El corazón tiene razones

Ritmo / dossier / Mayo de 2019

Maia F. Miret

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¿Y ordenas, Floris, que en tu llama ardiente quede en muda ceniza desatado mi corazón sensible y animado, víctima de tus aras obediente?


No fue Quevedo el único. Todos los vertebrados poseemos un corazón sensible y animado, e incluso animales relativamente sencillos como las lombrices o las medusas tienen sus propias versiones de corazoncitos que hacen el trabajo de empujar fluidos por aquí y por allá. Por más comunes que sean hoy, sólo podemos inferir la historia de los corazones con ayuda de animales vivos y de ciertos fósiles, aunque estamos bastante seguros de que evolucionaron hace muchos millones de años a partir de una especie basal, el ancestro de todos los animales con columna vertebral, que debió tener un órgano contráctil y muscular que por primera vez hizo las veces de bomba. (Curiosamente, aunque cada vez entendemos mejor el origen embriológico y evolutivo del corazón, sigue habiendo creacionistas que aseveran que es una de varias estructuras “inevolucionables”, atenazados por su celo y por su falta de imaginación.) Los primeros corazones complejos del reino animal son los de los peces, con cuatro protocámaras dispuestas en forma secuencial (en serie, digamos, y no en paralelo). Los anfibios innovaron a su manera con un corazón de tres cámaras que complementan respirando por la piel, y reptiles como las tortugas lo hicieron a la suya, con tres y media cámaras que funcionan bien para sus existencias parsimoniosas. Otros reptiles tienen corazones muy parecidos a los de los mamíferos, y para terminar las aves y nosotros compartimos la eficiente arquitectura de aurículas, ventrículos y válvulas que debimos memorizar en primaria y que nos permite tener un ritmo de vida muy activo y exigente en términos energéticos. Pero para toda esta historia y complejidad, el corazón comienza humildemente. A las tres semanas de concebido un embrión humano no parece gran cosa: es una estructura alargada semejante a una oruga, con un abultamiento en la que será la cabeza y una estructura simétrica que parece (y es) una cola. Más que rasgos anatómicos (¡no se puede pedir mucho a una criatura que hace apenas horas no eran sino dos células separadas!) en este diminuto amasijo hay regiones, grupos de células que empiezan a cambiar y a hablar entre ellas según un plan al mismo tiempo genético y posicional. Son los precursores de los precursores, que combinarán esfuerzos para dar origen al cerebro y al corazón, a la piel, las vísceras, el sistema nervioso.

Ilustración de Paulo Mascagni, Anatomia Universa, 1823. Fuente: Wellcome Collection. CC BY

