En 1997, W. G. Sebald pronunció en Zúrich algunas memorables conferencias sobre el tema “Guerra aérea y literatura”. Se trataba, en esencia, de lecciones de poética y de reflexión sobre el estado de la literatura alemana después de la Segunda Guerra Mundial. Los textos de las conferencias, reelaborados posteriormente, fueron publicados en un volumen que sigue siendo hoy en día una de las cimas de la obra de Sebald y uno de los intentos más asombrosos de establecer un nexo entre los despropósitos del siglo XX y las obras producidas por los escritores. El siglo breve, como lo llamó Hobsbawm, había abierto de par en par preguntas abismales, y los artistas articularon a su vez ulteriores preguntas, cada uno a su manera. Adorno llegó a decir de una vez por todas que era imposible escribir poesía después de Auschwitz, pero fueron muchos, desde Paul Celan a Primo Levi, afortunadamente, los que no le hicieron caso. Grabaron sus palabras en el cuerpo de la Historia, y la Historia, como es natural, sangró. Sebald era un escritor y no un historiador. Lo que significa que su descripción, y antes incluso su método, pasaba a través de la decepción de las expectativas. Los escritores tratan de sabotear la versión del mundo tal como les viene entregada. Toda obra literaria es un mundo que se devuelve irreconocible a los hombres: provoca la desorientación en el lector, que de repente se encuentra desprovisto de esa peculiar ciudadanía conferida por los automatismos. O por la costumbre; o por los estereotipos; o por la propaganda. Por esta razón, todo escritor atenta contra el orden establecido, como bien sabía Roberto Bolaño, que describió a los poetas como matones que siembran el pánico por las calles de la ciudad. Pero no es necesario haber leído a Roberto Bolaño para confeccionar artilugios literarios. En la literatura, podría decirse, el sabotaje es un gesto natural. La historia de la literatura está repleta de ellos. Basta mencionar algunos nombres representativos de una manera u otra: Pasternak, Pasolini, Céline, Ezra Pound: la cárcel o el manicomio certifican lo irreconciliable de dos estatutos contrapuestos. El suicidio es, desde siempre, la otra opción trágicamente sintomática.
Aunque aparentemente se mantenga alejado de los peligros antes mencionados, Sebald, con sus lecciones zuriquesas, realiza un gesto análogamente valeroso. Recordémoslo: era un escritor alemán, nació cuando la Segunda Guerra Mundial todavía estaba en curso, e introducía la palabra en las llagas de la Historia. El mea culpa, en Alemania, era un acto obligado: entre todas las vergüenzas, el Holocausto era la más monumental. Por lo tanto, hubiera sido, si no obvio, por lo menos natural orientarse en esa dirección, reprobar a Alemania, abjurar en cuanto alemán del más gigantesco de los desastres de la historia. W. G. Sebald prefirió encaminarse en dirección contraria: se concentró en Alemania como víctima de una operación, nunca antes vista, de destrucción por parte de los aliados.
Sólo la Royal Air Force —escribió— arrojó un millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo, que de las 131 ciudades atacadas, en parte sólo una vez y en parte repetidas veces, algunas quedaron casi totalmente arrasadas, que unos 600,000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania, que tres millones y medio de viviendas fueron destruidas, que al terminar la guerra había siete millones y medio de personas sin hogar. Alemania había cometido una abominación, sin duda; sin embargo, dijo Sebald, también había sufrido una operación de aniquilación sin precedente en la Historia.
