El pasado 27 de junio en Nanterre, Francia, un hombre de 17 años murió a causa de un balazo en los suburbios parisinos. El joven franco-argelino, de nombre Nahel Merzouk, intentaba escapar de un control policial cuando uno de los agentes le disparó. El ministro del Interior, Gérald Darmanin, no tardó en declarar que el policía era inocente y alegó legítima defensa, pero la escena fue filmada y las imágenes, que circularon ampliamente en redes sociales, mostraron que esa versión era falsa. La cólera justificada que se apoderó de la juventud de los suburbios desembocó en violencia y vandalización de edificios públicos. Los disturbios, que en ese momento arrasaron las zonas urbanas desfavorecidas, provocaron daños particularmente cuantiosos —valorados en mil millones de euros—, alrededor de 6 mil coches incendiados, 723 policías heridos, casi 350 detenciones y dos muertos.
El siguiente balance es más aterrador. Estando en París durante esos días, pude constatar que la violencia no afectaba en nada la vida cotidiana del centro de la ciudad. Si acaso, se escuchaba de vez en cuando la sirena de alguna patrulla con prisa por llegar a apoyar a sus compañeros en apuros en las afueras de la capital. Este desfase es el signo de la famosa “fractura social”: sociedades herméticas viviendo en territorios colindantes, sin mezclarse ni verse, o casi.
Este no es un hecho aislado. Forma parte de una serie de rebeliones desatadas casi siempre por el abuso de poder de algún policía. La lista es larga. Por un lado, en la sociedad francesa se han multiplicado, desde hace años, los movimientos de oposición y las manifestaciones, a veces espontáneas, que reflejan el constante malestar social en consonancia con el legado de una extensa historia de luchas de reivindicación. Por otro, lo que observamos con la muerte del joven franco-argelino es un escenario que tristemente se ha repetido desde hace más de cuarenta años.
Estas revueltas urbanas causadas por “errores” policiacos comenzaron en 1979 en Vaulx-en-Velin, cerca de Lyon. Ahí presenciamos por primera vez la lucha de jóvenes sin empleo ni esperanza de encontrarlo, rechazados por el racismo presente en todas las capas de la sociedad francesa, envueltos en una atmósfera de odio y rozando el mundo de las drogas, que se toparon con una organización social implacable que a menudo los condena por adelantado. Antes de Nahel, el ejemplo más emblemático de estas injusticias fue Adama Traoré, quien apareció muerto en una comisaría en 2005 luego de sentirse “indispuesto”, como lo declaró torpemente el portavoz de la policía. Ese mismo año, calculadora y oportunistamente, el ministro del Interior —que pronto se convertiría en presidente de la república—, Nicolas Sarkozy, declaró en La Courneuve, una zona al noreste del centro de París, que “hay que limpiar las urbanizaciones con una Kärcher”. En otra ocasión, en Argenteuil, dijo: “¿Ya están hartos de esta gentuza? No se preocupen, nos vamos a deshacer de ella”. Estas palabras reforzaron el prejuicio ya bien consolidado sobre estos jóvenes, a menudo sometidos y humillados por una institución de seguridad cuyo racismo y desprecio es evidente. Por su parte, los jóvenes muestran su enojo contra un sistema que no cumple sus promesas: en la escuela aprenden valores como el respeto, la democracia y la dignidad, y después se enfrentan a una sociedad que no los pone verdaderamente en práctica, que no es para ellos.
De hecho, esta sociedad, que presume supuestos avances, está marcada por crisis profundas. Hablamos de la misma que tuvo como protagonistas a los llamados “chalecos amarillos” en 2018. El alza de los precios de la gasolina arrojó a la calle a un sector de la población que, aunque no es el más desfavorecido, con el más mínimo desequilibrio ve afectada su economía. El movimiento de los chalecos amarillos empezó con un grupo específico que tomó algunas carreteras y glorietas en la capital, y luego se extendió a toda Francia. Los disturbios fueron degenerándose y dieron lugar al vandalismo, a menudo provocado por grupos en busca de confrontación, los black blocs, quienes gozaron de la simpatía de un sector de la sociedad que aprobaba esta forma de oposición virulenta. La respuesta del Estado se basó en la represión, y las fuerzas policiales no dudaron en hacer uso de la brutalidad, a pesar de la condena de múltiples organismos internacionales. La dificultad para llegar a negociaciones se debía a la ausencia de cohesión y liderazgo en el movimiento, organizado horizontalmente y sin una jerarquía real. Era bastante complejo controlar a esos manifestantes. Incluso se intentó establecer foros para entablar un diálogo con la sociedad. No obstante, la calma regresó más por causa de la llegada del COVID-19 que por las medidas adoptadas, que incluyeron la cancelación del alza de los precios de la gasolina y la organización de un “gran debate nacional” que permitió poner sobre la mesa problemas importantes. Aunque pocas decisiones concretas salieron de ahí.
