El 10 de marzo de 1983 Andrés Pastrana, en ese momento un joven periodista colombiano, le preguntaba a Augusto Pinochet por la entonces llamada “reapertura democrática” en Chile. Pastrana lo felicitaba por darle ahora la oportunidad a exiliados políticos de volver a su país, pero le insinuaba que si estas personas volvían a hacer política (de izquierda), su regreso sería un peligro. Pinochet, sentado en una cómoda silla presidencial, respondía dándole la razón y le explicaba que por eso había que seleccionar muy bien quién entraba. Dijo también que eso era parte de un plan, de un nuevo tipo de democracia, consolidada en la constitución de 1980 que, en sus palabras, era un muro de contención frente a la “infiltración marxista” —un fenómeno que las democracias no habían podido evitar, especialmente en América Latina—.
Esta viñeta histórica no solo retrata una especie de simpatía entre Pinochet y quien sería, siguiendo los pasos de su padre, el presidente de Colombia entre 1998 y 2002. También nos recuerda que las condiciones de ambos países en la actualidad son considerablemente distintas con respecto a los años ochenta y noventa. Las movilizaciones sociales han desplazado a estos sujetos y, parcialmente, a sus ideas de democracia sin pueblo. Hoy Pastrana forma parte, junto a su sucesor en la presidencia, Álvaro Uribe, de una coalición de derecha con mucha menos popularidad que antes. Hoy también los sectores pinochetistas han perdido fuerza, a pesar de que recientemente no haya sido posible la reinvención constitucional en Chile —la de esa misma carta que había puesto a Pinochet de presidente de jure desde 1981, sentado (probablemente) en la silla de estilo presidencial de la conversación con el colombiano—.
Para estas derechas, tal vez, la “infiltración marxista” tomó sus países, ahora gobernados por coaliciones de izquierda. No obstante, se ha dicho que Gabriel Boric y Gustavo Petro son una izquierda distinta a la del siglo XX y a la que marcó los rumbos en la región a principios de la primera década del siglo XXI. ¿Podríamos decir que se trata de una nueva izquierda?
Durante los primeros quince años de este siglo, América Latina se caracterizó por tener gobiernos de izquierda —lo que se llamó la “marea rosa”—. En sus inicios, estos gobiernos tuvieron tasas decentes de crecimiento económico y apuestas exitosas de reducción de la desigualdad mediante políticas fiscales de redistribución social. Bolsa Família, en Brasil, es quizás el epítome más conocido de dichas medidas.
A pesar de sus diferencias, estos gobiernos se podrían agrupar en dos tendencias. Por un lado, los de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua adelantaron la consolidación de nuevas hegemonías políticas y culturales frente al colapso de las fuerzas políticas tradicionales. El líder, un hombre carismático —piénsese en Chávez, Evo o Correa—, concentró las simpatías de las masas, lo que facilitó cierta cooptación estatal de algunas iniciativas populares, desmovilizando a la izquierda organizada e incluso afectando las bases sociales que les sirvieron de plataforma. Los desaciertos de algunos de estos gobiernos llevaron a situaciones como las actuales crisis humanitarias en Venezuela y Nicaragua.
Por otro lado, la marea rosa tuvo un ala socialdemócrata representada por los gobiernos de Brasil, Uruguay y Chile, que no rompieron las dinámicas de la política tradicional en sus países y se ajustaron a los límites de las democracias representativas.
Las razones que llevaron al poder a la marea rosa no se acabaron con su llegada y tampoco con su salida. De ahí que la izquierda haya vuelto, después de unos años en los que la derecha ha gobernado con líderes fascistas como Jair Bolsonaro en Brasil o inexpertos como Iván Duque en Colombia. Este nuevo “giro” no significa que la derecha haya dejado de capturar los ánimos antiprogresistas. Si bien la rebeldía de derecha ha conquistado a un público amplio, el fantasma del comunismo, expresado primero por una caricatura de Cuba y luego de Venezuela (o su combinación, el “castro-chavismo”), ya no es suficiente para persuadir al electorado.
A pesar de llevar menos de un año en el poder, Petro y Boric ya desempeñan un papel de liderazgo progresista en la región. Al tiempo, condenan a los gobiernos de Nicaragua y Venezuela, con lo que buscan legitimar una nueva hoja de ruta de la izquierda latinoamericana. Petro, por ejemplo, invitó a los gobiernos de la región a sintonizarse alrededor de problemas como el cambio climático —detener la explotación de la Amazonía y optar por energías limpias—, así como a atender asuntos relacionados con la migración, la soberanía alimentaria y el respeto por los derechos humanos, especialmente a la luz de la actual represión estatal y policial en Perú. Ese impulso encontró eco en la intervención de Boric y también en la del recién electo Luiz Inácio Lula da Silva, quien le suma experiencia a la apuesta regional y ayuda de alguna manera a resolver la falta de apoyo de figuras como la del mexicano Andrés Manuel López Obrador, que desde afuera se ve ensimismado en su agenda nacional y ambiguo en su promesa progresista.