¿Qué pretendía decir Sebald al enumerar los daños provocados por los bombardeos? ¿Pretendía acaso rehabilitar a Alemania de una condena unilateral de la Historia? Y, sobre todo, ¿qué tenía que ver todo eso con las lecciones de poética impartidas a los suizos? Sebald no tarda mucho en llegar a lo que realmente le interesa, cuando escribe que de tanta destrucción no ha quedado rastro en la reelaboración que los alemanes han hecho de su pasado. ¿Tal vez a causa de un sentimiento de culpa colectivo? No, en absoluto. Por el contrario, paradójicamente, como una afirmación de potencia: “La destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción”. Los alemanes quieren demostrar que volverán a ser los más fuertes: voluntad de poder en estado puro. ¿Y los escritores? En el fondo, ésa es la pregunta que, como escritor, le interesa realmente a Sebald. Es ahí adonde quiere ir a parar. Y los escritores, dice sin rodeos, han optado por el silencio. Y con su silencio, se han puesto al servicio de una nueva ideología nacional. Para la abrumadora mayoría de los literatos que permanecieron en Alemania durante el Tercer Reich, redefinir la comprensión de sí mismos era una cuestión más urgente que describir las auténticas condiciones que los rodeaban después de 1945. Es una operación, por así decirlo, de propaganda: Alemania tenía que resurgir de sus propias cenizas, y los escritores, lejos de sabotear la operación, prestaron sus plumas para la reconstrucción nacional. Sebald acompaña el texto con fotografías que representan ciudades completamente arrasadas, para que, al contrario, el “mundo real” sea visible, los escombros entren por los ojos de quien mira. Después da un paso más, sirviéndose otra vez del auxilio de las imágenes. Publica tarjetas postales que se remontan a los años posteriores a la Primera Guerra Mundial: representan pueblos que han vuelto a ser reconstruidos, complementados por pies de foto en los que se dice más o menos: “Más bonito que antes”. ¿Y qué tiene todo esto que ver con Europa? A nosotros, los escritores, se nos pide a menudo nuestra intervención acerca del significado de Europa, de su valor cultural, de su identidad común, si es que existe alguna, y de sus perspectivas. Se nos pide, así como a otros trabajadores del pensamiento, que tratemos de definir el sustrato cultural europeo, el patrimonio común, las posibles vías de desarrollo, para hacer más evidente aún lo que Europa ya es. En otras palabras, y dicho con un exceso de síntesis, es el único continente en paz. Se nos pide, o al menos eso parece, que hagamos de Europa un continente aún más consciente de sí mismo. Entre los trabajadores del pensamiento, nosotros los escritores desempeñamos un papel en cierto sentido más estratégico: tenemos que amasar lo imaginario creando formas que puedan ser compartidas con otros. Como suele decirse en estos años, a los escritores se nos pide que produzcamos una narración, porque sólo con una narración nueva existirá realmente Europa. Lo cual, formulado de esa manera, se parece a la que el propio Eric Hobsbawm, en la segunda mitad del siglo pasado, llamó la “invención de la tradición”. Porque la historia es un valor de cambio, y cuando una persona carece de ella, parece estratégico proporcionarle una que se le pueda injertar. Y lo mismo vale para un producto culinario que ha de volverse más “típico” para una ciudad al objeto de que el turismo empiece a hacer confluir hacia ella importantes flujos de personas.
