Desde una perspectiva más política que historiográfica tendemos a hablar mal de los imperios. Imperio es una palabra que suele leerse asociada a ideas de imposición, colonización, conquista militar, violencia e injusticia; para los más despistados, presas de una moda holística y metonímica, imperio es sinónimo de “racismo”. Por eso, antes que nada, hay que separar las formaciones imperiales (lo que comúnmente llamaríamos “imperio”) del imperialismo, para no tomar lo primero por lo segundo. Una formación imperial es un Estado con un territorio extenso, una población multicultural, multiétnica y multiconfesional, donde el poder se ejerce desde el centro, con una enorme discrecionalidad en el ámbito local. Las formaciones imperiales presuponen la diversidad y gobiernan a partir de ella. La ley es por eso un elemento central de estos Estados: los soberanos ofrecen privilegios y obligaciones a determinadas colectividades, rara vez enfocándose en individuos concretos. Esto es lo que Jane Burbank llamó, para describir al Imperio ruso, un “régimen de derechos imperiales”. Pese a las resistencias que los imperios ven surgir sobre todo en sus márgenes, la mera imposición militar —que suele ser la manera inicial de expandirse— no explica la duración ni la asombrosa estabilidad de la que muchos han gozado. Para estudiosos como Burbank o Clifford Ando, imperios como el ruso y el romano sobrevivieron por siglos gracias a la centralidad de la ley y de las nociones de pertenencia que conllevaba la gestión cotidiana de la diversidad.
Si distingo formación imperial de imperio es porque no son sinónimos. Un buen ejemplo es la república romana que, antes de la era de Julio César, tuvo todas las características de una formación imperial por su expansión y acomodo de nuevas y lejanas provincias en la administración central, no sin otorgarles un grado de autonomía considerable (de ahí la figura del promagistrado). Es sabido que los imperios mongol, bizantino, otomano o español tuvieron esas características, pero también la República de Nóvgorod (según Pável Lukin), el Gran Ducado de Lituania (a decir de Zenonas Norkus) o la Tercera República Francesa (una república, por cierto, singularmente imperialista que incluía a colonias de ultramar en cuatro continentes distintos). En la actualidad, acaso la formación imperial más clara sea la Federación Rusa, por su tamaño y su pluralidad étnica, cultural y religiosa, que obligan a ejercer un federalismo particular, con repúblicas autónomas y la protección de minorías y su cultura. Ese modelo singular no surgió de la Constitución rusa de 1993, sino que sus cimientos son de mayor amplitud histórica y se zanjaron hace un siglo, cuando Rusia pasó de ser un imperio a una formación imperial muy específica.1 Originalmente, el proyecto bolchevique, acendrado por la Guerra Civil rusa (1918-1921), fue “imperialista” en dos sentidos. El primero podría llamarse imperialismo reintegracionista, pues buscaba reincorporar en una sola formación imperial todas las regiones del extinto Imperio ruso. Algunas habían sido ocupadas por Alemania y por el Imperio Habsburgo durante la Primera Guerra Mundial y separadas de Rusia por el Tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918; otras, las del Cáucaso sur o del Báltico, se habían independizado. Conforme vencían al bando blanco en la Guerra Civil, y tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, los bolcheviques se dedicaron a restaurar el territorio pan-ruso. Georgia, Armenia y Azerbaiyán fueron así reconquistadas por la fuerza en 1921, mientras los territorios perdidos en Brest-Litovsk fueron reocupados por el Ejército Rojo, ya sin una Alemania facultada para oponer resistencia. Eso permitió la reintegración de Bielorrusia y la mayor parte de Ucrania, pero no la de Estonia, Letonia, Lituania y Besarabia, que se incorporó a Rumanía. El choque de proyectos expansionistas entre la Rusia soviética y la restablecida Polonia de Józef Piłsudski produjo la guerra ruso-polaca (1919-1921), otro fracaso para el afán reintegracionista bolchevique que dejó a minorías bielorrusas y ucranianas en el Estado polaco. Una excepción notable a esta lógica fue Finlandia, a la que Lenin otorgó la independencia en diciembre de 1917 para evitarle más problemas al débil gobierno bolchevique. Es decir, que el ansia restaurativa era pragmática: reintegrar hasta donde se pudiera, territorialmente hablando.