Hoy, sin embargo, Gustavo Petro y Gabriel Boric se enfrentan a desafíos que ponen en cuestión si sus gobiernos cumplirán con las expectativas creadas —entre ellas la de si, en efecto, son una nueva izquierda—.
En primer lugar, tienen el desafío de atender las demandas de sus bases. En Colombia, por ejemplo, el movimiento feminista ha cuestionado la respuesta oficial —y la falta de ella— frente a denuncias por acoso y abuso sexual de colaboradores y simpatizantes del gobierno de Petro. Por su parte, campesinos colombianos convocaron recientemente a un paro en protesta por una licencia para la explotación de carbón en Magdalena Medio. Diversos sectores también reclaman las promesas de campaña y el trabajo de la hoy vicepresidenta, Francia Márquez, quien se consolidó como líder social en contra del extractivismo. Mientras tanto, en Chile, Boric ha sido acusado por miembros de la nación Mapuche de no interrumpir la extracción maderera vinculada a los conflictos territoriales.
El segundo desafío que enfrentan estos gobiernos es el de configurar una nueva economía política de izquierdas, particularmente en un contexto de alta inflación. En Chile, el proyecto de reforma previsional sobre pensiones que el ejecutivo presentó a finales de 2022 no respondió a las demandas del movimiento social No+AFP que ha movilizado durante años a centenares de activistas. En Colombia, las reformas al sistema de salud, aunque pretenden fortalecer la atención pública y llevarla a territorios apartados, han sido cuestionadas por su falta de pragmatismo. Ante la incomprensión que suscitaron estas medidas, incluso antes de ser anunciadas, Petro respondió convocando movilizaciones en las calles y con lo que mejor sabe hacer: un discurso en la plaza pública.
Tanto Boric como Petro tienen en su programa de gobierno un interés por repensar la matriz energética de sus países, cuestionando la apuesta extractivista que tanto ayudó a la marea rosa por medio de la explotación minero-energética. La posibilidad de un progresismo antiextractivista depende de encontrar alternativas económicamente rentables. Petro, quizás, ha sido más radical al proponer no otorgar nuevas licencias a la extracción petrolera, lo que ha generado una presión de intereses capitalistas nacionales y ha obligado a la ministra de minas, Irene Vélez, a pensar en alternativas aún por diseñar.
Finalmente, tanto Petro como Boric se enfrentan al desafío de balancear una apuesta de izquierdas al tiempo que intentan no perder de vista el pragmatismo. Ambos han optado por realizar acuerdos con distintas fuerzas políticas a cambio de gobernabilidad. Petro, por ejemplo, ha negociado a cambio de disponer de mayorías en el Congreso que, sin embargo, se empiezan a quebrar ante las venideras contiendas electorales. Las elecciones en Chile también han fragmentado la coalición de Boric que, si bien no le otorgó mayorías legislativas, le garantizó la victoria en segunda vuelta.
Tal vez la pregunta no es tanto si Boric y Petro representan una nueva izquierda, sino qué significa ser de izquierdas hoy y qué significa gobernar —y tener gobernabilidad— en sociedades donde la derecha, históricamente represiva y violenta, ha tenido mucha influencia.
Ambos gobiernos tienen cierta claridad sobre lo que hay que alcanzar —un futuro más justo, con la participación directa de mayorías excluidas, entre otras demandas—, pero todavía no queda muy claro cómo alcanzarlo y con quién cuentan de verdad para hacerlo. Esta izquierda le apuesta, en cierto sentido, a un gradualismo reformista, quizá en un intento por hacer lo que André Gorz llamó “reformas no reformistas”.1 Sin embargo, el contenido de dicho reformismo todavía no se evidencia y sus iniciativas se enfrentan a un contexto estructural desfavorable: la reinvención de la izquierda en la región ocurre precisamente en los dos países donde el régimen de acumulación capitalista neoliberal está más engranado. Entre otras, esa misma dinámica explica la crisis de asociacionismo que afrontan: alianzas endebles, debilidad de sindicatos y partidos, dificultad de imaginación colectiva sobre el futuro. Incluso entre sus simpatizantes no se define cuál es o cómo se ve esa alternativa.
En todo caso, ambos gobiernos son en este momento un laboratorio de reinvención de la izquierda, pues contribuyen a terminar con el monocromatismo con que esta se ha dibujado. En Colombia y Chile se comienza a entender que no toda izquierda es la misma y que no se puede reducir a la expresión maniquea de “infiltración marxista”, asociada históricamente en estos países a la palabra terrorista —el abuso del término terruco en Perú es hoy prueba fehaciente de ello—. Ahora se habla de izquierdas, en plural, una clasificación que ayudará a los progresistas a interpretar los aciertos de la marea rosa que merecen ser conservados, así como los errores que reclaman no ser repetidos.
Agradezco a la historiadora Daniela Samur Duque por sus comentarios y sugerencias a una versión previa de este escrito.
Imagen de portada: Manifestación en Santiago de Chile, 2019. Flickr