Existió otro gran movimiento en los últimos años: la serie de manifestaciones organizadas en 2023 por un conjunto de sindicatos con el objetivo de anular una ley que retrasaba la edad de jubilación. Sabemos que este tema —junto al de la reforma educativa— es sumamente delicado para la opinión pública, que siempre está lista para rebelarse cuando algún gobierno intenta llevar a cabo políticas que le afectan. Decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas se manifestaron, pero el Estado no cejó y la nueva ley fue aprobada por decreto. Llama la atención que esta se anunció como parte del programa conservador y neoliberal del presidente reelecto Emmanuel Macron, por lo que no podemos hablar de sorpresa o mentira. Sin embargo, la mayoría de los franceses no votaron por él porque les gustara su programa, sino como rechazo a las otras propuestas políticas. La debilidad del poder es una de las causas de estos movimientos; el discurso oficial resulta incapaz de suscitar el apoyo de la población y mucho menos su entusiasmo.
La yuxtaposición de estas sublevaciones —las organizadas por los sindicatos en lo que concierne a las pensiones, y las espontáneas y violentas que surgen como reacción ante la humillación permanente, de la que el asesinato de Nahel es solo la punta del iceberg— muestra señas muy particulares. Como advierte el sociólogo Michel Wieviorka, podemos relacionar las luchas sindicales con la herencia de un mundo obrero e industrial, mientras que las sublevaciones provienen de un universo postindustrial. Estas insurrecciones carecen de jerarquías, de cohesión y de programas, lo que dificulta su control. Se puede negociar con representantes sindicales —aunque esto no lleve a nada—, pero es imposible hacerlo con jóvenes rebeldes cuyo único objetivo es romper y destruir. De esta manera, nuestra época se caracteriza por el surgimiento de una nueva forma de organización social: el mundo postindustrial en donde los empleos están en el área de los servicios, las comunicaciones y lo digital, caracterizado por una brecha social cada vez más grande, lejos de la época industrial caracterizada por el mundo obrero y campesino, sindicalizado y reivindicativo. Las marchas sindicales contra la reforma de las pensiones tenían un aspecto crepuscular, como si viéramos apagarse los últimos fuegos de una tradición ligada al pasado. En cambio, las revueltas en los suburbios fueron un indicador de que esta clase de disturbios se multiplicaría.
Esto se debe, ante todo, a la pérdida de confianza de estos sectores de la población en el Estado y los partidos políticos. Las posturas de estos últimos lo ilustran muy bien: la derecha y la extrema derecha están unidas para apoyar de manera ciega e incondicional a la policía. Y la izquierda, la más radical, se niega, según su portavoz y líder Jean-Luc Mélenchon, a condenar la violencia. He aquí un claro ejemplo de por qué se hace imposible dialogar. El jefe de Estado, durante un discurso televisivo en el que habló del asesinato de Nahel, escogió utilizar las palabras “inexcusable” e “inexplicable”, como si el acto de asesinar estuviera más allá de lo justificable y, sobre todo, más allá de cualquier posibilidad de entendimiento, lo que lo pondría por encima del sistema de justicia para proteger, una vez más, a las fuerzas del orden público. Como digno representante del mundo postindustrial detesta a los intermediarios (sindicatos, partidos políticos y asociaciones) y se siente muy cómodo cuando lo increpa de manera frontal un sector de la población al que de alguna manera menosprecia. Por supuesto, como a propósito para alentar los disturbios, el discurso mediático está profundamente atravesado por un populismo que culpabiliza a los jóvenes de los suburbios y siempre está dispuesto a señalar los destrozos sin hacerse la pregunta de fondo: ¿Qué los lleva a actuar de esa manera?
Estas revueltas se parecen más a las jacqueries, como se les llamó a las revueltas campesinas de la Edad Media, que a las protestas de los movimientos obreros que marcaron los dos últimos siglos. Impulsadas por el desprecio y la represión que ejerce El Poder, parece que se impondrán cada vez con más frecuencia. Son la forma de lucha del siglo XXI.
Imagen de portada: Violencia urbana en Planoise tras el homicidio de Nahel Merzouk, 2023. Fotografía de ©Toufik de Planoise