Cuenta la leyenda que el pueblo coreano proviene de una raza peculiar, única. Hwanin, el Dios del Cielo, tenía un hijo, Hwanung, que deseaba con fervor vivir en la tierra, entre los verdes valles y las altas montañas. Hwanin concedió a su hijo su deseo y éste descendió, en compañía del dios del viento, del dios de las nubes y del dios de la lluvia, al Monte Paektu. Ahí fundó la ciudad de Shinshi, “la ciudad de Dios”. Estableció múltiples leyes y códigos, gracias a los cuales los hombres obtuvieron conocimientos en medicina, agricultura y arte. Un día, un oso y un tigre se acercaron a Hwanung para suplicarle que los transformara en hombres. El príncipe celeste aceptó, a condición de que ambos animales pasaran juntos cien días encerrados en una cueva sin ver el sol, comiendo sólo ajo y ajenjo. El tigre no aguantó el confinamiento y se alejó a los veintiún días, mientras que el oso se aferró a su anhelo. Al final, Hwanung transformó al oso, no en un hombre sino en una mujer y la llamó “Ungnyeo”, la mujer-oso. Mas Ungnyeo quería un hijo y como no tenía marido, le suplicó a Hwanung que la desposara. De aquella unión nació Dangun, quien con el tiempo se convirtió en el fundador del primer reino de Corea y de la dinastía Gojoseon. El relato fue registrado en el siglo XIII por un monje budista, Il Yeon, en una compilación de mitos fundadores, escritos en chino clásico, a la usanza de entonces, bajo el título de Samguk Yusa. Varias veces, esta leyenda fue reinterpretada, se volvió un símbolo de identidad, sobre todo durante la ocupación japonesa (1910-1945). Cuando los invasores nipones, en su afán por lograr una completa asimilación cultural, tomaron el control de la educación, impusieron a los coreanos nuevos nombres y construyeron, en el corazón de la capital, en los patios del palacio real de Gyeongbokgung, su propio edificio de gobierno. Hoy, el mito sigue siendo manipulado: en Corea del Norte se propaga la versión de que, cual príncipe celeste, el líder Kim Jong-un no nació en Pyongyang sino en el Monte Paektu, la Montaña de Cabeza Blanca, donde brilla como un espejo el Lago del Cielo. Ante las diversas invasiones sufridas a lo largo de su historia, por los mongoles, los chinos y los japoneses, Corea se fraguó un escudo protector de nacionalismo exacerbado. Sin embargo, como una piedra que se lanza a un estanque y cae al agua provocando diversos aros, el tema de la pureza de la sangre —el término es danil minjok— repercute en muchos niveles. La adopción es poco común, por ejemplo, porque un bebé tiene su propio linaje y si fue abandonado por una madre soltera, de antemano condenada por la sociedad, no será aceptado por otra familia. Hace unos meses, la prensa relató el caso de una mujer que se fue al monte a cavar un agujero para enterrar vivo a su recién nacido, pero el llanto del bebé quebró su voluntad y ella terminó por entregarlo a las autoridades. La nacionalidad se basa en un derecho de sangre: un niño nacido en suelo coreano no tendrá derecho a ella si sus padres son extranjeros, y así no salga nunca de Seúl le será difícil ser reconocido como miembro pleno de la sociedad. La misma dificultad de integración la hallarán los coreanos que vivieron fuera varios años al volver a su país, los gyopo. Complejos pueden ser también los matrimonios mixtos, incontables historias circulan sobre las violentas reacciones de los suegros ante un cónyuge de otra nacionalidad; aunque la cadena de televisión en inglés Arirang se empeñe en documentar la vida cotidiana de felices parejas interraciales. La minoría más numerosa es la china y tal vez sea la mejor integrada. Durante siglos la escritura china fue usada por los intelectuales: en los dinteles de las puertas de los templos budistas, las sentencias están escritas en ideogramas chinos y no coreanos. Los empresarios y altos funcionarios suelen repartir sus tarjetas de presentación con el nombre escrito en los dos idiomas. Ciertas comunidades como la rusa y la mongola se hicieron un lugar, mientras para otras la integración es una quimera. See Moon Chang, director de un centro de estudios, retoma el análisis de la abogada Kim Se-jin quien aborda el caso de George Floyd y analiza la situación laboral de los migrantes. Si bien existen leyes para proteger a los trabajadores extranjeros y para favorecer los matrimonios mixtos, la realidad puede rebasarlas. El empleador puede rescindir el contrato de su trabajador cuando lo desea, mas lo contrario no aplica. Solteros pobres, campesinos en su mayoría, han buscado esposas extranjeras como una medida de apoyo laboral, porque las coreanas prefieren migrar a las ciudades. El resultado, según Kim Se-jin, es que más del 40 por ciento de estas mujeres migrantes depende por completo de sus esposos (y sus familias) y sufre de violencia doméstica.
