Los Juegos Olímpicos modernos: nueve tesis

Olimpiadas / dossier / Julio de 2024

Ariel Rodríguez Kuri

 Leer pdf

I

Al reinstaurar los Juegos Olímpicos en la década de 1890, Pierre de Coubertin (1863-1937) cumplió su más grande intuición: la necesidad de desbaratar la inercia de habitar un tiempo sin cesuras. Una olimpiada sacraliza nuestro tiempo con un anuncio, una espera, una comunión, una celebración, otro anuncio. En ello no erró Coubertin. Sin embargo, el olimpismo hubo de competir con otras ideologías que buscaban secuestrar el tiempo para obturarlo, quebrarlo y diferenciarlo internamente para relanzarlo en un acto de voluntad pura. Recapacitemos: un elemento común de los grandes movimientos político-ideológicos contemporáneos del nuevo olimpismo fue fundar sus mensajes en un tiempo intervenido, atenazado por el hombre. El fascismo alemán e italiano es el ejemplo químicamente más puro de semejante intentona y su triunfo radicó en la capacidad de convencer a las masas de que se inauguraba no sólo otro régimen político, sino un nuevo tiempo del hombre. Con mayor o menor éxito e intensidad, lo hicieron también los variados nacionalismos modernos, el sionismo, el comunismo.1

Póster de los Juegos Olímpicos de Invierno en Garmisch-Partenkirchen 1936. Póster de los Juegos Olímpicos de Invierno en Garmisch-Partenkirchen 1936.


II

Los Juegos Olímpicos modernos son una reu­nión cuatrienal de deportistas, entrenadores, jueces, funcionarios, públicos y medios de comunicación programada, promovida y ejecutada por un comité organizador local. Las olimpiadas son auspiciadas por el Comité Olímpico Internacional (COI), una organización privada, global y propietaria de la denominación, de los famosos aros y de toda la parafernalia olímpica, que resguarda y explota con un refinamiento mercadológico y un celo corporativo sin equivalente en el capitalismo global. A algunas empresas se les permite vender refrescos de cola, zapatos deportivos, bolsos de diez mil dólares o softwares de todo tipo, pero nadie más puede vender unos Juegos.

​ Nótese que los participantes conocen con antelación (de entre seis y ocho años) la ciudad sede, las fechas de inauguración y clausura y los datos principales del programa deportivo. Asimismo, el público (local y global), los organizadores y los medios —unos más, otros menos— saben cuáles son las circunstancias políticas que atañen a los Juegos. El COI, por un lado, y los organizadores (el comité respectivo, el gobierno local y el nacional), por el otro, aspiran legítimamente a controlar y gestionar las circunstancias deportivas, políticas, financieras, técnicas y logísticas de la gran reunión. Los Juegos son un hecho planeado.


III

Los Juegos Olímpicos combinan nuestro genio y nuestra locura. Adquirimos todas las certezas en el planeamiento, la ejecución, la exhibición y el control de un pedazo de la historia del mundo, uno que apenas dura un par de semanas. Nos regocijamos en ello. Las Olimpiadas llevan a su límite lo que la directora Leni Riefenstahl (1902-2003) llamó, en la más famosa película de propaganda nazi, “El triunfo de la voluntad” (1935). Aquella primera propuesta estética desembocaría en la película oficial de los Juegos de Berlín de 1936, Olympia (1938).

​ La voluntad cimenta sus triunfos en saberes y tecnologías. Unos son políticos: por qué y para qué se solicita una sede; otros, comunicativos: el logo, el diseño de las ceremonias de apertura y de clausura, la señalización urbana y la difusión en medios; otros más son constructivos: la tradición o la ruptura en el estilo de la obra edilicia y la intervención urbana; y aún otros son deportivos: el programa de la competencia, los materiales de pistas y estadios, el cronometraje y la medición, el antidopaje. En suma, todo lo necesario para calcular lo deseable y lo posible en el momento olímpico.

​ Los organizadores vislumbran las ganancias (o las pérdidas) financieras de los Juegos, incluyendo los ingresos por el turismo y por los derechos de transmisión televisiva, los impactos en la imagen global de la ciudad sede, los destinos ulteriores de la infraestructura olímpica o el efecto propagandístico de un buen desempeño deportivo.

​ La reunión de los ideales olímpicos con las poderosas infraestructuras ideológicas de los Estados modernos desencadena un momento único e incierto. Escribió Alain Badiou: “el siglo XX es un siglo voluntarista”.2 Los Juegos nos arrastran a perseverar como súbditos obsecuentes de la voluntad planificada.

Póster de los Juegos Olímpicos de Tokio 1940, por Sanzo Wada.Póster de los Juegos Olímpicos de Tokio 1940, por Sanzo Wada.


