El sol se asomaba por fin entre las nubes cuando el vuelo JS152 de Air Koryo tocó tierra. Desde el amanecer el día había sido de un gris plomizo en Pekín, donde habíamos despegado, y la calidez de esa tímida luz vespertina se antojaba el mejor de los recibimientos: por fin estaba en Pyongyang, y cuanta más luminosidad mejor para otear, escudriñar y memorizar cada detalle de ese país y su capital, que estaba empezando a cambiar tras varias décadas de ser esa “ciudad estalinista varada en el tiempo” de la que hablaban muchos de quienes habían podido visitarla antes que yo.
Era martes, 14 de febrero de 2017. Por ese entonces Corea del Norte parecía estar empezando a perder ese halo de país remoto y enclaustrado sobre el que tanto había leído mientras crecía. No obstante, era y sigue siendo el lugar más hermético del mundo en términos informativos. Un lugar en el que no existe libertad de prensa, donde el régimen controla de manera casi total los mensajes que llegan al ciudadano y las violaciones de derechos humanos se producen lejos de cualquier mirada.
En los diez años anteriores a mi llegada el régimen norcoreano había decidido abrirse paulatinamente al turismo; eso sí, de manera limitada y absolutamente controlada. La decisión contribuyó, por un lado, a financiar de manera indirecta a la dinastía Kim que gobierna el país con mano de hierro, y por otro, a estandarizar los tours que las autoridades ofertaban, incluyendo aquellos destinados a periodistas. Medios de Estados Unidos, el país que Corea del Norte sigue considerando su principal enemigo, ya reportaban —y de manera tangencial también contribuían a engordar las finanzas de la cúpula norcoreana pagando por trámites, oficinas y demás— habitualmente desde dentro del “Estado ermitaño”, que incluso había invitado de manera regular a reporteros para cubrir lanzamientos de cohetes espaciales, congresos, desfiles o efemérides varias.
Era ese mi caso, pues debía cubrir el 75 aniversario del nacimiento de Kim Jong-il, segundo líder del régimen (1994-2011) y fallecido progenitor del actual mariscal Kim Jong-un. Ante mí se presentaba el dilema que todo periodista se plantea cuando viaja a ese país. ¿En qué grado contribuye una visita, controlada al milímetro por las autoridades, a transmitir la situación que se vive ahí? y, ¿en qué grado uno está financiando un sistema criminal al pagar visados, alojamiento, etcétera?
Puedo decir que mi experiencia sirvió para certificar el planteamiento que ya tenía antes de aterrizar y que muchos colegas de profesión defienden: tener la posibilidad de visitar un lugar así, pese al daño colateral, siempre ayuda a humanizarlo, a hacerlo más visible, a derribar prejuicios, a entablar relaciones personales… Sobre todo porque en un país tan poco accesible como este, un solo detalle captado por el rabillo del ojo puede bastar para construir una historia y porque el régimen, por muy asfixiante que sea su gobierno, no puede controlarlo absolutamente todo.
Cada visita a Corea del Norte es una oportunidad para ver uno mismo un raro ejemplo de resistencia cultural en plena globalización, así como una feroz y extremadamente opaca dictadura que ahí sigue, inamovible tras más de siete décadas pese a las dificultades económicas que continúa atravesando. Y sobre todo para ver que los norcoreanos son personas, no robots, con los mismos anhelos y dudas que cualquier otro ser humano.
Escribo estas líneas cinco años después y no puedo sino lamentarme; un viaje así hoy sería un lujo. La pandemia llevó al régimen a echar el cerrojo a principios de 2020, hasta el punto de no permitir la entrada de nadie del exterior, ni siquiera de los diplomáticos norcoreanos en el extranjero, que desde entonces llevan sin pisar su país ni ver a sus seres queridos. Se dio orden de dispararle a todo el que se aproximara a uno u otro lado de las fronteras y hasta los intercambios comerciales se han visto comprometidos por la paranoica gestión norcoreana de la pandemia.