Pero que la anatomía no cobre aún un papel estelar resulta irrelevante. Es como el ensayo de un espectáculo musical: para el observador ajeno a sus intríngulis todo es un ir y venir de tramoyistas y un gritar de instrucciones, pero cada quien tiene una idea más o menos clara de qué está pasando y de qué le toca hacer. En el embrión ocurre algo parecido: un frenesí de señales químicas y de interacciones físicas entre células está probando vestuarios y mandando a todos hacia sus marcas en preparación para el momento en que el esfuerzo cobre sentido. Por este entonces se forman dos estructuras que casi no se distinguen del resto del elenco. Se llaman tubos endocardiales, y como tantas cosas en el cuerpo se desarrollan uno en cada mitad, situados en espejo. Pero no por mucho tiempo. Una semana después se han fusionado para formar otro tubo rudimentario cuya forma no traiciona en absoluto su propósito futuro. Si se observa de cerca puede detectarse una actividad equivalente a la del electrocardiograma de un adulto: antes de que podamos reconocerlo como un corazón, este órgano incansable ya tiene inscrita su música eléctrica en cada una de sus células. En este tubo, que por el momento cumple su función latiendo con un sencillo ritmo peristáltico, como el del esófago o los intestinos, pronto emergerán cinco estructuras rudimentarias que se dividirán y fusionarán siguiendo la lógica del desarrollo embriológico y evolutivo para dar paso al órgano maduro y a su curioso paso sincopado. La estructura del corazón es muy compleja; si se lo compara con un riñón o un hígado, o incluso un estómago, uno casi entiende por qué los creacionistas están empeñados en demostrar que sólo puede ser producto del diseño divino. Tiene zonas fibrosas y lisas, válvulas, músculos, aberturas, venas, arterias y tendones. Y esto es lo que se puede ver a simple vista: dentro del miocardio, el músculo del corazón que hace el trabajo pesado de comprimir el saco carnoso y poner todo en movimiento, hay una región que no está delimitada por ningún rasgo anatómico evidente. Ahí, embebido en el resto del tejido, se encuentra el nodo sinoauricular, la región (ya no futura sino presente) responsable de iniciar la descarga eléctrica que dará origen a la cascada de acontecimientos que termina, cada una, en un nuevo latido. Se llama el marcapasos. A diferencia de otras células del cuerpo, las del nodo sinoauricular no pueden parar ni por un instante. Es por eso que tienen un grado de autonomía que las distingue, por ejemplo, de las células del páncreas, siempre atentas a su medio para saber si toca producir insulina, o las inmunitarias, que reaccionan al entorno químico de la sangre y a la presencia de enemigos reales o imaginarios. No, ellas hacen lo suyo: sin importar lo que suceda afuera están programadas para permitir que los iones de sodio y de calcio del medio intracelular entren por su membrana y carguen su batería. Al alcanzar un umbral bien definido se precipita una descarga eléctrica que se propaga de célula en célula hasta que todo el corazón se comprime al unísono. Entonces, e igualmente importante, se descargan también por su cuenta y sin ayuda de nadie y quedan listas para hacerlo otra vez. Ni siquiera tienen una fase de reposo, un respiro: en el instante en el que termina una fase comienza la siguiente. Este mecanismo es tan antiguo y tan fundamental que no está de más tener algo de redundancia. Hace poco más de un año se descubrió que cuando falla el cuerpo principal de esta región entran en acción dos respaldos en la “cabeza” y la “cola” del nodo. No funcionan con tanta eficiencia como las células dedicadas y mantienen un ritmo menor, pero evitan que ocurra un fallo cardiaco catastrófico. Los anatomistas llevan siglos describiendo corazones (y asignándole tareas como la de producir calor, ser la sede el alma o ser el origen de los nervios), pero aún estamos desarrollando las herramientas para poder observar los detalles microanatómicos y fisiológicos más finos. En todo el sistema opera una curiosa tensión entre la autonomía y la colaboración. Sí, es verdad que estas células trabajan por su cuenta para producir el ritmo cardiaco; lo hacen cuando se las aísla en una caja de Petri e incluso comienzan a latir las que se crean en el laboratorio a partir de células madre (aunque es muy difícil conseguir que lo hagan a un paso constante). Pero sería un desperdicio tener un órgano tan versátil y eficiente y dejarlo trabajar siempre en segunda, aislado de los múltiples acontecimientos del cuerpo a los que les viene bien reclutar su ayuda. De manera que para responder a esas exigencias orgánicas el nodo requiere información. Las rutas de suministro de esta información son dos juegos de nervios que excitan la actividad de las células por un lado, y la inhiben por el otro. La rama nerviosa que exige prudencia (en particular el nervio vago, un componente del sistema parasimpático) se origina en una región profunda del cerebro. La otra, la que incita a la acción, se crea en la médula espinal, a la altura del tórax, y forma parte del sistema simpático. Juntos, los dos sistemas mantienen el corazón al paso, latiendo entre 60 y 100 veces por minuto, si está en reposo. Como se acelera fácilmente de dejarlo a su aire, porque las respuestas más útiles para sobrevivir tienden a ser las que requieren más oxígeno y no menos, la prudencia es la que debe privar en situaciones normales, y por eso la inhibición es un poquito más dominante. Para hacer su trabajo, el sistema simpático y el parasimpático recogen datos de receptores especiales sembrados en células de todo el cuerpo que les informan sobre nuestra postura, la presión que el continuo bombeo ejerce sobre nuestros vasos, el estado químico de nuestra sangre, la presión y el estiramiento que le exigimos a nuestros músculos y vasos. Entonces, mediante su dotación de neurotransmisores, las neuronas entretejidas en el tejido cardiaco se ocupan de aumentar la frecuencia de las descargas cuando empezamos a correr, o nos sentimos sofocados o nos ponemos de pie tras permanecer demasiado tiempo sentados en nuestra silla, y de ralentizarla cuando la necesidad de oxígeno extra ha pasado. Pero claro que hay más cosas que lanzan nuestro corazón a un loco galope. Garcilaso lo sabía bien:

En tanto que de rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto, y que vuestro mirar ardiente, honesto, enciende al corazón y lo refrena.

Igual que otras respuestas autónomas como el rubor, la sudoración o la excitación sexual, las cuales pueden ocurrir en forma inopinada en medio de una junta o mientras cortamos cebolla, la información que enciende y refrena nuestro corazón no se limita a nuestro estado químico o mecánico o eléctrico, sino también al estado de la mente, ese otro mundito de nuestro cuerpo que en rigor también es químico, mecánico y eléctrico. Y eso es porque los nervios del sistema parasimpático (los inhibidores) están conectados con el sistema límbico, una serie de estructuras bastante primitivas de nuestro cerebro que tienen que ver con la motivación, el olfato, la reacción de huir o pelear, y también con las emociones viscerales. El sistema límbico le quita las bridas al corazón con el fin de que esté listo para enfrentar situaciones de estrés (benévolo, como ver pasar a cierta persona o aciago, como ver pasar a esa otra persona) y ni nos pregunta.

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Hasta ahora hemos hablado del corazón y de su marcapasos como si se tratara de un tejido cualquiera, un cúmulo de células del mismo tipo que trabajan juntas y hacen lo mismo. Y en rigor lo es: cada célula cardiaca tiene un núcleo (a veces dos) y un montón de mitocondrias, las productoras de energía, que le permiten sostener su ritmo incansable. Pero si se observa con cuidado, la individualidad deja de estar tan clara; vistas bajo el microscopio las células del músculo cardiaco tienen forma de ramas, imbricadas íntimamente unas con otras, y es difícil decir dónde comienza y termina cualquiera de ellas. Esta relativa disolución de la identidad en pro de la sincronía es la razón por la que pueden clasificarse para todo fin práctico como un sincitio, una sola gran célula fusionada con muchos núcleos. Dos sincitios, en realidad, uno auricular y uno ventricular, cada uno haciendo su trabajo al unísono en la parte superior e inferior del corazón. No siempre es así. Cuando las señales que las rodean le ordenan por primera vez a sus precursoras que se conviertan en células cardiacas, cada una late a su ritmo dentro del embrión en crecimiento, unas más rápido, otras más lento. Pero cuando comienzan a proliferar, a dividirse y a organizarse en láminas y estructuras, las membranas se abren y permiten que sus citoplasmas se conecten en un abrazo tan íntimo que durante mucho tiempo se pensó que al nacer se clausuraba definitivamente la división celular. Así, que el corazón crezca tras el nacimiento se explicaría únicamente por el aumento de tamaño de las células mismas, no por su multiplicación. Hoy sabemos que esto no es cierto: hay cierta tasa de recambio a lo largo de la vida, pero es muy pequeña si la comparamos con otros tipos de células de vida corta o media: en total menos de la mitad de las células cardiacas con las que nacemos se renueva en algún momento. Es por eso que resulta tan difícil recuperarse de lesiones cardiacas y la razón por la cual casi toda la investigación en la génesis y el desarrollo de esta clase de células se concentra en la posibilidad de injertar nuevas o estimular a las viejas para que crezcan y se multipliquen. Un enfoque complementario es la impresión en 3D de corazones nuevos hechos de una matriz orgánica infundida de precursores de células cardiacas que, en las condiciones correctas, deberían diferenciarse en todos los tipos de células que existen en el corazón (muchas más que las del músculo, en las que nos hemos concentrado hasta ahora) y comenzar a latir. Es un proyecto para el futuro. En última instancia siempre quedan marcapasos (nos enteramos hace poco que pertenecen a la categoría de dispositivos