Veo el océano desde la punta oriental de Estados Unidos, en la península Olímpica, justo al lado de la reserva del pueblo Quileute, donde Frank Herbert convivió con los nativos que inspiraron su célebre novela Dune. Estamos en vísperas del invierno. El viento sopla más frío de lo que esperaba; es casi doloroso sentir su roce en la cara. Sin embargo, esto no me impide disfrutar la vista: un mar nervioso con pliegues de espuma en un horizonte apenas manchado de tintes solares. No puedo dejar de pensar que debajo del paisaje se esconden misterios de todo tipo.
Hemos mapeado casi toda la superficie de la Luna y de Marte, pero no los innavegables abismos oceánicos. Hemos transportado a más personas al espacio que a las praderas submarinas y ciertamente hay más astronautas que acuanautas. Como dijo Pierre Aronnax, el biólogo narrador de Veinte mil leguas de viaje submarino: “Nada sabemos de las grandes profundidades del océano. Nuestras sondas no han sido capaces de alcanzarlas. ¿Qué sucede en aquellos apartados abismos? ¿Qué seres habitan y pueden habitar a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo será el organismo de esos animales? Apenas podemos conjeturarlo”. Ciento cincuenta y cinco años después de la publicación de la novela de aventuras de Jules Verne, hemos avanzado un poco en nuestro conocimiento abisal.
Según el libro The Brilliant Abyss, de la bióloga marina Helen Scales, hace mil millones de años existía un solo megaocéano denominado Mirovia que rodeaba a un único continente terrestre, Rodinia. Aquel enorme pedazo de tierra se fragmentó hace 355 millones de años, configurando la Pangea, y el megaocéano cambió de nombre a Pantalasa. De este último nacieron los océanos que conocemos, siendo el Pacífico el más hondo y viejo de ellos: se formó hace 250 millones de años. Sabemos que la profundidad promedio de los océanos es de tres mil metros, que la luz solar comienza a escasear doscientos metros debajo de la superficie, que todo se convierte en un continente de oscuridad a los cuatro mil metros y que, si nos aventuráramos seis mil metros más hacia el fondo, llegaríamos a la zona hadal, o zona de la muerte, un nombre exagerado pues aun en ese lugar recóndito e inhóspito habitan animales casi fantásticos. Si vaciáramos el agua del océano profundo, cuyo volumen es de mil millones de metros cúbicos, se revelarían las cordilleras más grandes del planeta —la más extensa mide sesenta mil kilómetros—; observaríamos montañas de hasta tres mil metros de alto y mil seiscientos kilómetros de ancho; y veríamos praderas que comprenden la mitad de la superficie terrestre.
Verne no se equivocó al escribir que esta geología marina produce minerales, pero hoy sabemos que son críticos para la transición energética. Cuando el capitán Nemo le explica a Aronnax de dónde obtiene la energía eléctrica para alimentar el submarino Nautilus, de pasada le dice que “en el fondo de los mares hay yacimientos de cinc, hierro, plata y oro que bien podrían ser explotados sin mayores problemas”. Para la fecha de publicación del libro, entre 1869 y 1870, ya existían registros de esta abundancia mineral. Poco después, entre 1872 y 1876, la Sociedad Científica Británica organizó la primera expedición global de los mares a bordo del legendario HMS Challenger. Los científicos a bordo extrajeron del océano una especie de rocas del tamaño de papas que al principio no eran más que una curiosidad, y así las mostraron en museos y exhibiciones. Luego se descubrió su composición: estaban formadas principalmente de manganeso y contenían cantidades menores de hierro, calcio, cobalto, cobre, níquel y titanio. Ahora se les denomina nódulos polimetálicos. Su formación geológica es tremendamente larga: a cada uno le toma diez millones de años crecer del tamaño de un chícharo al de una pelota de golf.
Durante décadas la idea de extraer industrialmente estos nódulos parecía una locura, pero después llegó la crisis climática. Conforme las investigaciones develaron sus causas y consecuencias, los Estados acordaron tácitamente el consenso de la descarbonización, como lo nombraron los sociólogos Maristella Svampa y Breno Bringel. Entonces la minería marina, lejos de parecer una ficción de aventuras, comenzó a discutirse con el propósito de extraer los minerales críticos de los nódulos y así contar con los insumos necesarios para la transición energética.