El personal de las embajadas en Pyongyang comenzó a abandonar en oleadas el país, al igual que los empleados de las ONG. Hoy no queda prácticamente ningún foráneo, y el lugar está casi por completo a oscuras desde el punto de vista informativo. El régimen ha aprovechado para aprobar leyes de refuerzo ideológico y endurecer el control fronterizo, evitando la entrada de información y contenidos del exterior escondidos en, por ejemplo, memorias USB, justamente el tipo de prohibiciones que se habían agrietado en los últimos años con su tímida apertura al exterior. Su voz parece ser de nuevo la única que se escucha en el país.
Ni siquiera la detección, en mayo de 2022, de los primeros casos de COVID-19 desde que empezó la pandemia está afectando al plan del régimen de aislamiento total, que parece dispuesto a no aceptar de momento la donación de vacunas porque eso implicaría admitir la entrada de personal extranjero para asesorar un plan de inoculación nacional.
Aún revivo los días insólitos que pasé en Corea del Norte. Todo viaje a ese país depara siempre sorpresas fascinantes, por pequeñas que sean. La mía, en todo caso, fue bien grande; apenas horas después de aterrizar, el gobierno de Corea del Sur confirmaba que la persona que había sido asesinada el día anterior en el aeropuerto de la capital de Malasia con gas venenoso era nada menos que Kim Jong-nam, medio hermano del actual líder norcoreano, Kim Jong-un, y considerado por muchos un potencial heredero en caso de que Kim III falleciera o fuera depuesto.
Antes incluso de conocer la noticia me topé con una Pyongyang más vigorizada de lo que esperaba. Había leído sobre su transformación desde la llegada al poder de Kim Jong-un en 2011, pero de alguna manera anticipaba encontrar algo de esa urbe rara y misteriosa que retrató la gran periodista española Rosa María Calaf en el primer documento audiovisual elaborado por un medio hispanohablante que recuerdo haber visto sobre Corea del Norte. En el verano de 2000 Calaf aterrizó en una ciudad en la que no había taxis y donde sus famosas guardias urbanas se pasaban el día organizando con ánimo marcial un tráfico inexistente; la ausencia de automóviles en las calles era casi total. “No es fea, es rara, monótona, detenida en el tiempo”, subrayaba la periodista. Desde luego yo no me encontré con la hora punta en el periférico, pero sí con filas de cuatro o cinco vehículos delante de nuestro auto cada vez que parábamos en un semáforo. Y muchos taxis, casi todos de fabricación china, al igual que los Toyota o Volkswagen manejados por particulares y ensamblados en Tianjín, Qingdao o Changchun.
Veinte años atrás Corea del Norte aún estaba tratando de olvidar la terrible hambruna que sufrió a finales de los noventa, cuando la desaparición de la URSS precipitó el colapso de su economía, dependiente entonces de la caridad de Moscú. Yo, en cambio, me encontré con una capital ávida de consumir bienes producidos en distintas partes del mundo.
Pude comprobar que en Pyongyang muchos tenían smartphones de fabricación local (aunque el internet que ofrecen es en realidad una intranet que no permite navegar fuera de las webs del gobierno norcoreano) e incluso podían, pagando una importante suma, eso sí, consumir bebidas o cigarrillos de marcas de Japón y Estados Unidos traídos en barco por empresas con sede en Malasia, Singapur, Hong Kong o Macao.
Saboreé cada momento de aquella anticipada visita reconociendo, para sorpresa de mis guías, estadios, monumentos o avenidas en Pyongyang que hasta entonces solo había recorrido mentalmente en los mapas. Y, ante todo, descubrí una ciudad que, aunque tímidamente y siempre de manera ultra reglamentada, parecía querer abrirse un poco al mundo exterior.
A su vez, verifiqué en persona todas aquellas cosas que no habían cambiado en absoluto con los años y que, a día de hoy, no tienen visos de hacerlo. Una es la pobreza que se percibe nada más salir de la capital. Incluso mirando desde las carreteras —visitar poblaciones pequeñas no suele estar permitido— saltaba a la vista la falta casi absoluta de maquinaria en los campos, de tendido eléctrico en los pueblos e incluso de vidrio para reemplazar ventanas rotas en las casas.
