Preguntémonos como se preguntaría un niño: ¿Qué quiere decir el vocablo trabajo en expresiones como “busco trabajo”, “estoy en el trabajo” o “no me llames al trabajo”? Es un término cargado de significación social: cabe en él toda la deslumbrante historia de nuestra especie. Sin embargo, la palabra tiene un origen muy humilde. En su acepción más simple, designa muy poca cosa: cualquier actividad que los humanos realizan conscientemente para modificar la realidad y satisfacer un deseo. Es cualquier interacción deliberada con la naturaleza. Nada más. Acarrear un líquido para saciar la sed, por ejemplo, es trabajo, incluso si se trata de llevarnos repetidamente a la boca un tarro de cerveza. Masticar, desplazarse, aprender… es interactuar con la realidad y, en la medida en que lo hagamos para satisfacer un deseo cualquiera, es trabajar. Sólo se distingue de la actividad de otras especies animales en la medida en que consideremos la deliberación un atributo humano. Y, sin embargo, nadie presumiría de estar trabajando cuando está llevándose a la boca un tarro de cerveza, o cuando lee un ensayo sobre el trabajo en una revista cultural. Esas actividades cambian la realidad y satisfacen deseos, sí, pero no es esta humilde acepción la que tiene en mente quien dice que “busca trabajo” o que “está en el trabajo”. No, satisfacer conscientemente un deseo individual no merece ya ese título. La realidad social ha evolucionado de manera tal que la palabra ha adquirido un significado totalmente distinto y mucho menos vulgar. A lo largo de los milenios, nuestros deseos se han vuelto cada vez más diversos y multilaterales. En cambio, conforme la producción se hace más sofisticada, nuestras aptitudes individuales se han vuelto cada vez más enfocadas, más específicas, más unilaterales. Quien tiene que barrer casas ajenas no tiene tiempo de cultivar la física cuántica. Quien sabe operar un cuerpo no sabe programar una aplicación y quien sabe escribir ensayos sobre el trabajo sería incapaz de producir el carburador de un autobús. Por eso, para satisfacer el vasto mundo de sus deseos, el individuo ya no puede contar sólo con sus capacidades ultraespecíficas. Debe intercambiar el fruto de su trabajo por el de trabajos ajenos. El barrendero debe usar parte de su sueldo para pagarle al médico. El médico debe emplear parte de sus honorarios para comprar una revista literaria, y así sucesivamente. Es así, mediante una gigantesca división del trabajo, mediada por el intercambio mercantil, como la humanidad satisface hoy el grueso de sus deseos. Así pues, esa palabra de tan baja cuna, trabajo, se volvió más elegante: pasó a designar únicamente la actividad que se traduce en productos o servicios que podemos ceder (es decir, que sean enajenables) y que satisfacen deseos de otros humanos, es decir, deseos sociales. Quien trabaja satisface deseos de otros para que esos otros le cedan a cambio, directamente o en forma de dinero, servicios o bienes producidos por actividades específicas ajenas, pero que necesita para satisfacer sus propios deseos. La medida en que el fruto de un trabajo específico puede intercambiarse con los demás es lo que se llama valor. Y lo que determina el valor de cada producto del trabajo (asumiendo que realmente satisfaga un deseo social) es el tiempo que, en promedio, toma su realización en la circunstancia en que se intercambia. Sólo tiene valor el fruto del trabajo que puede intercambiarse… y sólo la actividad que produce valor merece ya el nombre de “trabajo”.
