A la memoria de mi padre, que tal vez lea esta historia sin saber que el autor es su hijo.
¡MORIR ES SÓLO VOLVER A EMPEZAR! —¿Quién ha dicho eso? —pregunté sentándome en mi cama del hospital estrecha, poco elástica, pero confortable a pesar de todo. Respiraba con dificultad. Mi aliento era ronco e intentaba en vano escudriñar las sombras, que parecían dispuestas a cerrarse sobre mí y a engullir el amarillento e insuficiente resplandor de la lámpara del techo, viejo residuo de un plan para economizar. —¿Quién ha dicho qué? —preguntó la enfermera en voz baja. Al mismo tiempo, me enjugó la frente y reajustó la odiosa sonda de oxígeno cuidadosamente hundida en mi fosa nasal derecha. —Seguramente tiene razón… —murmuré, pensando en el teléfono que se encontraba al lado de la cama, a través del cual aún oía resonar la voz de mi hijo… —¿Quién tiene razón? —preguntó la enfermera, que en aquel momento intentaba tomarme el pulso. —Usted… Usted tiene razón… Y debería saberlo… Las enfermeras siempre tienen razón. […] Por fin llegó la total privación de luz y sonido, pero tardé unos instantes en aceptar el hecho científico de mi muerte. A los viejos les gusta discutir y emplear argumentos desconcertantes. He aquí los míos: puesto que aún pensaba, mi cerebro continuaba funcionando y, por consiguiente, la sangre seguía irrigándolo, lo cual probaba a su vez que mi corazón no había dejado de latir. A juzgar por los síntomas, me encontraba en una especie de coma y la muerte sobrevendría inmediatamente. Sólo mucho más tarde, sin embargo, sentí que mi cuerpo estaba verdaderamente muerto, que mi cerebro había dejado de funcionar y que lo que me quedaba, lo que aún desarrollaba cierta actividad, sólo podía ser mi YO, mi alma o, por lo menos, esa parte desconocida de la criatura humana que —según la tradición— no puede perecer. Sí, eso era. ¡Algo que no podía perecer, que jamás perecería! Pero aún más sorprendente resultaba el hecho de que, a pesar de acordarme de razonar, no supiera nada de mi vida anterior. Ignoraba, por ejemplo, si me encontraba en el interior o en el exterior de mi cuerpo. A juzgar por mis últimas sensaciones, tenía el sentimiento —un sentimiento muy desagradable, por cierto— de que yo… mi yo estaba precisamente en el centro de la cabeza, seguramente en la hipófisis. De ser así, tardaría no varios meses sino varios años en conseguir liberarme, a menos que algún doctor inteligente pidiera una autopsia. Esta posibilidad, sin embargo, era más que hipotética en la clínica donde mis hijos me habían instalado para morir. Suponía, por el contrario, que estarían tratando mi cadáver por todo lo alto y que tal vez, incluso, lo habrían llevado a un depósito de lujo, dotado con un mágico refrigerador que ronronearía agradablemente. ¿O me habrían enterrado ya? Ninguna sensación, ninguna forma de medir el tiempo, eso era lo espantoso. ¿Cómo podía averiguar si llevaba muerto diez minutos, diez días o diez años? Me quedaba, naturalmente, el recurso de contar diez segundos, e incluso uno o dos minutos, con los dedos, pero no podía hacer esto todo el tiempo. Intenté darme miedo. Estaba encerrado en una prisión totalmente oscura y silenciosa, sin poder dormir nunca, ni moverme, ni hacer las cosas que en otro tiempo hacía, y al lado —por añadidura— de una sola y siniestra compañera: la eternidad. Por desgracia, es absolutamente imposible asustarse sin un corazón enloquecido por la adrenalina, sin una boca para gritar de terror, sin unos ojos que puedan desencajarse y unas uñas que nos arañen las mejillas. ¡Si al menos pudiera dormir! De todas formas, no había que contar con el olvido. Intenté contar corderos, poco a poco, sin apresurarme. Llegué a contar millones, lo que en cierto modo venía a constituir una especie de olvido, pero mi alma, o mi yo, se habituó rápidamente a pensar en otras cosas, sin por ello dejar de pasar revista mental a más corderos de los que Noé o Australia hubieran sido capaces de soñar. Después intenté calcular el tiempo transcurrido mientras contaba los endiablados animales, la cosa merecía la pena porque —sin detenerme nunca— había alcanzado la sorprendente cifra de novecientos noventa y ocho millones de corderos, a todos los cuales imaginé vivitos y coleando en el interior de su lana y a los que hice saltar, de uno en uno, por encima de una valla inundada de sol. Rara vez saltaron dos al tiempo y, calculando a simple vista, cada salto duraba por lo menos un segundo. Eso hacía un ritmo de sesenta corderos al minuto, de tres mil seiscientos corderos a la hora y de ochenta y seis mil cuatrocientos corderos al día. Un millón de corderos suponía, por tanto, casi doce jornadas de trabajo, y mil millones, cifra que prácticamente había alcanzado, alrededor de doce mil jornadas. A trescientos sesenta y cinco días por año, resultaba… ¡Gran Dios! ¡Casi treinta años! ¡Tres veces diez años! Einstein acudió en mi ayuda. ¿Cómo iba yo a saber si el tiempo asignado a cada salto —un segundo— tenía la menor relación con un segundo GMT? En medio de aquella total soledad, lo mismo hubiera podido pensar que un cordero tardaba en saltar una milésima, una millonésima o incluso una milmillonésima de segundo.