En las autovías —y hablo de las mejores del país, aquellas que unen grandes ciudades— los vehículos sí escaseaban, y los pocos que se veían eran en su mayoría camiones que funcionaban con motor gasógeno alimentado con madera o carbón.
“En Corea del Norte nadie se ha enterado, informar no está permitido”, decía Calaf en su reportaje de hace dos décadas. Y nada ha cambiado. El sistema de censura es tan complejo y peligroso que los reporteros que participamos en aquel viaje acordamos no preguntar en absoluto por el tema del asesinato del medio hermano de Kim Jong-un por varios motivos. El primero es que Kim Jong-nam nunca figuró en los medios como “miembro oficial” de la familia que gobierna el país, sobre la que la propaganda estatal nunca ofrece detalles íntimos.
En ese sentido, Kim Jong-nam era una especie de “no persona” en Corea del Norte, más aún después de que en 2001 fuera detenido tratando de visitar el Disneyland de Tokio con un pasaporte dominicano falso. Es precisamente a ese episodio al que Calaf se refería con lo de que “nadie se ha enterado”. Del mismo modo en que nadie —o casi nadie— se enteró de que el hijo mayor de Kim Jong-il trató de visitar un parque temático que para muchos es epítome del capitalismo estadounidense, y nadie —o casi nadie— supo tampoco cuándo y cómo Kim Jong-nam fue asesinado.
Habría dado cualquier cosa por poder preguntarles al respecto a los norcoreanos, sobre todo a personas como mis guías del Partido, aquellos que se convierten en la sombra de uno en cuanto pone un pie en el país. Ambos habían vivido en el extranjero y era obvio que tenían cierto grado de acceso a internet, como le corresponde a las élites que residen en Pyongyang. Ellos debían conocer al menos la existencia de Kim Jong-nam y probablemente también habían podido leer sobre su muerte.
Sin embargo, haberles preguntado los habría puesto en una situación muy delicada en un país donde las paredes escuchan cada palabra, cada balbuceo, cada silencio, y donde la gente parece vivir la mayoría del tiempo con una espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas. Nuestros guías eran, qué duda cabe, unos privilegiados en un país donde muchas personas pasan hambre o sufren indecibles torturas, pero a su vez se exponían a meterse en dificultades continuamente, ya que no hay nada que acarree más problemas potenciales en Corea del Norte que un extranjero, y más si es periodista.
Tal vez el mejor ejemplo de esto sucedió regresando de la ciudad de Wŏnsan, cuando nuestra camioneta patinó sobre una espesa capa de hielo y nos quedamos varados en mitad de la calzada. No hubo otro remedio que empujar con la ayuda de unos campesinos que andaban cerca. “Por favor, no hablen con ellos”, nos suplicaron los guías. Nunca olvidaré la expresión de los granjeros cuando nos vieron salir del vehículo y la mirada, rígida y al frente, evitando todo contacto visual directo, del hombre que se puso a empujar a mi lado y que parecía estar repitiendo para sus adentros: “Por favor, que no me hable este extranjero”.
La dinámica que se acabó imponiendo fue que cada día todos callábamos; nosotros y nuestros guías. Era sabido que cada mañana ellos se presentaban habiendo leído lo que habíamos publicado sobre Kim Jong-nam el día anterior, pero todos nos hacíamos los locos. Nadie preguntaba. Un silencio tácito y, por desgracia, cómplice. Así era reportear en Corea del Norte incluso en los tiempos de mayor apertura.
No pasa una semana sin que me pregunten si creo que Corea del Norte abrirá pronto sus fronteras. Mi respuesta es que no y que en mi caso es muy posible que no pueda volver a visitarla nunca, al menos como periodista. Así pues, solo me queda parafrasear unos versos de “Por si no te vuelvo a ver”, aquel bolero compuesto por la gran María Grever e interpretado por Chucho Avellanet o el inmortal Vicente Fernández: “he venido a decirte únicamente que, aunque viva muy lejos, jamás te olvidaré”.
Imagen de portada: Pyongyang, 2011. Fotografía de ©Dan Sloan.Flickr