Las personas esclavizadas, como la ropa y los objetos de madera, como las flores de los jardines colgantes, no dejan rastro. Se los traga la historia y no dejan más que una huella accidental en algún libro de cuentas de un subastador o alguna covacha que por casualidad se ha mantenido en pie. Las personas esclavizadas, como los objetos, sólo valen mientras existen, corpóreos: un esclavo enfermo, mutilado o moribundo no sirve de nada. Son un casco vacío, una reducción ad corpum que en cuanto deja de estar no sólo deja de existir, sino que nunca lo hizo. ¿Cómo es posible contar la historia de alguien así? Nada de lo que podamos decir de la vida de Marie-Cessette es cierto o todo es cierto: ésta es una biografía conjetural de alguien que sólo dejó rastro porque, sin querer (y quizá sin saberlo), tuvo un nieto famoso. Detengámonos en una isla del Caribe hace casi trescientos años. Digamos que está por caer la noche: se oyen grillos, muchísimos grillos, y ranas. También el canto alborotado, ensordecedor, de los pájaros, aunque poco a poco todo se va apagando y queda sólo el silencio pesado de una plantación de café entre las montañas de lo que hoy es Haití (aunque aún nadie lo sabía: todavía vivían en la colonia francesa de Saint-Domingue). El calor y la humedad han cedido. Digamos también que hay luna llena y todo está bañado en una luz tenue que deja ver las plantas que crecen junto a la casa; imaginemos que son flores y dan un aire perfumado. Estamos junto a una cabañita de madera, que a su vez está junto a muchas cabañitas más. La luz de la luna, las flores, los grillos: todos se van colando por las rendijas. ¿Qué más se oye? Afuera, el ladrar de los perros. Adentro, porque sabemos que el ser humano tiene la maravillosa capacidad de encontrar alegría donde sea, supongamos que se oye cantar. Se oyen canciones en los distintos idiomas del oeste de África. Probablemente se escuchan llantos: el llanto del que ha perdido un brazo, el llanto de los recién llegados, llantos que se mezclan con el dolor cotidiano del niño que empieza a descubrir las injusticias del mundo. Ante tanta desolación quedan pocos consuelos: démosles flores de zobo (que ha llegado a México con su nombre de trata de esclavos: Jamaica), cultivadas a escondidas no porque sean una amenaza para nadie sino porque los humanos somos mezquinos y el capataz arrancaría cualquier cosa que dé consuelo. ¿Qué tiene Marie-Cessette? Tiene a sus tres hijos, dos niñas y un niño; tiene las canciones que su madre le cantaba; los cuentos que le contaban a ella de niña; tiene su lengua madre y el creole que ha aprendido. Tiene recuerdos, ahora nebulosos. Tiene ese nombre, Cessette, que quizá es el afrancesamiento de un nombre real.
¿Dónde pasa ella la noche? Quizá en la casa grande, con ventanas donde corre la brisa y se huelen las flores, sobre una cama con las mismas sábanas que ella lava. Quizá regresa —la regresan— a las cabañas de los esclavos domésticos, de donde la arrancan cuando el amo la pide para cumplir otra de sus labores de cuerpo, quizá al volver se reencuentra con sus hijos, tiene por lo menos tres, producto del dueño, Alexandre Antoine Davy de la Pailleterie, pero no deberíamos suponer que no tuvo más. Quizá Marie-Cessette puede enterrarlo todo: los recuerdos del paso transatlántico y el horror de convivir con su agresor; y gracias a una gran capacidad de disociación cognitiva, sus hijos la recordarán como una mujer alegre. Quizá el amo entienda esta relación forzada como cariño y le haya hecho algún regalo. Quizá, junto con el apellido impuesto de Dumas (en francés “de la casa”: du mas), Marie-Cessette también tiene algún tipo de ventaja frente a las demás mujeres esclavizadas. El gusto, si es que lo hay, le durará poco: cuando su hijo tiene doce o trece años, su padre, el dueño de la hacienda cafetalera, necesitado de dinero para regresar a Francia a pelear el título familiar, lo vende todo: la casa, la plantación, a los esclavos, a la mujer Marie-Cessette y a los tres hijos que tuvo con ella. ¿Qué habrá sido de Marie-Cessette y sus amigos, sus tres o cuatro cosas, sus flores de Jamaica cultivadas a escondidas, sus hijos? ¿Se habrán mantenido juntos? Un año después el hijo varón desaparece. No sabemos qué sucedió con Marie-Cessette ni con sus hijas. Ese hijo, ya de catorce años, se fue de Saint-Domingue para no regresar nunca (ni siquiera en forma de estatua). ¿Marie-Cessette se habrá despedido de Thomas-Alexandre o se lo habrán arrancado sin más? ¿Habrá desaparecido un día de una plantación vecina y a su madre sólo le llegaron rumores? Thomas-Alexandre va a Francia, donde su