En la misma tesitura, la película Punch del director Lee Han, difundida en 2011, presenta a un estudiante de preparatoria, Won-Deuk, que se enfrenta constantemente a su profesor. Un día, Dung-zoo revela a su alumno que su madre, migrante filipina, sigue viva… Detrás de este relato de tinte cómico sin ninguna pretensión, se percibe un retrato de los conflictos de identidad, linaje y exclusión social de estos trabajadores indocumentados. Por su parte, Yerong relata sus propias experiencias en su compilación de tiras cómicas: Un hombre negro se sentó a mi lado en el metro. La artista lanza una reflexión, por medio de sus “garabatos”, sobre un racismo del cual muchas veces no se tiene conciencia. Cuenta los incidentes cotidianos que padeció Manni, su novio originario de Ghana: cómo lo señalaban en la calle, qué tipo de conversaciones suscitaba la presencia de la pareja en una fiesta o cuando, colmo de colmos, alguien le preguntó si los negros defecaban del mismo color que los blancos. Para Yerong el racismo y la discriminación no se basan necesariamente en actos visibles, contundentes, sino en pequeños gestos cotidianos, a veces imperceptibles. Complica la situación el hecho de que la Asamblea Nacional no haya podido votar aún una ley en contra de la discriminación; paradójicamente, quienes más se oponen a ella son las sectas cristianas y protestantes. Porque, a sus ojos, si se establece un marco legal en contra de toda exclusión, ¿qué hacer con la comunidad LGBT+ que atenta contra la integridad y la decencia de la sacrosanta familia y contamina los valores establecidos? Por ello nada se puede hacer, por ejemplo, contra algunas escuelas privadas que, al contratar profesores de inglés extranjeros, exigen que sean “blancos” (hasta hace poco se les pedía también una prueba negativa de VIH). En Corea, el 98 por ciento de la población es étnicamente homogénea y tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. Sin migrantes y a este ritmo, se calcula que para 2050, casi la mitad de los coreanos será mayor de sesenta y cinco años. Tras la ratificación en 2007 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial adoptada por la ONU, se invitó a Corea a suprimir su terminología de “sangre pura” o “sangre mixta”, y a promover la tolerancia entre los grupos étnicos que viven en su territorio, en lugar de enfatizar su uniformidad étnica. Uno de los aspectos que más me sorprendieron al llegar al “Reino Ermitaño” —así se le apodó en el siglo XVII por su resistencia— fue precisamente esta homogeneidad. Física, en primer lugar. Lo confieso, me cuesta mucho trabajo distinguirlos. Un día, una chica me dijo que a ellos les pasaba exactamente lo mismo: nos ven iguales a todos los extranjeros, sin importar nuestros orígenes. Concientizar la mirada del “otro”, como lo señaló el filósofo Tzvetan Todorov, vernos en varios espejos… Los coreanos temen la mirada del otro, la del oegukin (extranjero) y la de sus pares. En una sociedad al mismo tiempo perfectamente uniforme y estratificada, la apariencia se vuelve una obsesión. En las calles circulan coches de marcas locales, de tres colores: el negro es usado por los hombres de cierta edad, los directores de empresas, los padres de familia; el blanco es para las mujeres y los jóvenes; el gris para la gente más modesta. Aquí uno no tiene el coche que se puede comprar sino el que le corresponde. En medio de tanta monotonía, sólo los taxis de Seúl son de color anaranjado. Los únicos que rompen esa regla no escrita son jóvenes con recursos, adquiriendo costosos autos alemanes e italianos, del color que prefieran. Los departamentos tienen todos la misma disposición interior, las mismas