Y vale evidentemente también para Europa, por más que Europa sea llamada también el Viejo Continente, es decir, aquel con más historia, o al menos con una historia más organizada. ¿Para qué inventar pues una historia nueva en beneficio de alguien que ya tiene una historia, que es estudiada por nuestros hijos en el colegio, y con la que es evaluada su idoneidad para alcanzar o no un título? ¿De dónde surge entonces nuestra turbación, cada vez que alguien nos invita a conferir sobre este problema? ¿No bastan los historiadores, los sociólogos, los antropólogos, los arqueólogos incluso, para cumplir con ese cometido? ¿Para qué se requiere nuestra intervención, es decir, la intervención de expertos en la ficción para que un lugar se vuelva más real? ¿A qué viene una disponibilidad, financiera incluso, tan generosa por parte de organismos supranacionales cuyo principal objetivo es reinventar un continente que existe ya desde hace tanto tiempo? ¿Para qué tanto dinero, tantas convocatorias, para descubrir lo que se almacena, de hecho, en los hangares de la historia? Creo que ésta es la pregunta más urgente que hay que plantearse. Y es aquí donde vuelve en nuestra ayuda Sebald, que al terminar el milenio planteó una pregunta incómoda al Estado del que era ciudadano y a los escritores de los que era colega. Las fotografías que retratan las ciudades destruidas nos afectan: esa Europa es nuestro continente. Es nuestro continente, el mismo en el que las fronteras han cambiado una infinidad de veces, no sólo en el siglo pasado, sino también en el último milenio; y con cada frontera que cambia, como bien sabemos, hay cadáveres abandonados en las cunetas, viudas endurecidas, huérfanos sin hogar y obligados a empezar desde cero. Aquello de lo que Sebald hablaba en sus conferencias zuriquesas es un escenario que conocemos bien, ése que nuestros hijos, como ya he dicho hace un momento, repiten de memoria, sin ser capaces de calcular cuánto dolor hay dentro de una escisión, una anexión, una conquista que pasa por las rendiciones y los tratados firmados y legados. Europa siempre ha sido un continente en guerra: eso es lo que nos dicen las fotografías de las ciudades alemanas bombardeadas. Frente a esas fotos Sebald criticaba a la Alemania de posguerra su voluntad de oponer a la conciencia crítica la voluntad de poder, de imponer un futuro-a-toda-costa en lugar de echar cuentas realmente con el “mundo real que tenemos a nuestro alrededor”, y a los escritores les reprocha que se hayan hecho portavoces de esa ideología, transformando en ficción una desaliñada mala fe. Pero es un hecho: la historia de Europa es la de uno de los continentes más internamente belicosos del mundo. Sus Estados siempre han estado inmersos en luchas entre ellos, los muertos que han causado estos enfrentamientos están enterrados bajo nuestros prados, las fronteras son más confusas que las líneas de una mano. He dicho que Europa es el continente más internamente belicoso del mundo, y no estoy seguro de ello. No soy un historiador, y si alguien nos supera en esta macabra clasificación, el lector sabrá perdonarme. Pero no es esa la cuestión. La cuestión es que se nos invita a hacer lo que hicieron los alemanes después de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, a afirmar que es cierto sin duda que hemos sido belicosos, pero que ahora vivimos en paz. Estamos invitados a producir tarjetas postales como las que se produjeron en Alemania, con el letrero que las acompañaba, “Más hermoso que antes”. Podemos recibir dinero a cambio, porque la invención de la tradición europea es un sector para el que la propia Europa no repara en gastos. En otros tiempos, a eso se le hubiera llamado propaganda. Como escritores, se nos invita a crear ficción con el presente, porque Europa siente más necesidad de redefinir su propia imagen que de representar el mundo real que la rodea. Que es un mundo que sigue siendo internamente belicoso, de una ferocidad que acaso nunca antes se había visto. Sólo que las armas de reglamento han dado paso a los flujos financieros, los cañones a los diktat de los bancos centrales. Es una guerra invisible, que pasa a través de códigos y algoritmos; es digital, zumba en el interior de los ordenadores, no levanta polvo, no excava trincheras. Europa, en esencia, sigue siendo azotada por guerras internas, Estados enteros se ven estrangulados, acorralados por las tasas de interés, por la deuda, por las cláusulas, por los acuerdos estipulados. Pero también lo invisible puede matar, y de hecho esta guerra provoca muertes silenciosas, aniquila capas enteras de la población, refuerza el odio, empuja a la guerra de todos contra todos. Mientras se nos anima a inventar a sueldo un continente en paz, Europa es un país en guerra: Alemania, Grecia, Portugal, España, Italia, son países involucrados en un conflicto atroz. Es una guerra de algoritmos, acaso más violenta aún. Basta con leer los periódicos y dar un nombre a las cosas que suceden. Eso también lo hacemos los escritores. Carecemos aún de la novela que nos relate esta historia.