Las posibilidades interpretativas a las que da pie En busca del tiempo perdido son tan variadas como las corrientes desde las cuales se han acercado a ella sus críticos. Los hay que han hurgado en sus recovecos psicoanalíticos y quienes han intentado ver en ella una reivindicación del movimiento LGBT+. Hace años, con una propuesta más original, François Laplantine y Alexis Nouss incluyeron una entrada para la novela en su diccionario Mestizaje, enfatiza su carácter multicultural. Siguiendo este tenor, justo cuando parecía que todas las vetas proustianas habían sido explotadas, salió a la venta la traducción al español de Los latinoamericanos de Proust de Rubén Gallo, quien dirige desde 2008 el posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Princeton y que ha dedicado varios años al estudio del psicoanálisis, gracias a lo cual publicó en 2013 Freud en México. Historia de un delirio. La diversidad de sus intereses y la sencillez de su prosa atraen lo mismo al curioso que al erudito: es de los pocos académicos legibles. El libro no es recomendable para lectores susceptibles al escándalo. El dandi francés nimbado de galantería y lisonja cede ante un franco Marcel Proust, cuya relación con cuatro latinoamericanos es el hilo conductor de los cuatro capítulos en que se divide un ensayo ajeno a la pedantería academicista que suele dominar la crítica literaria de nuestro país. Las fotografías anexas y la familiaridad de Rubén Gallo con el psicoanálisis permiten seguir el mapeo de la vida personal del novelista y revelan facetas no muy conocidas de Proust que permiten comprender mejor su obra. Los capítulos incluyen, a su vez, paperolles (las notas que Proust añadía a sus escritos, que terminaban así convertidos en auténticos códices) que tratan, entre otros asuntos, temas tan poco explorados como las incursiones del francés en la Bolsa Mexicana de Valores y su relación con el pintor mexicano Antonio de la Gándara (figura imprescindible y tristemente olvidada del panorama artístico de la Belle Époque, sobrino nieto de la penúltima virreina de México, María Francisca de la Gándara de Calleja). Si el gran logro de Proust fue difuminar las fronteras entre lo mnemónico y lo ficticio, el de Gallo es haber recuperado la naturalidad de un autor investido de esnobismo y frivolidad. Según la tesis de Gallo, la condición extranjera de Reynaldo Hahn, Gabriel de Yturri, José-María de Heredia y Ramon Fernandez (sic) los unió íntimamente a Proust, quien supo muy bien lo que suponía vivir en una posición marginal: “burgués en un círculo de aristócratas; un judío en un medio antisemita; homosexual en un ámbito heterosexual”. Un literato en plena vorágine bélica. Rubén Gallo aprovecha la situación periférica de Proust para ofrecer en trescientas páginas una herramienta exegética que permite leer En busca del tiempo perdido en clave latinoamericana. La América Latina, como queda claro en las primeras páginas del libro, fue un término acuñado por Michel Chevalier en la primera mitad del siglo XIX, con el propósito de vincular a las naciones americanas que compartían una herencia común —la latina— con las europeas. El término no resultaba extraño entre los franceses, para quienes lo latinoamericano era sinónimo de exotismo, y ésa es precisamente la visión que plasma Proust en su novela. El libro arranca con el romance de los muy jóvenes Reynaldo Hahn y Marcel Proust. Se trata del capítulo mejor logrado en lo que se refiere al estudio de la mente del autor: el disentimiento en cuanto a los criterios estéticos entrambos personajes, la aversión de Reynaldo a Erik Satie y la interpretación de las cartas y los dibujos de Proust que aborda el libro, interesan por igual a estetas, melómanos y psicoanalistas. Un rasgo relevante de la personalidad de éste, hasta ahora poco señalado, es el sadomasoquismo que profesaba y que permeaba no sólo sus relaciones personales, sino todas sus acciones. Entre los capítulos dedicados a Reynaldo Hahn y a Gabriel de Yturri se atraviesa la Ciudad de México, con la extensa red de tranvías que la comunicaron durante la primera mitad del siglo XX, en la que Proust invirtió —y perdió— buena parte de su fortuna. La especulación bursátil fue una de las debilidades del