Cerca de las diez de la mañana, Sunflower se asoma desde su tienda de campaña y examina la niebla fría. Está en horario Arcoíris.1 No sabe con precisión que son las diez. Solo sabe que todavía es de mañana y que parece momento de levantarse.
Hace unas cuantas horas tenía la certeza de que aún no era tiempo de levantarse, cuando de repente escuchó el estruendo mecánico de un helicóptero de la policía que atravesó el aire del bosque. Había aprendido a vivir y a dormir a pesar de ello. Esas interrupciones impertinentes eran parte de la rutina en los Encuentros. Solo era Estados Unidos tocando a la puerta.
Sunflower, de pie dentro de su tienda de campaña, inspecciona su entorno inmediato: una tienda seca. Las paredes verdes hacen que su piel parezca amarillenta, pero tener una tienda de campaña impermeable al agua es un verdadero lujo, en especial porque un aguacero muy esperado colmó el aire de la noche y no paró hasta el amanecer. No hay nada mejor en la vida que una tienda seca en una mañana húmeda.
A la distancia escucha tambores, el pulso del Encuentro. Las personas que los tocan llevan haciéndolo sin pausa, con lluvia o con sol, desde el 27 de junio, hace siete días. La voz de los tambores lo reconforta, quiere decir que allá afuera hay familia. Como el pulso de la persona amada, los tambores lo mecen cada noche, lo arrullan. Y todas las mañanas lo despiertan y lo animan a unirse a las actividades del día.
Aun así, Sunflower ansía los aullidos nocturnos de los lobos. No los ha escuchado desde hace más de una semana. Incluso extraña las visitas destructivas del oso que, enfático, exige objetos de valor con regularidad: cosas que un miembro de la Familia Arcoíris que asiste a un Encuentro no puede regalarle a la naturaleza a la ligera; elementos esenciales como aceite para cocinar o cigarros. La ausencia de osos y lobos, sin embargo, es la señal de que el Encuentro ha comenzado; la tierra indómita se está transformando en una ciudad. Con todo y sus anhelos de vivir en la tierra salvaje que se ha perdido, Sunflower le da la bienvenida a la ciudad; en especial a esta ciudad, porque sabe que para cuando termine el mes volverá a transformarse en naturaleza.
Sunflower lleva tres semanas en el Encuentro Arcoíris; fue una de las primeras cien personas en el lugar. Cavó letrinas, construyó cocinas, abrió veredas y recibió a la familia que hace el Encuentro. Fue una labor de amor a la que le dedicó dieciséis horas al día. Ahora, en el punto más alto del Encuentro, con más de diez mil personas alrededor, Sunflower se puede relajar para absorberlo todo y recargar energías para la limpieza de la siguiente semana. Este año participa en la experiencia completa, desde la instalación hasta el desmontaje.
Desde su tienda de campaña escucha el crepitar del fuego y las voces bajas que vienen de la “cocina” a unos sesenta metros. Un crujido ocasional es evidencia de que el fuego arde; hace que los campistas salgan de sus bolsas de dormir al aire húmedo de la mañana. Los sonidos metálicos anuncian que hay puré, acompañado, tanto antes como después, de “lodo”: así se le conoce al café en el Encuentro Arcoíris.
Pero ¿dónde demonios dejó sus malditos zapatos? Se los quitó el día anterior cuando hacía calor porque quería sentir el camino fresco bajo sus pies. Cuando llegó la humedad de la noche, ya no los pudo encontrar. Se extraviaron en la felicidad de ayer. Hoy los encontrará. Se arrastra para salir de su tienda, se pone de pie, y un lodo frío y mullido se cuela entre sus dedos. Se siente bien, pero querría tener sus zapatos. Sunflower observa las veinte tiendas que componen el Campamento Búfalo mientras mete los pies mugrosos en las piernas del pantalón. Espía una tienda de campaña anaranjada que no estaba el día anterior. ¿Quién podría ser? ¿Un viejo amigo? ¿Un amigo nuevo? ¿Alienígenas? Al pasar a un lado escucha unas risillas que salen por el domo anaranjado. Sin duda se trata de alienígenas. Piensa en el tamaño de sus pies. ¿Tendrán un par de zapatos extra? Alienígenas en el Campamento Búfalo. ¿Por qué no?