lámparas en el techo, en conjuntos de edificios inmensos, similares, pintados de colores neutros. Fuera de los ídolos de K-pop, apreciados entre los adolescentes del mundo entero, con sus mechones rosas y azules, sus ojos y labios maquillados, el común de los seulitas mantiene un perfil bajo. Ropa de cortes sencillos y colores neutros, una vez más, para que nada ni nadie destaque. El culto a la uniformidad ha fomentado la proliferación de las clínicas de cirugía estética. Incontables médicos con las técnicas más avanzadas han hecho de Corea un verdadero santuario de la belleza. Agencias de viaje organizan tours especializados, con paquetes todo incluido, desde el desayuno hasta las vendas. Aquí llegan las esposas de los magnates rusos, las chinas pudientes, pero no solamente: las jóvenes coreanas se endeudan durante años para poder acceder al bisturí. No buscan nalgas esféricas ni senos sobredimensionados, sino un rostro perfecto. Quebrar los maxilares, rasparlos para ovalar un rostro cuadrado de origen, dar volumen a la nariz, partir una barbilla, ampliar la frente, eliminar los párpados para agrandar los ojos. Aunado a esto, la importancia de mantener una piel de porcelana. La cosmética coreana tiene una reputación mundial, mas la gran mayoría de las cremas y lociones que se venden en las tiendas (antes del COVID siempre atiborradas) contienen potentes agentes blanqueadores. Mujeres y hombres se untan diario capa tras capa. Si no fuera suficiente, de cuando en cuando acuden a estéticas especializadas para inyectarse por intravenosa glutatión, una sustancia despigmentadora. No hay manera de conseguir un bikini en Seúl, en esta península uno acude a la playa y se mete al mar cubierto de los pies a la cabeza, con zapatos de goma, traje de neopreno, guantes anti-UV y gorro. Únicamente los campesinos y los pescadores se exponen al sol. No sólo se trata de un criterio estético, también es un asunto de estatus y de pureza racial. Si uno puede pagarse cremas y vivir en la ciudad, si uno es blanco, pertenece a un estrato social más alto. Mientras observo los anuncios de rostros perfectos en los costados de los autobuses pienso en el arroz. Aquí, fuera del “bibimbap” que merece ser mezclado con otros ingredientes, nunca se le agrega soya u otro tipo de salsas porque es una falta de educación manchar su blancura inmaculada. No debe de haber prietitos en el arroz. En los últimos meses, como en todos los países, el coronavirus ha atentado contra las relaciones humanas. Antes, a uno se le podía impedir la entrada a un bar con los brazos cruzados sobre el pecho (por decrépito, porque sólo se aceptan a jóvenes de entre 18 y 25 años, o por ser extranjero, aunque aquélla era una explicación jamás verbalizada). Ciertos clubes pedían disculpas por escrito “no es racismo, nuestro personal no habla inglés, sea generoso”. Para eso hay Apps de traducción y tequila se dice igual en todas partes, buscaba argumentar. Ahora, en tiempos de COVID, el miedo al intruso, contaminador potencial, se ha incrementado y la pandemia saca a relucir lo que ya costaba trabajo contener. Mas en “el País de la Mañana Tranquila” muchos ciudadanos están dispuestos a combatir el racismo y la discriminación, con la misma dedicación con la que se construye un teléfono celular o un automóvil. La Asamblea Nacional discutirá por séptima vez la propuesta de ley. Yerong gana cada día más adeptos y sigue, con el apoyo de la ONG Friends, su labor educativa. Porque el futuro de Corea quizás se encuentre en manos de sus migrantes.
Imagen de portada: Black Jaguar, Sung Joo, Jung Hwa, Jiyoung, Munhwa, Eunhye, Eunjeong, Jihyun, Minsun, 2017. Cortesía de la artista