La segunda forma de imperialismo bolchevique en esos años fue más sigilosa, sin que pueda llamarse realmente imperialista salvo por el intento, muy a largo plazo, de convertir a todos los países del mundo a la causa socialista por la fuerza (revolucionaria), pero desde dentro y bajo un discurso antiimperialista. ¿A qué me refiero? El proyecto soviético tenía la urgencia, como todo régimen que se ve a sí mismo haciendo historia, de “exportar” la Revolución. Salvo el curioso caso de Mongolia, donde el Ejército Rojo intervino para apoyar la revolución de 1921 e imponer el socialismo, la Rusia soviética en esos años no intentó implantar el socialismo en ningún país situado fuera de sus fronteras. La debilidad del Estado a causa de las guerras, el aplastamiento de las revoluciones europeas de 1918 y 1919 y la imposición de los Aliados en el Tratado de Versalles obligaron a Moscú a buscar otras formas de exportar la Revolución. Desde 1915, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, Lenin criticó a los partidos socialistas de Europa por apoyar el esfuerzo bélico. Según él, había que refundar el movimiento socialista internacional bajo el pacifismo externo y, al mismo tiempo, aprovechar el estado de guerra para que la clase trabajadora emprendiera revoluciones locales, cada una en su país, en una guerra civil contra la burguesía. En “El socialismo y la guerra”, publicado en agosto de 1915, Lenin enfatizó dos veces en el mismo párrafo la necesidad de que esa lucha surgiera en diferentes países, de acuerdo a sus condiciones socioeconómicas. La Internacional Comunista o Comintern, fundada en Moscú el 2 de marzo de 1919, recogió estas teorías. En su Carta de invitación a los partidos comunistas del mundo se convocó no a una invasión rusa para imponer el socialismo, sino a la revolución interna, encauzada por cada partido en cada país. En esa lógica residía el “peligro” del comunismo para cualquier gobierno. El pavor de la derecha trasnacional en el periodo de entreguerras no consistía tanto en una invasión de la URSS —salvo en sus Estados colindantes—, sino en esa nueva forma de hacer política hacia el exterior. Era este un imperialismo subrepticio y profundamente ideológico pues, a diferencia del imperialismo clásico, no había un objetivo explotador desde Moscú al propugnar el socialismo en Portugal o Nueva Zelanda.
Ese segundo “imperialismo” tenía otra característica: era —valga la contradicción— profundamente antiimperialista. La Comintern, bajo la influencia de las teorías leninistas, se tomó muy en serio la agitación contra el colonialismo y el imperialismo. Al fracasar las revoluciones en Europa en 1918 y 1919 (Finlandia, Hungría, Baviera), desde el Congreso de Bakú en 1920 la Comintern “viró al Este”. La idea era apoyar la revolución en escenarios más efervescentes dentro del contexto del imperialismo renovado de posguerra, cuando Francia y Gran Bretaña se dividieron las viejas posesiones otomanas en el Máshrek y las colonias alemanas en África. El cambio de enfoque de la lucha revolucionaria del centro a la periferia mundial forjó una especie de imperialismo —que, como tal, presuponía una violencia impuesta desde Moscú orientada a diseñar un mundo socialista— subrepticio, ideológico y antiimperialista, cuyo ejemplo más nítido fueron las escuelas de la Comintern para cuadros extranjeros.2 Esto es lo que los bolcheviques llamaban “internacionalismo”, que continuó durante la Guerra Fría.
La Segunda Guerra Mundial y más allá
A partir de la Segunda Guerra Mundial, la URSS se vio sumida en contextos radicalmente nuevos que propiciaron el fortalecimiento de los imperialismos reintegracionista e “internacionalista”, pero también la aparición de uno nuevo, más clásico: el anexionista. La expansión territorial de la Alemania nazi en 1938, el acercamiento de Berlín con Moscú en la primera mitad de 1939 y, poco más tarde, el estallido de la guerra en Europa ofrecieron a la URSS un contexto inmejorable para dar rienda suelta a sus ansias reintegracionistas. Con el fin de evitar una guerra en dos frentes, Hitler pactó con Stalin el acuerdo Ribbentrop-Mólotov (agosto de 1939), ofreciendo a Moscú —en los protocolos secretos del documento final— no oponerse a que la URSS ampliara su “zona de influencia” en Europa oriental. En la primera mitad de 1940 la URSS incorporó de manera efectiva a las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania), la región de Besarabia y la mitad oriental de Polonia. Sin embargo, el reintegracionismo soviético fracasó en Finlandia —varios cientos de tanques soviéticos fueron detenidos, literalmente, por 32 tanques finlandeses—, aunque el país nórdico tuvo que ceder el 11 por ciento de su territorio en marzo de 1940. Estas anexiones fueron una versión actualizada del imperialismo reintegracionista en un contexto muy distinto al de 1918-1919.