Hay hippies y punks alrededor de la fogata en el desayuno. Grey Bear y Plover, ataviados en playeras tie-dye y suéteres, están sentados confeccionando joyería con chaquiras. Asha y Tony, vestidos de negro, concentrados, trabajan pedazos de cuero. Dave, con su largo cabello rubio, cano y desaliñado, se sienta junto al fuego y prepara una papilla como desayuno: una especie de avena mezclada con arroz de hace unos días. Catfoot lo ayuda, con un maltrecho cigarro marca Bugler pegado a los labios y acuclillado a su lado. Sunflower respira profundamente y el aire húmedo del bosque se mezcla con el humo, el sudor, el café y el pachuli.
Dave voltea a ver a Sunflower, sonríe exhibiendo sus dientes oscuros y señala la cafetera traqueteada. “El lodo está listo”. Sunflower le añade un poco de agua fría prensando la mezcla antes de desamarrar la taza que cuelga de su cinturón y servirse.
“El café está de lujo hoy. Café yuppie gourmet”. Dave, mirando hacia la tienda de campaña naranja, le explica: “Alguien trajo una bolsa grande. Estaba aquí a un lado cuando desperté hoy. Creo que fueron ellos”. Los alienígenas se habían rifado. Además tenía sabor a avellana.
“También hay Zuzus”, masculla Dave y le ofrece un plato de papilla a la que le espolvoreó unas cuantas chispas de chocolate recién encontradas. Sunflower únicamente come avena, sémola y otros miembros de la familia de las papillas cuando está en los Encuentros. Cuando está en Babilonia no los prueba porque los considera un engrudo solo apto para pegar papel tapiz y póster políticos. Nada sabrosos. En los Encuentros, en cambio, esa cosa adquiere un gusto especial, casi disfrutable. En particular cuando es Dave quien la prepara. Hoy la papilla incluye almendras, cacahuates, chabacanos secos, pasas, miel de maple, nuez moscada y canela molida.
Del otro lado de la fogata, los hippies les enseñan a los punks a ensartar cuentas. A cambio, los punks les dan tips sobre cómo trabajar el cuero. Dave, un autoproclamado vagabundo, les cuenta aventuras callejeras a Paul, un esbelto maestro de escuela de Cleveland, y Tom, un pintor canoso de Syracuse en Nueva York. Leil, una organizadora de Greenpeace oriunda de Georgia, grita desde el lago lodoso. Con un alarido, corre y salta por encima de la fogata; las gotas de agua que escurren de su piel erizada sisean al caer sobre las rocas calientes. Collector, el “hombre dona”, se acerca chiflando por la vereda con una bolsa de donas de jalapeño y ajo. El Campamento Búfalo está despertando.
Dave sirve las últimas gotas de lodo en la taza de Collector. Detrás de la banca hecha con un árbol caído hay cinco garrafones vacíos con capacidad para cinco galones. Plover toma uno y se aleja por la vereda. Asha lo sigue con otro. Es un alivio para Sunflower, que cargó dos llenos la noche anterior durante más de un kilómetro y medio hasta la cocina conocida como la Morada del Sapo. El agua pesa, sobre todo a primera hora de la mañana.
Collector empina su café. Lo necesitaba. Sirvió más de 2 500 donas anoche. Con una bicicleta vintage que donó un cliente entusiasta de las donas, los despachadores distribuyen los panecillos de ajo y jalapeño a más de treinta cocinas. “Ahora comen mis donas en la Villa Autobús. Queda a ocho kilómetros de aquí, y también en la zona de grava (que sirve como estacionamiento) a más de trece kilómetros. Todavía están calientes cuando llegan”, presume Collector. “Haré unos cuantos envíos de donas si la lluvia de anoche no dejó las veredas hechas un desastre”, se ofrece Plover.