hackeables), transplantes de corazón y corazones artificiales, de los cuales el más curioso, aunque no el más popular, es el corazón de flujo continuo que inventaron dos médicos de nombre Cohn y Frazier. Su diseño, más duradero y pequeño que el de otros corazones artificiales que se apegan al programa de las válvulas y las contracciones, funciona mediante una turbina que envía un torrente continuo de sangre por todo el cuerpo de los pacientes. Una de las consecuencias más desconcertantes del corazón de flujo continuo fue que los receptores, incontrovertiblemente vivos tras la operación, carecían de un atributo tan esencial para la vida humana que es su sinécdoque: pulso. En los pacientes con corazones naturales (y pulso) el ritmo normal de las descargas eléctricas del marcapasos está determinado en buena medida por los genes, que fijan la velocidad de disparo del nodo sinoaricular y la forma en la que el sistema nervioso lo mantiene a raya. La velocidad base cambia de persona a persona, y dramáticamente también según la edad y el tamaño. En un recién nacido, por ejemplo, el ritmo normal mínimo es igual al máximo de un adulto. Esto se explica en parte por las necesidades energéticas de un bebé, que debe alimentar todos sus tejidos de oxígeno a una velocidad extraordinaria para crecer como lo hace, pero también por la relación entre la superficie y el volumen: un cuerpo pequeño tiene proporcionalmente más superficie de piel que volumen de músculos y órganos que uno más grande, y esto provoca que pierda calor mucho más rápido. El organismo tiene que compensar con una aceleración metabólica, y para ello el corazón debe latir más rápido para proveer de oxígeno a los hornos celulares que producen ese calor. Y no ocurre sólo en los humanos: los animales pequeños suelen tener ritmos más elevados que los grandes. Un hámster palpita a la vertiginosa velocidad de 450 latidos por minuto, y una ballena azul, a 6. Existen otras variables, como el plan corporal; el corazón de una jirafa, uno de los animales más grandes del mundo, debe latir 150 veces por minuto para contrarrestar el efecto de la gravedad.

Leonardo da Vinci, Un bosquecillo de árboles, 1508

El ritmo cardiaco es un rasgo antiquísimo, definitorio. Aunque cambia transitoriamente al contemplar el retrato de esa persona (o de aquella otra), al ver una película de terror o tras tomar sustancias estimulantes o sedantes como el café o el alcohol, el cuerpo pronto vuelve a dominar la taquicardia o su inverso, la bradicardia, y a imponer la homeostasis; no tenemos forma de influir conscientemente sobre nuestros corazones. Hay quien dice que los profesionales del tiro con arco pueden extender el tiempo que transcurre entre dos latidos para hacer en ese momento su disparo, pero probablemente ocurre gracias al control de la respiración y no a un dominio sobre el sistema nervioso autónomo. Lo cierto es que sí hay una forma de modificar nuestro corazón que requiere una gran fuerza de voluntad, pero también mucho ejercicio: los atletas, en particular los que practican deportes de resistencia, desarrollan corazones con ventrículos más grandes, mayor masa muscular y paredes cardiacas más anchas. Algunos de estos atletas pueden tener en reposo un latido bajísimo, de entre 40 y 60 pulsaciones por minuto, condición que puede confundirse con un defecto cardiaco y que de hecho los doctores llaman, inútilmente porque no es una enfermedad, síndrome del corazón de atleta. Inútil, como digo, porque ya sea alegre, inadvertido y confiado como el de Quevedo, o tierno y blando como el de Garcilaso, todos, hasta aquéllos sin pulso, sufrimos también del corazón.


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Escucha el Bonus track de Maia F. Miret, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Hilma af Klint, The Ten Largest, No. 9, 1907