Una excepción a esta lógica engendró una tercera forma de imperialismo soviético: la anexión territorial. Este fue el caso de Polonia, cuya división entre “zonas de influencia” alemana y soviética se pactó también en el acuerdo Ribbentrop-Mólotov. Primero, anexó territorio polaco que no había sido parte del Imperio ruso, concretamente Galicia, justificando la acción como forma de “proteger” minorías ucranianas de la invasión alemana por el oeste. En segundo lugar, la URSS no creó una “República Soviética Polaca”, sino que traspasó a las Repúblicas Soviéticas de Ucrania y Bielorrusia todo el territorio conquistado, ya que la mayoría de los habitantes de esas zonas pertenecían a estas nacionalidades. El estado de guerra a partir de junio de 1941 supuso para la URSS un contexto radicalmente distinto, que dio nueva vida al “imperialismo” internacionalista. En 1944 la URSS recuperó la soberanía sobre su territorio original (y sobre el recién incorporado en 1939-1940) al expulsar a las tropas enemigas del país. De esa forma, la URSS se impuso en 1944-1945 por vía militar a los aliados de Alemania (Bulgaria, Rumanía, Hungría) y en los territorios ocupados por el Reich (Checoslovaquia, Polonia Occidental, Yugoslavia y Austria). Cabe recalcar que estos países mantuvieron su independencia tras la ocupación soviética, aunque Moscú impuso gobiernos comunistas locales en varios de ellos, incluida Alemania Oriental. Esto fue una extensión del “imperialismo” internacionalista, ya no en forma subrepticia pero sí ideológica y, sobre todo, geopolítica, bajo la naciente lógica de la Guerra Fría. Dicha lógica puede comprobarse hasta la invasión soviética de Afganistán en 1979. Otra excepción a la regla que constituye parte del imperialismo clásico, como ocurrió con Galicia en 1939, fue la anexión de Prusia Oriental en enero de 1945. La mayoría del territorio fue incorporado a la República Soviética rusa y actualmente constituye la provincia de Kaliningrado (la vieja Königsberg, de donde Kant nunca salió). La URSS fue, pues, una formación imperial que legó imperialismos muy particulares, que rara vez anexó territorios más allá de reintegrar las fronteras del Imperio ruso y que buscó subvertir —ya sea influyendo desde dentro, o actuando desde fuera— el orden “burgués” en cualquier otro país bajo un “imperialismo” más discreto, pero no menos feroz que los imperialismos clásicos. Quizá la herencia más palpable de los imperialismos soviéticos sea la existencia de la OTAN, que surgió como reacción a ellos, no sin crear su propio “imperialismo” atlantista, aún en expansión y provocando una arriesgada asimetría de poder cada vez más notable en el viejo continente.
Imagen de portada: Diego Rivera, Revolución Rusa o Tercera Internacional, 1933. Colección Museo del Palacio de Bellas Artes, Banco de México, Fiduciario en el Fideicomiso relativo a los Museos Diego Rivera y Frida Kahlo ©
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El término imperialismo surgió en Inglaterra en la década de 1870 para describir la política agresiva con la que se trataba a las colonias y no-colonias británicas de ultramar. Eso no significa que no hubiese imperialismo antes, pero la ecuación de tecnologías y nacionalismos de ese momento dio origen a un concepto particular y a la mala fama de los imperios en los últimos cien años. ↩
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Trato el tema en el artículo “Socialist Internationalism and National Classifications at the Comintern Schools (1922-1943)”, que aparecerá publicado en Ab Imperio 3/2021. ↩