A Sunflower también se le antojaba dar un paseo en bicicleta por el bosque, pero cada que pasaba por la cocina de Collector, la bicicleta no estaba. Collector suele echar un grito para llamar a algún mensajero cuando tiene lista una bolsa de donas. Siempre hay voluntarios. ¿Por qué no? ¿Qué mejor manera de pasar la noche que repartiendo donas en algún lugar alejado y recibiendo abrazos de agradecimiento a cambio?
El campamento de Collector está al final del camino, a unos cinco minutos caminando y pasando el Hilton del Taco. No es por accidente. Los tacos y las donas son tan populares en los Encuentros Arcoíris como en su Babilonia. El problema es que todo aquí es gratis, por eso el precio de un taco o de una bolsa de donas es el mismo que el de un tazón de papilla o un poco de pan rancio. Para apaciguar la demanda en aquellas dos deliciosas cocinas, los integrantes de la Familia Arcoíris le han añadido la distancia a la ecuación económica. En el caso del Hilton del Taco, la distancia por sí misma no ha logrado estabilizar la demanda a niveles manejables. Entonces, se ha tenido que ajustar la variable del tiempo. El Hilton del Taco ofrece sus imitaciones de delicias mexicanas solo durante la medianoche. En la práctica esto se traduce en una excursión tranquila en la oscuridad que hace las veces de una peregrinación del sabor y que culmina con un pequeño festín para cerca de 250 proveedores de tacos. El postre está a una breve caminata más adelante.
Collector llegó al campamento Búfalo después de haberse encontrado con un oso. “Hay tres osos en este Encuentro”, explica Collector. “Escuché que viven con un viejo ermitaño en su cabaña no muy lejos de aquí. Solo les hace falta un poco de disciplina”. En el otro extremo está el reporte coral que dio un grupo de ocupas adolescentes de Nueva York: “Lo vimos, ¡era un chingado Grizzly! Nos iba a matar, está hambriento. ¡Se comió nuestros cigarrillos, el cabrón!”.
Sunflower sorbe su lodo mientras Collector cuenta con calma: “Me asomé afuera de mi tienda y vi a este pequeño osito quitarle una mochila de un zarpazo a un hippie que dormía sobre ella. Me parece que el oso se pasó, rebasó un límite. Los visitantes de la cocina de las donas merecen un mejor trato que ser despertados con tanta grosería por una bestia maloliente que gruñe y resopla”. Igual que una caricatura, Collector explica cómo correteó al oso que intentaba llevarse la mochila bosque adentro. “El oso se detuvo, y giró. Se paró en dos piernas e hizo el papel del oso feroz”. Collector imita al oso. “Era adorable, pero no me pareció convincente”. Collector le recordó a todos que él era un residente esporádico del territorio grizzly en Alaska. “Seguí avanzando hacia él y entonces retrocedió, agitando las patas en el aire, y comenzó a gimotear. Le dije que no volviera a hacer ninguna de esas mamadas en la cocina de las donas”.
Si este hubiera sido un encuentro de Boy Scouts, Sunflower no se hubiera tragado el cuento de inmediato. Pero no, esto es un Encuentro Arcoíris. Y los integrantes de la Familia Arcoíris mantienen una extraña conexión con sus vecinos animales, una conexión como ninguna que Sunflower hubiera visto antes. Collector, por ejemplo, tiene una comadreja vigilante. Vive en un tronco a medio metro de su tienda de campaña, un domo ajado de marca North Face manchado de azúcar y harina. En dos ocasiones la comadreja ha correteado a hippies antojadizos que meten las manos en el relleno de las donas. Una vez correteó a un oso. Y nunca ha molestado a Collector.
Collector sigue contando sus historias mientras aparece un rostro nuevo en el campamento. El recién llegado se sienta junto al fuego. Dave le prepara una taza de té. El hombre tiene más o menos 45 años, aunque parece más viejo. Sunflower se presenta y los dos empiezan a platicar. Se llama Paul. Después de dos tazas de té, Sunflower se entera de que Paul es un antiguo mercenario.