IV

Pero la vida es complicada. Si los dioses hicieron del regreso de Ulises una tarea penosa, a los actores olímpicos, nosotros incluidos como público, no siempre nos va bien. Existen razones objetivas para las angustias que orbitan los Juegos. Cada edición cuatrianual implica la superposición y el entrecruzamiento de jurisdicciones políticas, de seguridad, financieras y deportivas que no son fáciles de armonizar.

​ El COI tiene una legislación estricta sobre la convocatoria, la organización y el protocolo de los Juegos. Las federaciones deportivas internacionales reglamentan con ferocidad las competencias y determinan aspectos de la construcción y adecuación de la infraestructura para las competencias. Los organizadores tienen que lidiar con los gobiernos nacionales, regionales y locales para el financiamiento, la construcción de instalaciones, la recepción de participantes y la distribución de los costos y beneficios de la gran reunión. Además, un asunto ha adquirido una centralidad dramática en el último medio siglo: los Juegos obligan a implementar políticas de seguridad de escala nacional e internacional que son exhaustivas, onerosas, extenuantes.

​ Resulta entonces que toda la performance de la voluntad se muestra vulnerable debido a las circunstancias y a otras voluntades.

Póster que ilustra la pista de trineo creada para las Olimpiadas de Invierno de 1932, en Lake Placid, Estados Unidos. Library of CongressPóster que ilustra la pista de trineo creada para las Olimpiadas de Invierno de 1932, en Lake Placid, Estados Unidos. Library of Congress


V

Los Juegos Olímpicos son incertidumbre planeada y programada. No podría ser de otra manera. Son un monumento previsto, un tiempo y lugar universalmente conocidos. También son algo más: un fenómeno geopolítico complejo en el cual convergen vectores de distinta naturaleza. ¿Tokio 1940?, se canceló por la Segunda Guerra Mundial; la capital japonesa no pudo ser la sede sino hasta 1964. ¿Qué hay de Tokio 2020? Tal es la denominación oficial de unos Juegos que no se celebraron ese año, sino en 2021, y sin público en los estadios por una contingencia colosal, la gran pandemia. México 68, cuyo lema fue “todo es posible en la paz”, se inauguró diez días después de la masacre de Tlatelolco. No hablo de una maldición, sino apenas de un axioma entre los ingenieros: un sistema complejo es un sistema vulnerable; en tales casos, las consecuencias de los errores (conceptuales y fácticos), omisiones, cálculos fallidos y de lo inesperado son más extendidas y profundas. De una u otra manera, en París 2024 estarán Ucrania y Gaza —esperemos que para bien—. Los días de los Juegos son la caja de pandora de nuestra globalidad. Ningún plan maestro, ninguna omnisciencia lograrán anular lo contingente de la historia.


VI

Los Juegos son un observatorio para mirar el mundo y un espejo donde éste se refleja distorsionado. Han sido y son una hipótesis divergente de la geopolítica de los siglos XX y XXI. Entiéndase: no niegan la geopolítica; con frecuencia la padecen y después, con algo de cinismo, la usufructúan. Así se consiguió que México fuera la sede de las Olimpiadas en el 68, aduciendo la equidistancia del país ante el conflicto bipolar de la Guerra Fría.3

​ Los Juegos son demiúrgicos: hacen visible tanto el statu quo como las pulsiones para la reconfiguración imaginaria del orden mundial. En los archivos del COI, en Lausana, Suiza, se resguardan todos los temas y guiones de las conversaciones globales del pasado y el presente: las guerras mundiales, el ascenso de los totalitarismos, la Guerra Fría, las victorias y las derrotas de las luchas por los derechos civiles y contra el racismo, las secesiones nacionales, las batallas por la igualdad de género, la defensa y promoción del medio ambiente, las amenazas del terrorismo.

​ Del éxito de las Olimpiadas y de sus razones habla su continuidad: los Juegos modernos se han celebrado durante más de ciento veinte años, con sólo tres interrupciones (1916, 1940 y 1944) debidas a dos guerras mundiales, y una dilación (Tokio 2020). Algo más que simpleza o cursilería está inscrito en ese ritmo sin pausa y en el lema ecuménico y pacifista de la celebración.

Póster de los Juegos Olímpicos de Estocolmo 1912 Póster de los Juegos Olímpicos de Estocolmo 1912


VII

Ningún acercamiento al tema estaría completo si no inspeccionamos lo que nuestra subjetividad —o eso que llamamos alma— encuentra en las Olimpiadas. De entrada, un aggiornamento rigurosamente codificado de nuestro inconsciente pagano y politeísta. Se trata de una operación inmensa que ocurre en medio de la modernidad grisácea o sangrienta, de una mise en scène en entornos usualmente monoteístas —y éstos son inflexibles, violentos, dogmáticos, aburridos—. ¿Qué se agradece más que la ocasión de reconfortarnos entre dioses plurales, en una religiosidad sin salvación?