padre, ahora marqués, lo compra y lo reconoce como suyo, aunque nunca llega a adoptarlo. Años más tarde el marqués se pelea con su hijo y éste se anota en el ejército con el apellido materno. Thomas-Alexandre Dumas se convertirá en un general importantísimo en las guerras napoleónicas. ¿Pero qué de esto sabrá Marie-Cessette? ¿Podrá escribirle Thomas-Alexandre cartas, las podrá recibir y descifrar ella? En todos los años que el marqués mantuvo a Thomas-Alexandre como dandy en París, ¿qué tanto pensaba él en su madre? ¿Quiso guardar dinero, mandarla traer como lo hiciera su padre con él? ¿Pensó en sus hermanas? ¿O quizá el dolor de su realidad, de ser otro, la vergüenza de que su madre fuera una mujer esclavizada, le hacían enterrar todo el cariño que pudiera tenerle en lo más profundo de su negro pecho? El marqués tiene la suerte de morir antes de que estalle la Revolución (aunque, por las fechas de muerte, parece que algunos de sus sobrinos sí pasaron por Madamme la Guillotine). Thomas-Alexandre comienza a ascender en el ejército, se casa, tiene hijas, se va a Egipto con Napoleón, pelea contra él, intenta regresar a Francia y lo capturan en Nápoles. Por fin vuelve a Villers-Cotterêts y tiene a su último hijo, un niño con el pelo negro y rizado, alto y bien parecido como su padre, con ojos azules. Le ponen, en honor al general, Alexandre, y el niño conservará los dos apellidos paternos hasta decidirse —años después y como apuesta política por un apellido que no fuera nobiliario— a tomar el nombre de su abuela, y así firmará todas sus obras: Alexandre Dumas.
¿Qué de esto supo Marie-Cessette? Quizá vivió lo suficiente como para que la salvara la guerra de independencia de Haití y quizá se pudo reencontrar con sus hijas. Quizá terminó viviendo en una casa propia, cultivando Jamaica y cantando a todo pulmón en la lengua de su infancia, ahora sin miedo. Quizá extrañaba a su hijo o quizá lo dio por perdido. ¿Supo que llegó a ser un general importante? Cuando oía de Napoleón, ¿sabía que también eran noticias de su hijo?
No sabemos cuándo nació Marie-Cessette. Las fechas que le asigna Wikipedia, tanto de nacimiento como de muerte, son las de su amo el marqués. Podemos conjeturar que si Thomas-Alexandre nació en 1762, ella tendría unos veinte años. Es muy probable que Marie-Cessette haya sobrevivido a su hijo, que murió de cáncer en 1806, ¿pero dónde estaba ella cuando su nieto arribó a París para hacerse escritor, en 1823? Si nació en 1740, ¿habrá llegado a oír de aquel escritor francés que se volvía famosísimo para 1830? ¿Sabrían sus dos hijas, las tías de Dumas, que el autor de El conde de Montecristo era su pariente?
Marie-Cessette nunca regresó a África. Sin embargo, su hijo Thomas-Alexandre fue al continente, convertido en un gigante mítico, llegó a una África que ella no reconocería, al desierto y las pirámides y el árabe egipcio. Su nieto, también gigantesco, también mítico, viajó a Argelia: ambos, uno como soldado, otro como agregado cultural, fueron enviados a ese continente por el mismo país que la secuestró a ella. ¿Habrá recordado algo de la lengua de su madre Thomas-Alexandre cuando pisó la tierra? ¿Y qué le pudo heredar a su hijo Alexandre? Quizá antes de morir, cuando el futuro escritor apenas tenía cuatro años, el general lo arrulló con alguna canción de cuna desenterrada, quién sabe cómo, de sus recuerdos de infancia.
No sabemos nada de Marie-Cessette Dumas, excepto que existió. Y sólo sabemos esto porque su información genética dejó algún rastro. Hay una teoría que propone que el trauma sufrido por un padre se convierte en información genética. La hipótesis señala que este fenómeno afecta los genes, pero si ya hemos imaginado tanto sobre Marie-Cessette, ¿por qué no imaginar que no sólo el trauma, sino también los anhelos se heredan, implantados en una memoria primigenia?
Alexandre Dumas escribió muchísimo, tanto que lo acusaron de tener escritores fantasma (llamados “negros”) que escribían lo que él firmaba. El novelista heredó algunos rasgos de su abuela y, por decisión propia, su apellido. Quizá Marie-Cessette también le heredó, sin que nadie se diera cuenta, el gran anhelo de libertad que se volvió El conde de Montecristo, aquella historia donde el cautivo escapa y castiga a los que condenaron a un pobre inocente a la oscuridad y el olvido. Dejemos a Marie-Cessette como Edmond Dantès al final de la novela: libre, de vuelta a casa: una superviviente cuyo mayor acto de rebeldía es ser feliz.
Imagen de portada: Escenas de trabajo esclavo en una plantación de azúcar, ca. 1800. Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum CC