Pero tampoco esta acepción es aún suficientemente exclusiva. Cuando alguien dice que “busca trabajo” o que está “en el trabajo” no se refiere meramente a cualquier actividad que pueda servirle a otros y que por lo tanto pueda intercambiarse. Por ejemplo, Karl Marx produjo una vasta obra a lo largo de largas horas de estudio y reflexión, sacrificando su salud y la de su familia. Nuevas traducciones y reimpresiones de esas obras siguen editándose y rompiendo récords de ventas. Aquella actividad suya satisface todavía el deseo de aprendizaje y comprensión de otros, de muchos otros. Acertada o no, puede venderse, y es en esa medida que tiene valor. Y, sin embargo, Marx nunca cobró un salario que le permitiera vivir y, por eso, se dice que nunca “trabajó”. Llevaba a cabo muchas actividades, sí, pero la mera satisfacción de un deseo social, por grande que sea, ya no basta para conferirle a una actividad el título de trabajo. Nuestra vida material ya no sólo depende del intercambio mercantil entre productos de distintas actividades específicas, sino también de que esas actividades se movilicen y se concentren en una escala gigantesca. Para que eso ocurriese, la producción tuvo que organizarse históricamente de un cierto modo. Dado que los deseos humanos son cada vez más diversos, los medios materiales que se necesitan para satisfacerlos son cada vez más sofisticados y costosos, y cada vez menos gente puede permitirse su posesión. Además, quien tiene poder militar puede privar a otros de sus medios de trabajo. El resultado es que muchos pueden comprarse una rueca, pero pocos pueden comprarse una planta textil. Muchos pueden adquirir un martillo, pero pocos pueden poseer una red de fábricas de partes automotrices. Estos instrumentos gigantescos pueden estar físicamente dispersos por el mundo, pero, como propiedad, se concentran cada vez más en menos manos. Así, conforme menos gente posee los medios necesarios para producir, mientras menos gente puede crear con sus propios medios bienes o servicios de valor, más gente debe vender su capacidad productiva para emplearla en medios ajenos. Muchas personas venden su fuerza de trabajo a un puñado de compradores. Quien tiene medios de trabajo no los presta por la bondad de su corazón, los presta a cambio del trabajo mismo: compra la capacidad laboral ajena a cambio de una parte del valor producido, llamada salario. Es decir, adquiere, por un lado, la propiedad del producto del trabajo que se realiza con sus medios (devolviendo al productor una porción ínfima de su valor) y, por el otro, el derecho a supervisar, directa o indirectamente, las condiciones en que el productor produce, así como a dictarle lo que debe producir. Una vez que se descuenta el costo de la producción, incluyendo el salario de los productores, el resto del valor producido de este modo va a parar a los bolsillos del dueño de los medios de trabajo. A esta parte se le llama plusvalía o plusvalor, y es el móvil al que obedece todo el proceso. Una parte de este plusvalor creciente se reinvierte para recomenzar el mecanismo, en una escala mayor. Así, el trabajo enajenado no sólo produce cosas, sino que produce también las condiciones sociales de su propia repetición, es decir, se reproduce él mismo: obliga a una cantidad cada vez mayor de gente a vender su capacidad productiva para subsistir y al mismo tiempo permite que una pequeña cantidad de gente pueda comprársela. Desde luego, el dueño de los medios de trabajo también es humano y tiene deseos: no reinvierte toda la plusvalía. Una parte la consume, lo que le permite no sólo vivir sin trabajar, sino vivir cada vez mejor con respecto a los que trabajan. Con cada jornada, el golfo entre uno y otro polo de la experiencia humana se va ensanchando. Así la palabra trabajo adquiere toda su significación actual.
Incluso proyectamos a otras especies nuestro lenguaje histórico. Sería raro decir que está trabajando la loba que caza para alimentar a sus crías… pero, cosa curiosa, es frecuente usar ese término para describir lo que hace un buey cuando tira el carro de su dueño. Para que podamos decir que estamos trabajando, ya no basta que estemos modificando la realidad para satisfacer nuestros deseos, ni directamente, ni a través de la satisfacción de deseos ajenos o sociales. Ya no basta producir valor. Ahora trabajar no sólo significa producir valor para vendérselo a otros, sino valor que surja ya como propiedad de otros, con los medios de otros, bajo las órdenes y la supervisión de otros. En otras palabras, ya no llamamos trabajo a cualquier actividad que produzca valor, sino sólo a la que, además, produzca plusvalor. Éste es el sentido que da a la palabra trabajo quien dice que Marx “nunca trabajó”. Fue así como el trabajo llegó a adquirir su resplandeciente significado actual. Quien dice que busca trabajo no quiere decir que esté aburrido y quiera algo que hacer: quiere decir que busca quién le compre su fuerza de trabajo a cambio de un salario que le permita vivir. Quien dice que está en el trabajo no quiere decir necesariamente que esté haciendo algo que satisfaga un deseo propio o social: quiere decir que se encuentra físicamente en el lugar donde su tiempo está bajo supervisión ajena, aunque no esté haciendo nada. Quien entra a “su trabajo” a las nueve y sale a las seis puede no hacer nada en toda la jornada, pero debe estar al pendiente de que no le pidan algo, pues su tiempo no le pertenece. Pasa el día jugando solitario en la computadora, a la espera de una orden, y eso es “trabajo”, y a las seis corre a su casa para