Una de las paradojas más notables de la historia de México es ésta: a diferencia de otros países americanos —como Guatemala, Brasil o Estados Unidos, donde las jerarquías raciales que privilegian a las personas de origen europeo y que segregan y discriminan a los indígenas y afroamericanos se han mantenido con firmeza, incluso violencia, a lo largo de los últimos dos siglos— en nuestro país ha habido al menos tres grandes convulsiones sociales que han roto las barreras racistas y han permitido el ascenso social de considerables números de personas de origen indígena y africano: la Independencia, que abolió las castas coloniales; la Guerra de Reforma, que universalizó la idea de ciudadanía liberal, y la Revolución, que movilizó a campesinos y obreros. No en balde México tuvo el primer presidente de origen africano de nuestro continente, Vicente Guerrero, y uno de los primeros presidentes de origen indígena, Benito Juárez. Sin embargo, a lo largo de estos dos siglos, se ha mantenido la discriminación racial contra estos grupos, así como contra los asiáticos y las personas de piel morena, de modo que hoy México tiene un sistema pigmentocrático profundamente desigual. Estudios sociológicos recientes, como el del proyecto PERLA de la Universidad de Yale en 2010, el de la encuesta de Movilidad Social del INEGI en 2017 y el del Seminario sobre Desigualdad Socioeconómica de El Colegio de México en 2019, demuestran que, al igual que en Estados Unidos y en Brasil, en nuestro país existe una fuerte correlación entre el color de la piel y la condición socioeconómica, de modo que las personas con piel más blanca suelen tener más ingresos, mejores niveles educativos y ocupar posiciones más privilegiadas que las personas con piel más morena. Este resultado desdice de manera trágica las promesas de nuestro mestizaje de disolver por siempre las diferencias raciales. Para entender y contrarrestar esta situación patentemente injusta no basta con conocer y combatir el racismo estructural y deliberado hacia los grupos discriminados, excluidos de los espacios y caminos de privilegio social, víctimas de desprecio, demasiadas veces de violencia e incluso de exterminio. También hay que criticar la manera en que el mismo sistema privilegia a otros grupos al definirlos como “superiores”, o a veces simplemente como “normales”, el ideal frente al cual se comparan de manera negativa todos los demás. En México, como en todos los países de América, desde Canadá hasta Chile, estos grupos son invariablemente euroamericanos, es decir, aquellos que se consideran de origen europeo y que tienen un fenotipo físico más “blanco”, o también aquellos que asumen sus formas de vida y de comportamiento. La salvedad que harán muchos lectores en este momento es que en México, salvo los criollos de origen español y los recién acuñados whitexicans, no hay grupos sociales que se definan a sí mismos explícitamente como blancos o europeos. He leído y he escuchado a más de un mexicano encumbrado afirmar con vehemencia “Aquí todos somos mestizos” o “Todos los mexicanos tenemos cuando menos un litro de sangre azteca”, independientemente de la blancura de su piel, del color azul de sus ojos o del hecho de ser hijos de inmigrantes. Mi propósito no es, de ninguna manera, denostar a estos firmes creyentes en la mezcla de razas, sino señalar otra paradoja: el estudio de PERLA demostró que mientras más privilegiada sea una persona y más años de educación tenga, mayor será su tendencia a definirse como “mestiza”, independientemente de su color de piel, generalmente más blanco que el del resto de la población. El punto es que hay de mestizos a mestizos, y que la diferencia clave entre las élites que defienden esta identidad y el resto de la población es precisamente la blancura, aunque éstas lo nieguen. Antes de que me acusen de “racismo a la inversa”, debo señalar que más allá de su aspecto (que siempre puede ser modificado) los grupos sociales que son definidos como “blancos” o como “mestizos” no tienen cualidades intrínsecas que diferencien sus capacidades y atributos físicos, y mucho menos morales, del resto de la población. Como los “indios” o los “negros”, no constituyen realmente una raza aparte, pues las razas no existen. Todos estos grupos son definidos desde afuera, son “racializados” artificialmente por un sistema social que funciona precisamente así, clasificando y separando a la población. La gran diferencia es que sólo para algunos, los blancos y los mestizos privilegiados, la racialización ha acarreado ventajas durante cinco siglos. Para analizar estos privilegios en los últimos años se han multiplicado los estudios sobre la “blanquitud” o “whiteness”, en inglés.
