Francisco L. Manzanet Ortiz llegó a Tapachula el día 13 de diciembre de 2019, antes de la paralización del ecúmene debido al Covid-19. Había abandonado su país, Cuba, el 27 de noviembre con destino a Nicaragua, lugar donde inició una travesía que lo llevó en abril de 2021 a Houston, ciudad en la que hoy reside. Francis (para sus amigos) dejó la isla caribeña con el estigma de ser un disidente, una persona confrontada al régimen político que gobierna Cuba. Su caso no es único en la mayor de las Antillas, y tampoco lo es en otros lugares del planeta donde muchos ciudadanos son forzados a dejar atrás familia, amigos y todos los nexos afectivos ligados al lugar de nacimiento. Francisco Manzanet experimentó en carne propia, mientras cruzaba Nicaragua, Honduras, Guatemala y continuaba su odisea por México, el mismo trasiego geográfico y el desaliento vividos por miles de seres humanos. Durante estas travesías, que culminan en Estados Unidos (en el mejor de los casos), se desdibuja la diferencia entre exilio y emigración. El primero orilla a una persona a salir de su país de manera voluntaria o involuntaria, mientras que la segunda se relaciona con el desplazamiento de individuos o poblaciones de su lugar de origen y residencia hacia otro sitio, normalmente por causas económicas y sociales. La literatura, en ocasiones en forma de autobiografía, ha otorgado un halo emotivo al exilio, como se ejemplifica en magníficos textos de Stefan Zweig, como El mundo de ayer; de Edward Said, como Memorias de un europeo y Fuera de lugar, y de María Zambrano, como Delirio y destino: los veinte años de una española. Pero esta representación del desplazamiento humano por lo general excluye la migración asociada con motivos económicos. Por más dolor y sufrimiento que vivan los protagonistas emigrados, éstos no suelen asociarse a la ennoblecida lucha de ideales que recubre a quienes deben exiliarse. En México esta división simbólica se ejemplifica perfectamente con la mitificación de casos como los del exilio tras la Guerra Civil española (1936-1939), o de las personas procedentes de países sudamericanos y centroamericanos cuando vivían bajo el yugo de dictaduras militares. La encomiable labor de esos exiliados en la vida científica y académica del país, y su incidencia en la creación de instituciones, ha hecho crecer ese rol simbólico del exilio en suelo mexicano. Pero poco se ha hablado de quienes, sin contar con ciertos requisitos, como una formación universitaria, también desearon llegar a México para rehacer vidas deshechas por conflictos bélicos y persecuciones gubernamentales. Por supuesto, no es patrimonio exclusivo de México construir representaciones políticas y académicas positivas del exilio, aquellas que abonan a la diferenciación entre ciudadanos extranjeros dignos de ser recibidos (los exiliados) y otros que se erigen como una incógnita y a quienes se cuestiona por los motivos que han tenido para abandonar su tierra natal (los emigrantes). En consecuencia, el emigrante emerge como un “otro” siempre en entredicho, un ser humano peligroso por no poder clasificarse y por vivir en una permanente condición de liminalidad.
Tanto las personas exiliadas como las emigrantes comparten dos rasgos que, en los últimos años, se han vuelto cada vez más perceptibles en las distintas fronteras del mundo. El exilio radica en la condición forzada de su salida. Si sobre esto no existen dudas, tampoco deberían plantearse respecto a la emigración, ya que quienes optan por ella son forzados a emprender un viaje dada la imposibilidad de tener una vida digna en sus países. Nadie abandona su tierra natal, a familiares y amigos, ni se expone a los riesgos físicos y emocionales implícitos al alejamiento, sin un motivo. Gracias a la diversificación de medios de transporte y comunicación, muchos migrantes se han convertido en ciudadanos transnacionales con capacidad de transitar por numerosos territorios y estados. La emigración se relaciona con la forma y las vías de desplazamiento que se utilizan para llegar al lugar de destino. Frecuentemente, las personas que emprenden los caminos del exilio y de la emigración no muestran diferencias ni en las metas ni en las estrategias para llevar a cabo su travesía; los recorridos a pie, las pequeñas embarcaciones y los transportes proporcionados por el crimen organizado son medios para el tránsito de humanos en busca de una nueva residencia. El peligro en el que ponen sus vidas, conocido antes de emprender el viaje hacia una imaginada tierra prometida, no amilana su determinación. Las fronteras sur y norte de México se han convertido en ejemplos paradigmáticos porque en ellas confluyen quienes se ven forzados a desplazarse. Son territorios experimentados como “no lugares”, caracterizados por el tránsito constante y el anonimato de las personas. En esas líneas artificiales también convergen instituciones nacionales e internacionales diseñadas para ayudar o coartar el trasiego humano. Las narraciones de los involucrados pueden seguirse en investigaciones periodísticas y académicas o en los documentos oficiales que solicitan las instancias de gobierno para tramitar las solicitudes: todas revelan dramas vivenciales donde es arduo, sino imposible, discernir los relatos del exilio y la emigración.
Tuve muy claro que Francisco Manzanet era un exiliado cuando empecé a seguir su travesía por el territorio mexicano. Conocía parte de su historia en Cuba y la amplié durante más de un año, con lo que se ratificó la difícil separación entre exilio y emigración, porque su periplo hasta llegar a su destino no se diferenciaba de las múltiples historias de migrantes que cruzan México. Impedimentos legales de los Estados y fuerzas de seguridad, además de la delincuencia organizada, coartan el desplazamiento de ciudadanos entre distintas fronteras. Un trance agravado cuando quienes se trasladan son personas estigmatizadas, ya sea por cuestiones políticas o económicas. En definitiva, en la actualidad la frontera, esa entelequia y abstracción construida por los seres humanos, se convierte en prioridad para los Estados e, incluso, para buena parte de sus ciudadanos. Particularidad que transforma a los individuos que ansían cruzarla en seres humanos prescindibles, en el sentido que lo entiende el filósofo italiano Giorgio Agamben.1 La condición de disidente cubano de Francisco Manzanet no impide equiparar su itinerario al de cualquier emigrante. Es el ejemplo de un exiliado que siguió la trayectoria geográfica llena de las dificultades que experimentan todos aquellos que desean atravesar las fronteras con pocos o nulos apoyos y protecciones. Travesía territorial, pero sobre todo vital, que interroga las denominaciones aplicadas a personas consideradas diferentes por proceder de otro lugar. Tal vez sería un buen momento, aunque las circunstancias globales no son propicias, para rescatar la idea de una ciudadanía mundial, el cosmopolitismo acuñado en la tradición filosófica griega y recuperado por divergentes propuestas filosóficas y políticas. Los sueños se hacen realidad en algunas ocasiones. La fe y la tenacidad de Francisco Manzanet, y la de muchos exiliados y emigrantes, son una inspiración para perseverar en el objetivo de anteponer la vida sobre cualquier frontera territorial.
Imagen de portada: Fotografía satelital de la Bahía de Guantánamo, Cuba, 2021. NASA Johnson
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Véase Giorgio Agamben, Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, Antonio Gimeno Cuspinera (trad.), Pretextos, Valencia, 1998. [N. de la E.] ↩