​ Algunos críticos del olimpismo moderno han errado al soslayar esta dimensión y sus consecuencias. Si bien tienen razón al señalar la dominancia de las marcas globales y las corporaciones mediáticas en los Juegos, los críticos evaden los saldos bienhechores y estratégicos del arcaísmo mediterráneo.4 Éste, como un maná reverdecido en el siglo XX, disemina los valores de la tolerancia, la paz y la pluralidad étnica y religiosa. Ese multiculturalismo de facto ha contribuido a regenerar —poco o mucho, a saber— los ánimos plebeyos en las sociedades de masas, hoy como ayer obsesas de la identidad y el temor al otro. Ser paganos es nuestro derecho.


VIII

El culmen de los Juegos acaece cuando el alma encuentra el cuerpo. Liberados de los mandamientos de las religiones del Libro, durante dos escasas semanas, las Olimpiadas nos llevan de la mano a una comunión pagana con el placer de mirar. Habría que detenernos en esta doble rebelión que busca resarcir nuestra mirada de los cuerpos. Renegamos de manera abierta de la prohibición de Dios y de forma solapada del mantra secularizado de lo políticamente correcto.

​ Sin embargo, los Juegos exhiben en todo momento al cuerpo en sus límites, en su extenuación y su dolor. Lo sagrado no es la sangre sino el sudor que evidencia fuerza, velocidad, resistencia, coordinación y armonía con otros cuerpos. No mirar es un crimen porque esos cuerpos existen sólo si los observamos. En esto, el atleta se hermana con el actor y el artista.

​ La otra mitad de los Juegos son los públicos, a los que la televisión y las redes han universalizado y en cierta forma democratizado. Pronto habrá que historiar quiénes, cómo y para qué miran los Juegos en una geografía total de la mirada: desde el east side de Los Ángeles hasta las montañas del Cáucaso, desde las praderas y montañas de Kenia y Etiopía hasta los condominios de Shanghái y los hacinamientos en Lagos.

Póster de la película *El triunfo de la voluntad* (1935), de Leni RiefenstahlPóster de la película El triunfo de la voluntad (1935), de Leni Riefenstahl


IX

Al principio, al final y en todas partes están los héroes. Las religiones del Libro y la ideología de lo políticamente correcto nos han arrebatado esta noción (que toca los géneros y las preferencias sexuales de manera indistinta, por cierto). Contra la anuencia tácita de los modernos, que confundimos popularidad con heroicidad, irrumpe el héroe. Los Juegos nos recuerdan su importancia para una cultura en verdad secularizada.

​ Los héroes, hijos o entenados de los dioses, pecan y sufren como nosotros en el llano —divinos mortales ellos, mortales divinos nosotros—. Sin embargo, el asunto de fondo es otro: los héroes olímpicos, en las antípodas de los santos y los mártires, son el modo más exquisito de nuestra secularización justo en la medida en que están a nuestro alcance y en que su esfuerzo podría ser el nuestro. No hay humanidad más brutalmente terrenal que la del héroe de los Juegos. Con sudor, dolor y perseverancia ha sometido, en primer lugar, su cuerpo; su divinidad es un concentrado de su humanidad. El más fuerte, el más veloz, el más resistente, el más armónico es siempre humano, demasiado humano. Y esa demasía invierte el flujo de las cosas: un don de los hombres y las mujeres para los dioses.

Imagen de portada: Póster de los Juegos Olímpicos de Estocolmo 1912

  1. Me inspiro libremente en los siguientes trabajos: Carl Schorske, Viena fin-de-siècle: política y cultura, G. Gili, México, 1981; John J. MacAloon, This Great Symbol. Pierre de Coubertin and the Origins of the Modern Olympic Games, The University of Chicago Press, Chicago, 1981, así como el notable estudio de Roger Griffin, Modernismo y fascismo: la sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler, Akal, Madrid, 2010. 

  2. Alain Badiou, El siglo, Manantial, Buenos Aires, 2014, loc. 386. 

  3. Ver Ariel Rodríguez Kuri, Museo del universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968, El Colegio de México, México, 2019, pp. 39-70. 

  4. Dos trabajos valiosos en sus propios términos, pero que omiten esta dimensión, son el de John Hoberman, “Toward a Theory of Olympic Internationalism”, Journal of Sport History, vol. 22, núm. 1, primavera de 1995, y el de Maurice Roche, Mega-Events and Modernity. Olympics and Expos in the Growth of Global Culture, Routledge, Londres, 2000.