A finales del siglo pasado, corporaciones como British Petroleum, Rio Tinto Group, Lockheed Martin y Standard Oil empezaron a diseñar tecnología con ese fin y tuvieron suerte en el Pacífico en la década de los setenta. El problema, dicen Svampa y Bringel, es que, así como el consenso de Washington desplegó el neoliberalismo en casi todo el sur global y el consenso de las commodities profundizó el extractivismo en América Latina para satisfacer la demanda de recursos —sobre todo para alimentar el desarrollo industrial de China—, el consenso de la descarbonización pretende crear nuevas zonas de sacrificio ambiental y humano para realizar la urgente transición energética en las naciones hegemónicas.
Los ejemplos destructivos de este consenso ya están siendo cuestionados. Por ejemplo, durante la última década se ha duplicado la producción mundial de cobalto, un mineral indispensable en la fabricación de baterías fotovoltaicas que almacenan energía y hacen funcionar los teléfonos celulares y los automóviles eléctricos. La República Democrática del Congo es el mayor productor de cobalto de alta calidad. Hace una década, este país extraía la mitad de este elemento en el mundo, pero ahora produce más de dos tercios.
Sin embargo, en la minería congolesa se han documentado casos de explotación laboral extrema y mano de obra infantil, así como la alteración de montañas y ríos. Los resultados económicos de este sector, que representa el 90 % de las exportaciones nacionales, apenas han mejorado las condiciones de vida de su población: el 60 % sobrevive con menos de dos dólares al día e, irónicamente, el 80 % no cuenta con electricidad en casa.1 El Congo es solo uno de tantos ejemplos, pues las zonas de sacrificio energético se han multiplicado. Hay conflictos socioambientales en el triángulo del litio, ubicado en la frontera entre Argentina, Bolivia y Chile; en la Amazonía, donde se extrae madera de balsa para fabricar turbinas eólicas; y la minería de níquel representa una preocupación en Indonesia.
Se teme que la carrera a contrarreloj para detener el aumento global de temperatura —ya no a 1.5 ºC, sino al menos a 2 ºC— exacerbe la creación destructiva de energía renovable o limpia. De acuerdo con la Comisión de Transición Energética (ETC), se necesita cobre para el cableado, acero para las torres de las turbinas eólicas, elementos raros para los motores eléctricos, silicio para los paneles fotovoltaicos, además de litio, níquel y grafito para las baterías. Por su parte, la Agencia Internacional de la Energía (IEA) declara que el problema es que la producción y el procesamiento de estos minerales se encuentran en sitios específicos: el cobre en Chile, el níquel en Indonesia, los minerales raros en China y el litio en Australia, por mencionar algunos.2 Por ello, la diversificación geográfica resulta estratégica, en particular en un mundo cada vez más polarizado entre las potencias económicas y militares de Estados Unidos y China, que demandan alianzas comerciales y extractivas con países ricos en dichos insumos.
El debate sobre las reservas de cada uno de estos minerales críticos continúa.3 En su último informe, tanto la ETC como la IEA4 aseveran que contamos con las reservas suficientes para alcanzar la meta de cero emisiones hacia 2050, aunque el desafío radica en el corto plazo porque las emisiones globales deben reducirse en 40 % para finales de esta década, suponiendo el escenario más optimista. Otros especialistas, sobre todo aquellos afines al decrecimiento, responden que este pronóstico sería correcto si tuviésemos un sistema económico estable que no dependiera del crecimiento infinito.
Pero contemos o no con los minerales necesarios, lo cierto es que los Estados y las corporaciones mineras consideran que abrir nuevas fronteras extractivas es urgente. Una de ellas es precisamente el mar profundo. Cientos de kilómetros cuadrados de subsuelo marino se contemplan para la exploración minera, en especial en el Pacífico, donde se ha detectado la mayor cantidad de nódulos polimetálicos a una profundidad de entre mil quinientos y seis mil metros, según Helen Scales.