“Comenzó en Vietnam. Estaba enlistado en ’Nam y me casé con una mujer de Laos. Una mujer muy dulce. Los comunistas la mataron. No tenía nada más por qué vivir, así que pasé los siguientes diez años matando comunistas”. Sus ojos acerados se llenan de lágrimas. Hasta entonces Sunflower percibe las cicatrices que cubren su rostro: un tajo arriba de su ojo izquierdo, una hendidura profunda del rabillo del ojo derecho hasta la nariz, y otra que le parte en dos el labio superior. Continúa. “Al menos fueron personas que yo creía que eran comunistas. Por lo menos en ese momento. He estado por todo el mundo. Fui somocista. Una temporada triste. Más o menos sabía que algo estaba podrido. Combatí en Yemen, en Rodesia, en Biafra, en Namibia”. Se queda mirando al bosque, y su tono cambia cambia, volviéndose más confesional. “Regresé a Estados Unidos, pero cargaba con mucho dolor, así que empecé a tomar. Pasé años borracho. Un día llegué a un Encuentro Arcoíris. No sé cómo…” Sunflower lo escucha. Paul continúa: “Y por eso estoy aquí, hermano”. Y con lágrimas en los ojos sigue: “Tenía que dejar de matar. Tenía que parar”. Se sienta un momento, sonríe, y luego añade. “Estoy en casa ahora”. Se acerca y le da un abrazo a Sunflower. Grey Bear, al ver gente abrazándose, se acerca sonriendo y se les une.
Los platos se empiezan a apilar. Sunflower y Paul se acercan a la estación para lavarlos. Su conversación se vuelve más ligera. Hablan de caminos en la naturaleza, pozos para nadar, y de contenedores de basura mientras lavan los platos del desayuno.
***
La vereda le da a los pies de Sunflower una multiplicidad sensorial: charcos fríos, rocas calentadas por el sol, lodo suave y ramas quebradizas. Sunflower disfruta la retroalimentación que recibe de sus pies. Tenerlos mojados y lodosos lo libera de la preocupación de mojárselos o enlodárselos. Pisotea los charcos que otros se preocupan por evitar, y con ello contradice las prohibiciones de la infancia que le impedían hacerlo.
Con una sensibilidad que lo mantiene alerta ante cada roca o cada hoja en la vereda, sus pies lo llevan hasta el Centro de Información, el sitio que los miembros de la Familia Arcoíris llaman El centro de control de los rumores. Hoy tiene el bullicio usual de cualquier centro cívico. El núcleo está construido a partir de un refugio hecho de troncos de árboles caídos. Abierto por los cuatro costados, tiene un mostrador al frente y una lona azul como techo inclinado, uno de los pilares de la arquitectura Arcoíris. Troncos de un metro de altura sirven de cómodos asientos a los voluntarios. En un claro cercano hay un círculo de tambores que cada vez se hace más grande. Sunflower anticipa que el ritmo pacífico del momento se acelerará hasta convertirse en una celebración frenética cuando caiga la noche.
Cuatro grandes pizarrones están distribuidos por la zona. Uno de ellos está dedicado a los viajes y resulta crucial para el tránsito de la gente Arcoíris. Se ofrecen viajes a las principales ciudades en las costas Este y Oeste. Una nota colorida con una pluma pegada pide un aventón a “Belice o algún lugar cercano” para Squirrel, a quien se le puede encontrar, según la nota, “debajo de una lona verde bajo un pino viejo a cincuenta minutos de este lado del Campamento de los duendes”. Son direcciones como estas, piensa Sunflower, las que distinguen un pizarrón de viajes Arcoíris de otros donde aparecen apuntados, sin ceremonia, números de teléfono o apartados postales.
En otro de los pizarrones se colocan mensajes personales: “Jimmy de Berkeley está acampando en la Hondonada de la Salvia; Mujer y dos gatos buscan cooperativa comunitaria rural en el noreste; Tim de Villa Autobús necesita un generador de VW; Incipiente comunidad en Tennessee busca personas con energía; Arete de cristal Herkimer hallado cerca del temazcal, preguntar en info”. Sunflower revisa las que parecen centenas de papeles multicolores y encuentra el mensaje que escribió hace dos semanas: “Sunflower en Campamento Buffalo”. Revisa lo que la gente ofrece ese día. Un carburador, unas cuantas rutas para el renacimiento espiritual, pero nada acerca de sus zapatos. Toma prestada una pluma y escribe: “Sunflower necesita sus zapatos cafés con agujetas anaranjadas. Favor de llevarlos a la fogata de la cocina del Campamento Búfalo”. El tercer pizarrón tiene anuncios de talleres, reuniones, círculos, eventos espirituales y consejos. El cuarto ostenta un mapa del Encuentro, en el que se detallan las principales cocinas y campamentos, que ya suman casi cien.
