerrado el mundo dentro de una esfera de cristal. Las autoridades canadienses tuvieron reacciones diversas ante la pandemia: unos días antes de March Break, el gobernador de Ontario, Doug Ford, les dijo a los jóvenes que disfrutaran sus vacaciones a la playa (a Florida, a México, a Sudamérica, ¡toda la gente sale en desbandada a donde haga calor!), pero no había transcurrido ni media semana cuando el Primer Ministro, Justin Trudeau, hizo un llamado para que todo canadiense que estuviera en el extranjero de vacaciones de regresara al país. Como aquí vive gente que viene de todas partes del mundo, el resultado fue un gran caos no sólo para aerolíneas y pasajeros, sino que los aeropuertos parecían kermés. Incluso la esposa de Trudeau contrajo el virus y él mismo tuvo que aislarse. Se cerró la frontera. Ante el horror de lo ocurrido en Italia, España y Ecuador, la gente se guardó. Los canadienses suelen ser discretos, obedientes y ordenados y así, en silencio, se hicieron filas para el supermercado (en el frío, bajo la nieve o la lluvia congelada) sin que nadie respingara. Las calles vacías, las tiendas cerradas, los mensajes de apoyo y orientación del Primer Ministro y de los gobernadores de cada provincia se volvieron el pan nuestro de cada día. Pero a juzgar por el creciente número de contagiados que se han registrado recientemente, la gente obedeció las indicaciones desde mediados de marzo hasta el Día de las Madres, cuando muchos decidieron reunirse en familia. Y ahora, cuando hemos entrado de golpe —y prácticamente sin primavera de por medio— al verano, el miedo parece haberse derretido. Canadá no sólo padece de las dos emblemáticas soledades identificadas por Hugh MacLennan, sino que además tiene doble personalidad. La diferencia de temperatura entre el invierno y el verano puede ser de hasta 80 grados centígrados y tan drástico es el cambio de paisaje como lo son el humor y comportamiento de la gente. El hambre de sol arrastra a la ciudadanía hacia calles y parques y este fin de semana, el primero en que estos últimos se abrieron, salieron manadas de torontonianos a hacer picnic y a asolearse sin cubrebocas y sin respetar la sana distancia. Esto incluyó al alcalde de la ciudad, John Tory, que traía su tapabocas de collar y no guardó la distancia requerida porque la concentración de gente lo hacía imposible. Las consecuencias de tal irresponsabilidad se verán en un par de semanas, y por lo pronto los médicos le han lanzado mensajes furiosos a la población. “Es como si nos escupieran a la cara”, han dicho y dicho bien. El virus ha permitido asimismo que el monstruo que a ningún canadiense le gusta reconocer pero que vive entre nosotros, el racismo, asome la cabeza: los ataques contra personas de origen asiático están a la alta. Y muchos señalan que la reacción de las autoridades ante la gente congregada en el parque, mayormente blanca, habría sido otra de haberse tratado de una aglomeración de personas de color. Aunque Canadá tiene un elevado nivel de vida y el gobierno ha hecho enormes esfuerzos para apoyar a los millones que han perdido su empleo o han tenido que cerrar sus negocios, no es un país perfecto. Y esas imperfecciones salen a la superficie cuando la gente está estresada, con miedo o, como ahora, simplemente ansiosa de salir: tras tantas semanas momificados bajo capas y capas de ropa o entre cuatro paredes, urge llenarse de aire que no huela a calefacción. Las calles están volviendo a la vida, se oye el graznar de los gansos, las familias pasean en bicicleta o caminando, flores de todos colores decoran casas y avenidas. Es el tiempo de jugar a la jardinería, abrir patios, hacer asados, tomar cervezas al aire libre hasta el anochecer. Mis vecinos han empezado a recibir visitas “a distancia”, los veo rodeados de amigos que se quedan en el porche conversando, que se ríen a carcajadas, Y los envidio y los odio porque me hacen difícil mantener mi propia disciplina y, sobre todo, a mis adolescentes aisladas: “¿Por qué ellos sí ven gente y nosotros no?” Porque son como los irresponsables que se aglomeraron en el parque, pienso; porque creen que a ellos el virus no los va a tocar. Se llaman #COVIDiots y Canadá también es su hábitat. Quizá se deba a que los hospitales no se han visto desbordados. Gran porcentaje de los muertos han sido ancianos que vivían en casas de retiro, gente mayor (de ahí que al inicio se le llamara al virus boomer remover). Las cirugías y tratamientos no urgentes se han pospuesto y nadie quiere ir a las salas de urgencias. Algunos han fallecido de ataques al corazón o quedado paralizados por embolias precisamente por evitar el hospital. O quizá se deba a que es verdad eso de que nadie experimenta en cabeza ajena. Ahora que el calor atraiga a más personas afuera quedará al descubierto la magnitud real del peligro. Yo también estoy ansiosa de ver a mis amigos y salir a disfrutar del lago, tirarme en alguna playa a tomar el sol, hacer parrilladas y fiestas “de traje”, pero sigo atrincherada, con tapabocas y guantes de látex incluso a casi cuarenta grados de calor cada vez que salgo al supermercado (mi única salida a la semana). No me permito olvidar que, mientras para otros países la curva ya rebasó su pico o está en proceso de aplanarse, aquí apenas empieza nuestra prueba de fuego. Y de segundas olas no quiero ni oír hablar.
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Imagen de portada: Paisaje invernal. Fotografía de Lauren Waterman, 2020. CC