Como en un fierro caliente con un extremo al rojo vivo y otro más frío, el color de las estrellas que vemos en el cielo depende de su temperatura superficial. Durante la mayor parte de su vida, denominada secuencia principal, va de unos 3 mil Kelvin para las más pequeñas y rojas, que apenas tienen un 10 por ciento de la masa del Sol, hasta más de 40 mil Kelvin para las más grandes y azules, que llegan a tener decenas o hasta más de cien veces la masa de nuestra estrella. Sin embargo, en el centro de una estrella la temperatura es tan grande (supera los 10 millones de grados) que se produce la fusión nuclear de hidrógeno, el elemento más abundante en el universo, a helio, el siguiente elemento en la tabla periódica. Esta transformación, que sucede en el Sol a un ritmo de 400 millones de toneladas de hidrógeno convertido en helio por segundo libera una prodigiosa cantidad de energía en una reacción exotérmica, produciendo el brillo que vemos durante el día, o por la noche, si consideramos la fusión que tiene lugar en las demás estrellas.
Pero la fuente de energía no es infinita, depende de la masa de la estrella al nacimiento. El ritmo de combustión se incrementa vertiginosamente según aumenta la masa inicial, de modo que las estrellas más grandes se queman más rápido que las pequeñas, que son más longevas. Las estrellas pequeñas combustionan durante decenas de miles de millones de años (como comparación, el universo tiene hoy unos 14 mil millones de años y el Sol unos 4.5 mil millones de años), mientras que las más grandes agotan su reserva en apenas unos millones de años (menos de lo que llevan los homínidos caminando erguidos por el planeta). Es en esta diferencia que radica el origen de los distintos elementos de la tabla periódica, de los objetos compactos, así como de algunos de los fenómenos más brillantes, violentos y fascinantes en el universo, que hoy empezamos a entender mejor a través de la observación y de la teoría de la relatividad general formulada por Albert Einstein hace poco más de un siglo.
El punto medular para comprender cómo se desarrolla la vida de una estrella es que en la secuencia principal —mientras combustiona hidrógeno— encuentra un delicado equilibrio entre la enorme presión interna que genera la fusión nuclear (que podría hacerla explotar) y las fuerzas gravitacionales que genera su masa (y que podrían hacerla colapsar sobre sí misma). La presión interna y la fuerza gravitacional son contrarias en sus efectos y se anulan entre sí. La estrella es en realidad un enorme reactor de fusión autorregulado. A mayor masa (es decir, a mayor fuerza de gravedad) es necesario un ritmo más elevado de reacciones para soportar el peso de las capas externas y este ritmo termina por agotar más rápido el combustible.
Cuando se agota el hidrógeno, la estrella entra en una fase de transición mediante la compresión de su núcleo. Ahora puede utilizar el helio como combustible, formando carbono y liberando también energía. Aunque es una reacción que libera menos energía, resulta suficiente para evitar un colapso total. De hecho, este mecanismo ocurre por etapas sucesivas donde un elemento más pesado en la tabla periódica es producido a partir de la ceniza de la fase previa. Pero cada episodio es más breve porque la energía obtenida por la fusión resulta cada vez menor. Para mantener el equilibrio y evitar el colapso, el ritmo de combustión se acelera. Una estrella de más de 8 veces la masa del Sol en su nacimiento —y que pasó 2 millones de años en secuencia principal— transforma todo el centro de su núcleo de silicio en hierro en tan solo 24 horas. Pero el hierro ya no sirve para seguir este juego, porque para usarlo como ingrediente en la receta de un elemento químico más pesado hay que darle energía, en lugar de liberarla. La estrella se ha metido en un callejón energético sin salida y ahora ya no hay nada que evite el colapso gravitacional. Una colosal implosión transforma al núcleo de hierro, con su masa un poco más grande que la del Sol y un tamaño similar al de la Tierra, en una pelota de gas caliente del tamaño de la Ciudad de México. En menos de un segundo se libera más energía que la que la estrella ha producido previamente, mediante radiación, durante toda su vida.
A partir de observaciones y modelos teóricos, sabemos que el núcleo de una estrella que originalmente tenía entre 8 y 20 veces la masa del Sol se transformará en una estrella de neutrones: una bola de unos 20 kilómetros de diámetro con densidades cercanas a la de un núcleo atómico y una temperatura de decenas de millones de grados. Al mismo tiempo sus capas externas saldrán expulsadas al 10 por ciento de la velocidad de la luz produciendo una supernova en el cielo, cuyo brillo opaca el de toda su galaxia anfitriona durante un breve lapso y se puede ver a miles de millones de años luz, como un faro en el océano cósmico.