atender su jardín, para leer una historia o para tejerle bufandas a sus sobrinos, pero a eso no lo llamamos trabajo. Una mujer le da de comer a un niño pequeño, le cambia los pañales, vigila que no le pase nada y lo calma cada vez que llora. Es una actividad demandante y extenuante. Es el hijo de sus empleadores: le pagan por cuidarlo. Por eso puede decir que “está trabajando”. Al terminar la jornada, la mujer sale “del trabajo”, es decir, deja la casa de los patrones, recoge a su propio hijo en la guardería y hace con él por un breve periodo lo mismo que hizo con el niño ajeno durante todo el día, antes de caer exhausta. Para alimentar a su propio hijo debe pasar el día cuidando al hijo de otros, limpiando la casa de otros, cocinando para otros. El trabajo se ha vuelto ajeno a su autor, se le enfrenta como un poder hostil y lo domina. Ya no lo sirve, sino que se sirve de él. Le impone sus propios intereses. La gran mayoría de la humanidad se ve sometida a su propio trabajo, que se ha vuelto el amo del mundo. Pero el interés de ese trabajo alienado es en realidad la máscara que asume el interés de clase de los propietarios. El ámbito donde la palabra trabajo designa más claramente la actividad alienada, productora de plusvalor, es el legal. Los contratos y leyes laborales no limitan a ocho horas diarias o cuarenta horas semanales la actividad que los humanos hacen simplemente para satisfacer deseos propios o ajenos. Esa actividad útil obviamente no se detiene cuando suena el silbato y termina la jornada. La actividad que se realiza en el tiempo libre no sólo es útil: es absolutamente indispensable para el desarrollo de una sociedad. Es entonces cuando empiezan no sólo el autocuidado individual, familiar y comunitario, el ejercicio, la cultura, los viajes, la organización sindical y la participación política… sino también el consumo, que el capitalismo necesita casi tanto como el trabajo: actividades que no tienen nada de estériles. El trabajo libre suele ser más productivo, más socialmente útil que el trabajo alienado. Por eso la vieja consigna obrera no decía: “ocho horas de trabajo y dieciséis de descanso”, sino “ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho para lo que se nos dé la gana”. Este último rubro implica un universo de actividades útiles… incluyendo la conquista y la defensa de una jornada máxima, así como la lucha por la emancipación definitiva del trabajo. Lo que las leyes y los contratos laborales limitan es la actividad enajenada: el tiempo de trabajo que un adulto está obligado a ceder a otro para obtener a cambio los medios de una vida digna para su familia. Más allá de ese límite temporal, las horas de trabajo enajenado se deben pagar como horas extra, por lo menos al doble. En este sentido, la “jornada máxima” es un tema salarial. Cuando el salario establecido por ley o por contrato para remunerar ocho horas no alcanza para satisfacer los deseos de una familia, la distinción entre jornada “normal” y “horas extra” se vuelve una simulación. Las horas extra se vuelven la norma cuando enajenar cuarenta horas semanales de trabajo ya no basta para alimentar, educar y cuidar a la familia, incluyendo a los niños y los ancianos. Por eso, señalar que un país —digamos, México— ocupa un lugar de honor en el ranking de los países donde más se “trabaja” (es decir, donde cada familia trabajadora debe enajenar más horas de trabajo para sostenerse) es señalar su subdesarrollo. Dado que la humanidad no puede desaprender voluntariamente ni renunciar a deseos que ha llegado a considerar normales, el trabajo no desandará nunca el camino que lo llevó a adquirir su deslumbrante forma actual, la forma de trabajo alienado. A menos que suceda una verdadera catástrofe civilizatoria, las unidades económicas atomizadas no volverán a conformarse nunca, como lo hacían antaño, con los frutos de su propio trabajo directo. La producción y la distribución masivas de una vacuna, por ejemplo, requieren un grado gigantesco de organización del trabajo a escala mundial, fuera del alcance de cualquier unidad aislada. Así pues, ni el trabajador individual ni la familia trabajadora ni la pequeña comunidad trabajadora, ni aun la nación trabajadora, volverán a ser dueñas de su propio trabajo… a menos que lo sean en un sentido distinto. Si el trabajo no puede desandar el camino que lo llevó a adquirir su actual forma alienada, puede hacer algo mejor: salir de ella avanzando. Dado que no podemos detener ni revertir las conquistas productivas de la civilización, el antagonismo entre los intereses de la población trabajadora y los intereses de su trabajo (que en realidad son los intereses de la clase patronal) debe resolverse de otro modo. Sólo puede significar la conquista de la gran producción colectiva por los productores a través de la determinación democráticamente organizada de sus condiciones y sus fines. Queremos ser capaces de determinar, entre todos y todas, lo que producimos, el modo en que lo producimos y la escala en la que lo producimos, discutiendo cotidianamente de abajo a arriba y conociendo hasta donde sea posible las consecuencias de esta producción. Claro que para eso se necesita transformar las relaciones de propiedad vigentes, lo cual no requiere algo más que un acto jurídico: hará falta una transferencia revolucionaria del poder, de la minoría propietaria a la mayoría trabajadora. Sólo así la humanidad será la dueña colectiva de su propio trabajo, en vez de ser su esclava.
Imagen de portada: Giovanni Segantini, La cosecha de calabazas, 1897. Minneapolis Institute of Art