Nadie me respeta. Mandibulín
Entréguese al tráfico y verá cosas interesantes. Podrá pasar, por ejemplo, cinco minutos detenido y examinando un anuncio de Venom, la película de Marvel. Usted sabe, ese Venom que es uno de los villanos de la saga del Hombre Araña y que comenzó como un traje que resultó no ser un traje sino un simbionte extraterrestre que aterroriza a… Usted sabe. Puesto que somos grandes vertebrados, muchos de los monstruos de nuestras pesadillas son depredadores como Venom: tienen grandes ojos, grandes dientes y sobre todo unas bocas enormes, descomunales. Siempre hay algo aterrador en esas fauces abiertas que evocan animales que nos devoran. Piense en Alien (con dos mandíbulas), Godzilla, los kaiju, monstruos clásicos como Cancerbero y la Hidra de Lerna, los dinosaurios carnívoros, los peces abisales. O si su temperamento es más afín a los fantasmas, en esas mandíbulas desarticuladas que recuerdan gritos descompuestos y el gesto de los muertos. En las películas de body horror, un recurso para provocar desazón es justamente golpearnos con atisbos de personajes que tienen bocas sobrenaturalmente abiertas, como preámbulo de la muerte o como un rictus congelado. Y es que por lo general la mandíbula humana es un hueso más bien aburrido, sólido, confiable. Es el único del cuerpo que tiene una articulación doble: los dos cóndilos de la mandíbula, esas dos estructuras redondeadas que lo unen al cráneo, tienen que moverse al unísono y su rango de acción es bastante limitado; apenas pueden abrirse y cerrarse y hacer un ligero movimiento lateral, desaconsejado para los que tenemos problemas mandibulares. También es uno de los huesos más resistentes del cuerpo; debe tolerar fuerzas de hasta 700 newtons cuando los músculos de la masticación ejercen toda su fuerza sobre las muelas (o la lengua, mala suerte). Medir fuerzas en el cuerpo humano es complicado, y los newtons son una unidad derivada que involucra la aceleración, pero para hacerse una idea, a partir de unos mil newtons un golpe puede fracturar huesos (según el ángulo, la distancia, etcétera), y un boxeador puede propinar un jab de unos cinco mil newtons. ¿Alguna vez ha examinado una mandíbula real? Qué cosa tan singular, toda arcos, planos que se intersecan y protuberancias. Casi todos nuestros huesos participan en una tensión vitalicia entre la forma que sugieren los genes desde el interior de las células y la que les imponen los usos a los que los sometemos. Este estira y afloja entre el interior y el exterior en efecto los moldea, desde los dedos de los pianistas hasta los omóplatos de los nadadores. En general sólo notamos esta interacción cuando algo sale mal, ya sea en la forma que nos propone nuestra herencia o en el uso que hacemos de ella. Los huesos de los pies son un buen ejemplo: quienes no pueden caminar en la infancia a causa de desórdenes del movimiento tienden a tener pies distintos, con tarsos finos que no fueron moldeados por el peso del cuerpo para adoptar la forma más ancha y plana que tendemos a pensar que es natural pero que sólo es típica. Lo mismo ocurre con la mandíbula: al morder y masticar, el hueso se curva en unos sentidos, gira en otros, se tensa en algunos más y se comprime en varias direcciones. La gran fuerza de la mandíbula no sólo depende de la resistencia del hueso mismo, sino también de su singular geometría, y su desarrollo normal depende y admite al mismo tiempo el crecimiento y el acomodo de los dientes, el habla, la nutrición. Como ocurre con otros huesos y con los dientes, los restos de las mandíbulas de nuestros ancestros hablan con elocuencia sobre la especie a la que pertenecieron sus dueños, sobre su dieta (todos los huesos sometidos a esfuerzos cuentan lo mucho que cargaban, cuánto masticaban, qué tan fuertes eran esos individuos) e incluso sobre el sexo. Porque otra interacción es la de los genes, las hormonas y la selección sexual. Hoy pensamos, en Occidente, que los hombres con mandíbulas prominentes son más masculinos que los de mandíbulas redondeadas. Incluso hay operaciones para insertar implantes en las quijadas demasiado “débiles” y limar en las mujeres las excesivamente “hombrunas”. Y ni hablar de la barbilla, ese rasgo tan moderno y expresivo de los Homo sapiens, que por cierto representa un enigma paleontológico (¿se prolongó hacia adelante o se quedó en su lugar mientras el resto del cráneo se afinaba y retraía?), sometido a sus propias presiones sociales y ofertas quirúrgicas. Nada mal para un hueso aburrido.