Si la estrella tenía a su nacimiento más de 20 veces la masa del Sol, su centro colapsará en un agujero negro, un objeto tan denso, con una fuerza gravitacional tan potente, que nada, ni la luz, puede escapar una vez que caiga en él. Este cuerpo exótico tiene una superficie de no retorno a su alrededor llamada horizonte de eventos (para 10 masas solares, apenas unos 60 kilómetros de diámetro). Lo mismo sucede si mucha materia adicional cae sobre una estrella de neutrones recién nacida: en vez de explotar en supernova, colapsará en agujero negro.
Para entender cabalmente las propiedades de las estrellas de neutrones y los agujeros negros es necesario hacer uso de la teoría de la relatividad general, y en particular del concepto del espacio-tiempo desarrollado por Einstein. En esencia, el espacio no es plano ni euclidiano como lo conceptualizamos a diario; tampoco está separado por un lado el concepto de espacio y por otro el de tiempo, sino que están íntimamente ligados en uno solo, el espacio-tiempo, y el espacio mismo se curva en presencia de la materia.
De hecho, lo que se plantea es que la materia le dice al espacio cómo curvarse, deformándolo por su presencia, mientras que el espacio le dice a la materia cómo moverse, siguiendo una trayectoria de mínima distancia. No se puede disociar un fenómeno del otro; es el núcleo de la idea de Einstein. La analogía popular, muy útil para visualizar pero que no deja de ser una analogía, es la de una membrana flexible, como de hule, tensa entre una serie de postes, deformada por un objeto masivo como una bola de boliche que colocamos en el centro, y sobre la cual se mueven cuerpos más pequeños, como canicas, siguiendo caminos determinados por su energía y por la curvatura de la membrana. En esta caricatura, la formación de una estrella de neutrones o un agujero negro estaría representada por la aparición de un pozo más angosto y profundo de lo que había inicialmente, o incluso por la ruptura del fondo de la membrana en el caso de un agujero negro (pero el horizonte de eventos nos impide ver dentro).
Y llegamos así a la conceptualización de las ondas gravitacionales, que se desprenden de la teoría de Einstein pero que no se habían comprobado experimentalmente. Si pensamos en la membrana con objetos que se mueven encima, pero solo en una sección, ¿cómo es que el resto, posiblemente a gran distancia, se entera de lo que está pasando? Es decir ¿cómo se propaga dicha información? La respuesta es mediante perturbaciones o vibraciones de la membrana, a las que llamamos ondas gravitacionales. En la teoría de Einstein, el movimiento de una masa en una región del espacio-tiempo produce pequeños temblores cuya propagación se da a la velocidad de la luz en todas direcciones y son posiblemente observables en otro punto. El problema experimental es que a pesar de la enorme energía que pueden transportar, las percibimos como increíblemente débiles porque casi no interactúan con la materia ya que las deformaciones inducidas en el espacio-tiempo son minúsculas.
Entonces, si queremos detectarlas directamente hay que empezar buscando los fenómenos cósmicos más violentos y energéticos. Regresemos a nuestras explosiones de supernova, o aún mejor, pensemos si hay manera de hacer que dos objetos compactos produzcan el mayor choque de trenes jamás visto. Para deleite astronómico, esto sí sucede.
Resulta que la mayoría de las estrellas no andan solas como el Sol, sino en parejas como en Tatooine,1 girando una alrededor de la otra. Si ambas tienen suficiente masa, puede que cuando agoten su combustible nuclear sigan juntas, y ahora tengamos un sistema de dos estrellas de neutrones, de dos agujeros negros o uno mixto. Y en el proceso de morir de cada una, generalmente la separación entre ellas habrá disminuido y entrarán así en una lenta espiral que las irá acercando y de la que no habrá salida. Se irán acelerando cada vez más hasta fusionarse en un solo objeto que producirá un enorme estallido de radiación electromagnética, conocido como destello de rayos gamma, acompañado de una poderosa señal de ondas gravitacionales generada en los instantes inmediatamente previos a la colisión.