Contrario a otros mapas, que a Sunflower le parecen grabados en piedra, el mapa Arcoíris es fluido; cambia conforme se le añaden nuevos campamentos y veredas cada hora. Las personas que pasan por el centro de información usan plumas y marcadores para actualizar el mapa basados en dónde suponen que está la zona recién bautizada. El resultado es un mapa completamente fuera de escala, que no tiene ningún parecido con la geografía real de la zona. Sunflower la llama una cartografía participativa. Usando el mapa, las personas hallan el modo de llegar a la mayoría de los campamentos. Lo que no pueden estimar, sin embargo, es qué tan lejos están o qué tipo de terreno atravesarán para llegar ahí.
Sunflower toma el marcador y dibuja un oso en el mapa y escribe las palabras “Cordillera de Osos”. Luego apunta una explicación breve en un pedazo y lo suma al mapa con una tachuela que encuentra en el pizarrón.
En el refugio de Información se encuentra con el equipo de grabación de un noticiero. El reportero trae una camisa blanca, corbata gris y zapatos negros brillantes. Un atuendo estúpido para el bosque, concluye Sunflower. La camarógrafa, vestida más casual y adecuada, parece incómoda. Ambos están sudando después de la larga caminata para llegar ahí. Sunflower no les presta mucha atención. Está familiarizado con la “película”: las mismas preguntas planteadas a las mismas personas seguidas por un reportero que murmura algo sobre “los sesenta”. Sunflower no se identifica con la terminología que emplean los medios para describir a los integrantes de la Familia Arcoíris. Él tiene treinta años y no se considera un “niño de las flores”. Tenía apenas un año durante el Verano del Amor, así que tampoco considera que él represente una vuelta a los sesenta.
Para Sunflower, los reporteros no son maliciosos, solo ineptos; están atrapados en nociones anticuadas de lo que ven y se sienten obligados a trivializar algo que es mucho más grande, mucho más poderoso y confuso, y no consiguen tratarlo de manera seria. La única forma segura que tienen de hacerlo es incorporarlo a la historia, al estudio de las cosas muertas, con los sesenta, con los “niños de las flores”.
Sunflower ya se imagina el noticiero. Habrá un segmento editado velozmente sobre el Encuentro Arcoíris inmediatamente antes o después de los deportes y el clima. Al final de la transmisión, cuando los créditos aparezcan en la pantalla, los presentadores harán su rutina de “platicar mientras acomodan sus papeles”. El encargado del clima, un bromista con sobrepeso, cicatrices de acné y cabello engominado, dirá algo como: “Bueno, Kevin, espero que no nos abandones para unirte a los de la Familia Arcoíris allá en el bosque”, y todos reirán y le desearán buenas noches al auditorio. La única pista sobre la realidad del Encuentro Arcoíris será la voz constante de los tambores, hablando en el fondo a lo largo de todo el segmento.
Fragmento de People of the Rainbow: A Nomadic Utopia, de Michael I. Niman, University of Tennessee Press, 2010. Publicado con permiso del autor.
Imagen de portada: Rainbow Gathering en Bosnia, 2007. Fotografía de Mladifilozof
-
El grupo Familia Arcoíris [Rainbow Family of Living Light] es una comunidad utopista. Entre los objetivos de sus Encuentros está la creación de una sociedad no jerárquica, pacífica y cohesionada que sirva como modelo para reformar a “Babilonia”, el mundo industrializado. La crónica es una amalgama ficcionalizada de los personajes y situaciones que el autor conoció en su visita al Encuentro nacional en Pensilvania en 1986 y al Encuentro nacional de 1990 en Minnesota. [N. de los E.] ↩