Por eso es imperativo reflexionar sobre el funcionamiento de la blanquitud y la blancura en México y su relación tanto con la ideología del mestizaje como con el racismo. Aunque lo que presentaré no son más que hipótesis de investigación para un campo emergente, me parece que urge abrir esta discusión en nuestro país. Me interesa poner en entredicho la imagen que muchas de nuestras élites tienen de sí mismas: considerarse las más “mestizas”, iguales al resto de la población, y sostener que su posición privilegiada se debe exclusivamente a sus propios “méritos”, ignorando las ventajas estructurales que les proporciona el sistema racista. Esto no significa, en absoluto, fomentar el racismo o la discriminación contra estos grupos, sino cuestionar a fondo un sistema de privilegio y desigualdad que es reconocidamente dañino para la mayoría de nuestra población, incluso mortífero en tiempos de necropolítica y COVID-19. Por otro lado, no hago más que discutir una realidad que es pública y visible. Basta con prender la televisión o analizar nuestra publicidad para ver cómo en México la riqueza, el éxito y la felicidad misma se racializan con gran facilidad como atributos exclusivos de los blancos con rasgos casi escandinavos o, cuando menos, de los “latinos internacionales”, siempre claramente diferentes y diferenciados de la mayoría de la población. Para comenzar la crítica es necesario distinguir entre la blanquitud y la blancura como conceptos y prácticas diferentes, pues el racismo mexicano funciona precisamente confundiéndolos de manera tramposa. La blanquitud, tal como la definió Bolívar Echeverría, y como la han pensado otros autores, no es un atributo racial en sí mismo, sino una forma de ser, de comportarse, una identidad cultural, o un ethos. Se trata en específico, según Echeverría, del ethos del capitalismo: centrado en una definición individualista de la identidad, en comportamientos racionales y maximizadores que favorecen la acumulación de capital y de conocimientos, en la búsqueda personal del ascenso social y del prestigio. El filósofo definió este ethos a partir de la obra clásica de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, lo que no es incorrecto, pero sí insuficiente. La blanquitud se asocia tanto con el capitalismo como con el liberalismo, con la constitución de la subjetividad racionalista progresista de la modernidad y con la identificación con una idea particular de historia, de progreso y de humanidad; por ello no ha sido sólo capitalista, sino también socialista y comunista. Esto no significa, tampoco, que la blanquitud defina exclusivamente, ni abarque en su totalidad, estas formas de ser y de pensar. Más bien ha sido la modalidad que éstas han tomado al vincularse con el privilegio, particularmente bajo el colonialismo. En América y otras regiones colonizadas desde los siglos XV y XVI, y también durante la construcción de los Estados-nación en los últimos dos siglos, la cultura occidental moderna se ha asociado de manera unívoca y definitoria con la blanquitud. De este modo su supremacía se ha convertido en la base de los sistemas de dominación coloniales, y de los nacionales también. Por razones históricas evidentes las personas y grupos euroamericanos han sido los que se han identificado mayormente con la blanquitud y los que más la han ejercido como un privilegio. Sin embargo, no todas las personas que la han asumido con éxito han sido de ese origen. Benito Juárez llegó al poder precisamente porque asumió esta forma de ser y de pensar, se transformó en un “mestizo”, ciudadano liberal, y olvidó el zapoteco para hablar el español. Lo que llamamos mestizaje, la supuesta mezcla racial entre poblaciones amerindias y europeas, fue históricamente el proceso de imposición de esta versión mexicana de la blanquitud a una población con orígenes, identidades y formas de vida mucho más heterogéneas: indígenas, campesinos, afrodescendientes, asiáticos, etcétera. La educación ha sido, desde el siglo XIX, la principal vía de acceso a esta posición de privilegio para las personas de diversos orígenes; los medios de comunicación también la han promovido e impuesto como único modelo de comportamiento y cultura. Gradualmente a lo largo del siglo XX, la blanquitud mexicana perdió sus definiciones más locales y nacionalistas y se fue asociando cada vez más con las culturas, las formas de vida y de consumo cosmopolitas, se hizo parte de los circuitos globalizados de la blanquitud mundial, aunque la tensión entre lo local y lo global existía desde sus orígenes en el siglo XIX y sigue existiendo ahora, como nos muestra el debate alrededor del término whitexican.