La zona Clarion-Clipperton, ubicada entre México y Hawái, resulta de las más interesantes para la minería submarina. Hasta ahora la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos ha expedido diecisiete permisos de exploración en ese sitio; cada uno abarca alrededor de 75 mil kilómetros cuadrados, es decir, la superficie de Irlanda.5 En una entrevista con la periodista ambiental Olive Hefferman, el presidente de The Metals Company,6 una compañía que obtuvo uno de estos permisos, dijo que la cantidad de nódulos en Clarion-Clipperton es tan abundante que podría proporcionar la energía de toda la flota automovilística de Estados Unidos, o sea unos 280 millones de vehículos.
Existen varios prototipos de máquinas que se podrían utilizar en la minería marina. El más viable hasta ahora succionaría los nódulos como si se tratara de una aspiradora. No obstante, los biólogos marinos ya han hecho sonar la alarma. Para empezar, esas rocas son esenciales para las criaturas que viven ahí y que las usan como hogar o como protección ante los depredadores —entre 60 % y 70 % de los organismos que habitan en la zona Clarion-Clipperton dependen de los nódulos—. Las máquinas serían incapaces de distinguir entre una roca y un pulpo, una estrella de mar, un camarón o una holoturia (es decir, el pepino de mar). Además, removerían el sedimento del piso marino, alterando la composición biológica del paisaje: varias especies serían más vulnerables frente a sus depredadores porque su visión quedaría ofuscada; algunas podrían asfixiarse con el exceso de sedimento flotando en las corrientes; y otras no podrían filtrar sus alimentos.
Si la minería se llevara a cabo en las fuentes hidrotermales —las grietas del planeta cercanas a la actividad volcánica—, los efectos en la biodiversidad que sobrevive en esas condiciones extremas, de hasta 350 ºC, podrían ser devastadores. En esas fuentes se han detectado metales como cobre, zinc, oro y plata. Al extraerlos podría liberarse un peligroso gas de efecto invernadero —el metano que sale de las mismas fuentes—, lo que agravaría el problema que intenta resolverse con la transición energética. Por último, es probable que los procedimientos contaminen el ecosistema con químicos tóxicos, que se filtrarían rápidamente por medio de las corrientes marinas amenazando incluso las pesquerías de la zona Clarion-Clipperton. Pero no parece que nada de esto vaya a frenar los planes de las corporaciones y los países interesados. La “nueva frontera extractiva” es el síntoma de un sistema que intenta salvarse acelerando sus propias contradicciones. “Incluso si descubriéramos que hay unicornios en el fondo del mar”, dijo Daniel Jones del Centro Británico Nacional de Oceanografía, “eso no necesariamente detendría la minería submarina”.
A principios de este año, Noruega fue la primera nación en aprobar la minería marina pese a las advertencias de la comunidad científica internacional. El gobierno noruego pretende concesionar 280 mil kilómetros cuadrados, la superficie del Reino Unido, a las empresas que soliciten explotar los nódulos polimetálicos.7 Esta decisión sentará un precedente peligroso para que otros países se sumen a la carrera en vez de optar por soluciones de justicia ecosocial que no impliquen desatar aún más las fuerzas destructivas que nos han orillado al colapso ecológico.
Imagen de portada: Chlamydoselachus anguineus, Aquarium tropical du Palais de la Porte Dorée, París. Fotografía Citron
Hannah Ritchie, “Is cobalt the ‘blood diamond of electric cars’? What can be done about it?”, Sustainability by numbers, 28 de julio de 2023. Disponible aquí. ↩
The Role of Critical Minerals in Clean Energy Transitions, World Energy Outlook Special Report, iea, París, 2021. Disponible aquí. ↩
Seaver Wang et al., “Future Demand for Electricity Generation Materials under Different Climate Mitigation Scenarios”, Joule, vol. 7, núm. 2, 2023, pp. 309-332. Disponible aquí. ↩
Material and Resource Requirements for the Energy Transition, ETC, julio de 2023. Disponible aquí. ↩
Olive Heffernan, “Deep-Sea Mining Could Begin Soon, Regulated or Not”, Scientific American, 1 de septiembre de 2023. Disponible aquí. ↩
The Metals Company es originaria de Canadá, el imperio minero del mundo. En ese país radican 70 % de las corporaciones pertenecientes a este sector. ↩
Esme Stallard, “Deep-sea mining: Norway approves controversial practice”, BBC, 9 de enero de 2024. Disponible aquí. ↩