Los destellos de rayos gamma se conocen desde 1967 y durante décadas fueron uno de los misterios más interesantes de la astronomía. Se pensaba que estaban asociados a objetos compactos por la cantidad de energía liberada, por las rapidísimas variaciones en su brillo —de milisegundos—, y por los chorros de gas y energía que se movían a velocidades cercanas a las de la luz. Pero no fue sino hasta 1997 que empezó una época de rápidos descubrimientos gracias a una combinación de satélites que observaban rayos gamma desde el espacio y telescopios en tierra diseñados para captar luz visible e infrarroja; hoy la mayoría de ellos son de respuesta robótica. Pudimos confirmar que efectivamente los rayos gamma provenían de eventos que marcaban el nacimiento de agujeros negros, ya sea con explosiones de supernova o por la fusión de objetos compactos, y que, por la energía liberada, se encontraban efectivamente a miles de millones de años luz. Pudimos comprobar también que, por las características de la radiación, seguramente habría una señal de ondas gravitacionales asociada, pero los detectores para ello aún no estaban en funcionamiento.
Finalmente, en la última década, los observatorios de ondas gravitacionales entraron en una etapa en la que su sensibilidad les permite distinguir esta clase de fenómenos. En esencia, los detectores de hoy en día miden la deformación del espacio-tiempo inducida por el paso de una onda gravitacional a través de la pequeña diferencia de distancia que se genera en dos brazos de una gigantesca “L” (de varios kilómetros) donde se ha hecho un alto vacío y corre una luz láser. Mediante la técnica de interferometría, que consiste en medir si dos ondas de luz coinciden en su fase, es decir, si los picos y valles de su oscilación van juntos (generando brillo) o se contraponen (produciendo oscuridad), se detecta el paso de la vibración del espacio-tiempo y se puede reconstruir la señal de las ondas gravitacionales. En un esfuerzo experimental sin precedentes que tomó más de dos décadas, en 2015, exactamente cien años después de la formulación de la teoría general de Einstein, fue observada por primera vez la señal de la fusión de dos agujeros negros (descubrimiento que mereció el Premio Nobel de Física). En 2017 vimos la emisión producida por la fusión de dos estrellas de neutrones. Esta última coincidió en posición y momento con la detección de un destello de rayos gamma (el 17 de agosto de 2017, para ser exactos), confirmando explícitamente la asociación de estos fenómenos observados a partir de un solo objeto astronómico.
La cereza en el pastel de esta historia nos lleva de regreso al origen de los elementos en la tabla periódica. Si una estrella común y corriente puede producir desde helio hasta hierro, pasando por los elementos intermedios, ¿cómo se forman los que son más pesados? En particular, ¿de dónde sale la energía para constituirlos y en qué condiciones deben estar los elementos de partida? Resulta que tanto en explosiones de supernova como en fusiones de estrellas de neutrones, una buena parte del material involucrado es rico, precisamente, en neutrones: una de las partículas elementales de los núcleos atómicos, con masa similar a la del protón pero sin carga eléctrica. Y es precisamente la captura de estos neutrones sobre núcleos atómicos pesados lo que permite la creación de elementos más complejos que el hierro. En el material eyectado durante la explosión de supernovas o por los grandes brazos de las espirales generadas durante la fusión de estrellas de neutrones y que como hondas proyectan gas hacia el medio interestelar, esta nucleosíntesis genera entre muchas otras cosas platino, bismuto, uranio, europio y plata. Nacen a altas temperaturas y en estados radioactivos excitados, por lo que su decaimiento a estados base —con su respectiva descarga de energía— le da un tinte y brillo adicional muy característico a la luz que despiden, particularmente en el caso de la fusión de estrellas de neutrones.
Esto fue observado directamente en el evento de 2017 (a dicha emisión se le ha denominado una kilonova, dado que es unas mil veces menos brillante que una supernova). De forma colectiva, hoy pensamos que aproximadamente la mitad de los elementos llamados lantánidos son generados en supernovas y la otra mitad en las fusiones de estrellas de neutrones. Después se incorporan a grandes nubes de gas y polvo en las galaxias, que a su vez forman nuevas generaciones de estrellas como nuestro Sol, con sus planetas, lunas y, al menos en el caso de uno de ellos, vida. Así que la próxima vez que veamos una foto de una pieza de oro, como la máscara de Tutankamón, sabremos que una parte muy importante de ella vino de algunos de los eventos más fascinantes en el universo.
Imagen de portada: Fotografía de ©César Cantú. Cortesía del artista
Del universo de Star Wars, se trata del planeta de origen de Anakin Skywalker y su hijo, Luke Skywalker [N. de los E.]. ↩