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Tengo un currículum alternativo. Dice así: “Fulana de tal. Vertebrada, gnatostomada, tetrápoda, amniota, sinápsida, mamífera, usa Windows…” La evolución, tal como la ve la taxonomía, no equivale a usar lo último en innovaciones de la naturaleza y desechar el ajuar de la temporada pasada, sino a ponerse siempre un suéter nuevo sobre el anterior (y también se parece un poco al sistema Windows, con sus inerradicables bugs históricos). En algún momento ocurrió una de las muchas bifurcaciones que nos trajeron por este camino: la aparición de la mandíbula. Así surgimos los gnatostomados, los vertebrados con mandíbula, y le dijimos adiós a los agnatos, los peces sin ellas. No en vano tememos a los monstruos mandibulados: ese hueso articulado, que puede albergar dientes de todas clases y ser el anclaje de recios músculos, resultó ser una gran herramienta para la depredación. Pensemos por un momento en las lampreas: aunque tienen dientes que han inspirado su propio contingente de seres de ficción, no son animales muy imponentes. Se limitan a fijarse a una sección del cuerpo de sus víctimas y a succionar su sangre o hacerse de un redondel de carne a la vez. Ahora imaginemos a los primeros gnatostomados, los placodermos, esos peces acorazados que siempre aparecen en los libros de dinosaurios como emblemas de los periodos Silúrico y Devónico. Tenían un aspecto terrible, con grandes bocas rígidas llenas de placas dentales, y en efecto eran formidables depredadores, capaces de asestar mordidas de seis mil newtons y de partir ammonites en dos. ¿Pero cómo surge, al parecer de la nada, un hueso tan complejo y útil? Se cree que mediante modificaciones en unas estructuras llamadas arcos branquiales (o arcos faríngeos) que aparecen durante el desarrollo embriológico de los cordados en la región que formará la faringe, la mandíbula, el oído interno, las branquias y ciertas neuronas (los cordados son, fundamentalmente, los animales vertebrados). Esto ocurre gracias a los famosos y versátiles genes Hox. Estos genes son los encargados de establecer el plan corporal de los seres vivos. Dividen el cuerpo en secciones, establecen las zonas de generación de extremidades, dientes, órganos, bazo… Como si esculpieran con barro o cuidaran un jardín, a veces lo hacen promoviendo el crecimiento y a veces evitándolo. En este caso, hay quien propone que las mandíbulas comenzaron a nacer cuando se perdieron o apagaron los genes Hox encargados de evitar el crecimiento de ese arco branquial. Así, durante el desarrollo, algunas células de una región llamada cresta neural se reúnen bajo el futuro ojo en un grupito (o primordio) que formará el maxilar, y otras bajo la zona que será la boca, para dar origen a la mandíbula. Esta concreción de células, apenas una yema invisible al principio, crece en forma autónoma a cada lado del eje vertical de la cara y termina por encontrarse en el medio con una versión en espejo de sí misma, con la que, si todo sale bien, se fusionará casi a la perfección. Nuestro rostro es eso, dos mitades unidas que apenas conservan vestigios del proceso: el surco nasolabial —la cosa que tenemos entre la nariz y los labios—; la sutil ranura de la punta de la nariz, y las barbillas partidas u hoyuelos del mentón, que indican que la amalgama de las dos mitades de la mandíbula y de los tejidos que crecen sobre ellas no se completaron del todo. ¿Para qué querría un pez una mandíbula incipiente o un octavo de mandíbula? ¿Qué animal puede darse el lujo de esperar miles de generaciones a que los genes, el desarrollo embriológico y la selección natural terminen de moldear un órgano tan especializado? Ninguno, pero no hace falta. Igual que las plumas no evolucionaron para volar, las mandíbulas no evolucionaron para devorar: se cree que la ampliación de los arcos branquiales servía para bombear con más eficiencia agua hacia las branquias. Si este mecanismo de bombeo representaba una ventaja para la respiración de los peces, es natural que se conservara. Y la evolución no necesita más: una parte conservada es una parte sujeta a todo tipo de presiones y experimentos que dictaminarán su futuro. Tras unos miles o millones de años bien podrían brotar algunos dientes, aunque el origen genético y embriológico de estas estructuras aún es muy disputado. Un poco después podría alojar una lengua, que surgió en su forma más o menos moderna en los primeros anfibios. Un día será sometida a selección sexual. Otro, matará a mil hombres o será un instrumento de percusión. Es un suéter sobre otro que va ganando y perdiendo funciones conforme cambian las eras geológicas, las recetas genéticas y los entornos, y se tira la suerte. 440 millones de años después servirá para fabricar monstruos una vez más.
Imagen de portada: Yue Minjun, Era of Hero No. 1, 2005. © Yue Minjun