novelista francés, que se suma a la lista de placeres masoquistas que cultivó con esmero. La atención con que Proust siguió el curso de la Revolución mexicana le permitió confirmar una visión francesa de América Latina que databa de tiempos napoleónicos: la de un continente paradisiaco, pero también tierra de caudillos en continua disputa con la pretensión dominadora de Estados Unidos, que culminó con uno de los escándalos más sonados de la época: el affaire du Panama, el fraude que arruinó a miles de franceses y que constituyó, con el caso Dreyfus, el destape de una cloaca de corruptelas en el país de la igualdad y la fraternidad. Yturri, el segundo latinoamericano de Proust, instalado en Francia como vendedor de corbatas por la providencia de un cura inglés, terminó siendo amante del conde Robert de Montesquiou, el modelo principal del Barón de Charlus. Y puesto que Proust, aunque joven, era estimado por el conde, frecuentaba el salón de la pareja homosexual más famosa de París —en la que se daban cita lo mismo Daudet que Verlaine—. De Montesquiou e Yturri asimiló Proust buena parte de su cultura y, mientras duró su relación con Reynaldo Hahn, era común ver a las dos parejas en citas dobles. Es de todos sabido que París ha invertido muy bien a sus artistas en la consecución de la cultura francesa. El primer latinoamericano en ingresar a la Academia francesa, y el tercero que aborda el libro, fue José-María de Heredia, primo del poeta cubano José María Heredia. Descendiente de conquistadores españoles, halló en las huestes del parnasianismo un terreno fértil para expresar su visión idealizada de la Conquista. Si Proust tuvo en Montesquiou el prototipo del dandi, en Heredia tuvo el de escritor. Y resulta significativo que, a diferencia de los otros latinoamericanos de Proust, Heredia fuera el único en escribir y aun publicar en español. Ramon Fernandez es el último latinoamericano que aborda Rubén Gallo y quizá también el último que interesó a Marcel Proust. Se conocieron durante la Primera Guerra Mundial, cuando comenzaba la labor intelectual de Ramon. Contrario a José-María de Heredia, que conservó en el nombre siquiera un dejo de su cultura hispana, y por más que Alfonso Reyes le acentuaba “Ramón Fernández” en sus cartas, Ramon Fernandez omitió las tildes de su nombre y, con ellas, todo interés en lo mexicano, aun cuando su abuelo fue regente de la Ciudad de México y su familia desempeñó un papel destacado en el Porfiriato. Su madre fue una de las fundadoras de la revista Vogue, lo que da una idea del mundo cultural en que Ramon se crio. Fue el primer crítico en leer En busca del tiempo perdido siguiendo un método estrictamente filosófico sobre la relación entre la memoria, la voluntad y la responsabilidad, basado especialmente en la Gramática del asentimiento de John Henry Newman —que una errata en la página 310 del libro de Gallo llama Gramática del ascenso—. Reaccionario en un medio hostil al moralismo que pretendía encontrar, terminó adhiriéndose como otros desencantados al partido nazi. Proust admiró en Fernandez su inteligencia precoz y la agudeza de su mente. Hoy, tristemente, es uno de los tantos intelectuales mexicanos en el olvido. Una lectura latinoamericana de la obra proustiana, muy lejos de ser forzada o de violentar la novela, permite descubrir nuevas vetas que ponen de relieve el carácter multicultural, pero al mismo tiempo marginal, de En busca del tiempo perdido. Y es que uno de los logros de Los latinoamericanos de Proust, más allá de la belleza de su prosa y de la seriedad académica que implica, es traer a colación, a propósito de la literatura, un tema tan vigente como la migración, sobre todo en un contexto en el que en muchos países de primer mundo revive la xenofobia que la globalización creía extinta, especialmente hacia los latinoamericanos. Con la maestría de quien sabe atrapar a sus lectores con la morbosidad de por medio, Rubén Gallo no escatima detalles íntimos de la vida de Proust para entregarnos un retrato más humano —marginal, excluido y dramático, quizá demasiado humano— de quien ha pasado a la historia como uno de los escritores más importantes del siglo XX.
Imagen de portada: Gabrielle Donelli, Marcel Proust. © Gabrielle Donelli