La blancura, en cambio, sí está vinculada de manera clara con el color de la piel y la apariencia física: es la idealización del fenotipo “blanco” o “europeo” como ideal de belleza o prestigio, o como emblema de superioridad social. De acuerdo con Étienne Balibar, la idea de una blancura racial y hereditaria se originó en la idea de pureza de sangre de las monarquías católicas ibéricas, donde los cargos más importantes en el gobierno y la Iglesia, o incluso la posibilidad de emigrar a América, estaban reservados a los descendientes de linajes católicos de muchas generaciones. En la América colonial el acceso a los incontables privilegios jurídicos, políticos y económicos que implicaba ser español o criollo se asociaron funcionalmente al linaje pero también al fenotipo, convertido en un índice del origen peninsular, inmediato o remoto. Los cuadros de castas mexicanos son más que nada un repertorio de las maneras en que las familias criollas lograban recuperar su blancura y borraban los rastros de las uniones mixtas con indígenas; las relaciones con africanos eran imposibles de borrar. Sólo por medio de un constante blanqueamiento lograron los grupos euroamericanos mantenerse distintos del resto de la población a lo largo de tantos siglos, y esta obsesión por la blancura define el régimen colonial, mucho más que el pavoneado mestizaje. Al subir en la escala social las familias trataban siempre de “mejorar la raza”, es decir, blanquearse: los matrimonios con personas venidas de España siempre se valoraban más y a la hora de recontar las genealogías siempre se buscaba el origen peninsular, a la vez que se olvidaban o negaban los otros orígenes, como hasta la fecha. Desde el periodo colonial, la blancura se asoció con la idea de limpieza y de purificación, y también de belleza y “decencia”. ¿Cuál es la relación entre blanquitud y blancura? Señalemos primero la diferencia fundamental: la blanquitud no es en sí misma inherente a ningún grupo humano, pues puede ser adquirida y desplegada por personas de diversos orígenes en todo el mundo. En México, como en la mayoría de los países americanos, los gobiernos han fomentado activamente que los sectores no-europeos de su población asuman alguna forma de blanquitud como sinónimo de ciudadanía moderna y lealtad nacionalista. Por otro lado, la blanquitud, como un bien social de prestigio se puede vender y adquirir: en forma de cursos de idiomas europeos, ropa de moda internacional, productos cosméticos para lograr un aspecto adecuado, diplomas de universidades internacionales; también se asocia con las instituciones culturales y académicas de prestigio, con las “bellas artes”, con el uso “correcto” del idioma español, etcétera. Al mismo tiempo, sin embargo, en México, como en casi todos los países americanos, la “pigmentocracia” privilegia de manera sistemática a las personas que tienen mayor blancura, porque asocia y confunde su aspecto físico con la blanquitud. Según los estudios de Rosario Aguilar, la gente tiende a pensar que los candidatos políticos más blancos están mejor educados y son más honestos que los morenos; también que son más conservadores. A su vez, Eugenia Iturriaga mostró en Las élites de la ciudad blanca: discursos racistas sobre la otredad cómo los muchachos de preparatoria en Mérida, Yucatán, asociaban parecer blanco con tener éxito, ser rico y ser feliz y, por lo contrario, ser moreno con la pobreza, la criminalidad y la infelicidad. En nuestras sociedades, desde las universidades hasta las empresas, desde la política hasta la televisión, parecer puede importar más que ser, o más bien, la blancura se asume como una demostración evidente de la blanquitud, una ventaja para las personas con piel más clara mientras que las de piel más oscura tienen que demostrar, con mayores esfuerzos, que de verdad poseen las cualidades de la blanquitud. De manera tan descarada como irreflexiva, tan mercenaria como irresponsable, los medios de comunicación han acendrado esta falsa identificación entre blancura y blanquitud y han lucrado con ella, convirtiendo la piel clara en un fetiche, un bien en sí mismo, la definición exclusiva y excluyente de lo “aspiracional”. En otras palabras, la pigmentocracia mexicana funciona secuestrando y tratando de monopolizar la blanquitud en beneficio de los grupos con mayor blancura. En 1944 el científico chileno Alejandro Lipschutz propuso que la pigmentocracia surgió desde el siglo XVI en América para mantener las ventajas y privilegios de los grupos de origen español frente al vertiginoso mestizaje en las sociedades coloniales americanas. Aunque no comparto esta propuesta, sí me parece que el sistema de castas colonial está en la raíz de nuestra pigmentocracia por dos razones: en primer lugar, la asociación entre el estatus social con el color de piel; en segundo, por la tradición de convertir el blanqueamiento en un mecanismo de ascenso social. El imperativo y la costumbre de “mejorar la raza” son, hasta el día de hoy, uno de los pilares que sustentan la pigmentocracia y el racismo. Desde Benito Juárez y Porfirio Díaz hasta los “cachorros” de la Revolución, nuestros políticos en ascenso han buscado esposas criollas o extranjeras y han blanqueado su descendencia para consolidar, así, su recién obtenida pertenencia a las élites y garantizar su continuidad a través de las generaciones. De esta manera han perpetuado también nuestro peculiar racismo, que es a la vez incluyente e impositivo, universalista y discriminatorio.
Imagen de portada: Anónimo, pintura de castas, siglo XVIII. Museo Nacional del Virreinato, México. Dominio público