Evidentemente, me hallaba ante una terrible alternativa: la de encontrar otra ocupación o la de volverme loco… ¡Y mira por dónde acababa de tener una maravillosa ocurrencia! ¿No era la locura una de las formas del olvido? También ahí, sin embargo, mi fracaso fue completo. ¿Cómo puede uno volverse loco sin un cerebro que se nuble, sin unos nervios que flaqueen, sin un cuerpo que se estremezca y solloce, sin una boca que se llene de espuma y empiece a delirar? Es absolutamente imposible. Una especie de extraña duermevela, mientras contaba los corderos, fue lo más aproximado al acto de dormir o a los verdaderos sueños que pude conseguir. ¡Habría sido tan refrescante un sueño verdadero! Los sueños están siempre llenos de cosas inesperadas. Constituyen una de las formas más genuinas de la vida, una distracción que cada ser humano se ofrece involuntariamente a sí mismo. En cuanto a mí, no sólo estaba obligado a producir, a fabricar hasta el más insignificante de mis pensamientos o de mis representaciones, sino que debía prolongar esa fabricación ininterrumpidamente, día y noche, suponiendo que el día y la noche continuaran teniendo algún sentido para mí. ¿Me encontraba bajo tierra? ¿Y, de ser así, desde hacía cuánto tiempo? ¿Se habían adueñado ya los gusanos de mi esqueleto? ¿Qué pasaría cuando llegaran a mi yo interior? Este pensamiento ni me divertía ni me atemorizaba; me producía, simplemente, una vaga curiosidad. ¿Y si me dedicaba a resucitar mi vida anterior? ¿Acaso no hay personas que escriben sus memorias? Todos unos mentirosos, pensé, con Rousseau a la cabeza. Puesto yo que no tenía lectores ni auditores podría disfrutar de los placeres de la autobiografía honesta. Comencé por mis primeros recuerdos e intenté subir hacia atrás, como Jung, Adler o algún otro aconsejaban, pero fue un nuevo fracaso. Para recorrer mi vida parecía necesitar mucho menos tiempo que para contar mil millones de corderos, lo cual equivalía a confesar que no tenía muchas cosas de qué acordarme. Repentinamente recordé que los sacerdotes y las religiosas llegaban a veces al éxtasis por el procedimiento de repetir determinadas plegarias. Como no había olvidado el Padrenuestro, decidí aplicar también este método, añadiendo una oración especialmente compuesta para mi caso personal, que tal vez no lo era tanto como pensaba. Sin duda había centenares, millares de personas, encerradas a mi alrededor. Aunque quedaba la posibilidad de que no me hubiera muerto, estuviera desvanecido, con lo cual, tarde o temprano, terminaría por recobrar mis sentidos o, lo que aún era peor, me despertaría en mi ataúd y me volvería loco en unos minutos. Pero ya había pensado en todo eso, que al fin y al cabo no dejaba de ser agua pasada… La historia me tentó durante cierto tiempo. Allí, encerrado en mi extraña prisión, nadie me molestaría y podría concentrarme como ninguna otra persona hasta entonces lo había hecho. Con lo que sabía de la Revolución Francesa, por ejemplo, tal vez consiguiera resolver el enigma del delfín. Sin embargo, llegué rápidamente a la conclusión de que mis conocimientos de esa parte de la historia de Francia no eran tan extensos como en vida había supuesto, busqué refugio en la pintura. Entre mis antepasados existía un artista célebre y mi hijo menor se ganaba dignamente la vida con el lápiz. No me costó mucho trabajo imaginar paisajes, naturalezas muertas, lienzo, paleta y pinceles, pero fui incapaz de pintar con más talento de lo que lo había hecho en vida. Después recurrí al ajedrez, con poco éxito, porque —a pesar de mis ilimitadas posibilidades de concentración— enseguida perdía el hilo. Por otra parte, y digan lo que digan, no resulta muy divertido jugar solo al ajedrez. Tras esforzarme por recordar todos los libros que había leído (no lo conseguí ni de lejos), me entregué de lleno a revivir los placeres amorosos. Me gustaría que alguien intentara hacer lo mismo, sin cuerpo y sin una gota de sangre en sus inexistentes venas. La idea de comunicarme con otros prisioneros, o con los seres vivos, me atraía mucho, pero no veía forma alguna de conseguirlo. Me pregunté si sería esta comunicación el objeto real de los cenáculos del espiritismo. Entonces me dediqué a imaginar reuniones de este tipo y, para darles mayor veracidad, hice participar en ellas a miembros de mi familia. La cosa, a pesar de todo, no resultó demasiado convincente.
Durante algún tiempo dediqué mis ocios a la transmisión del pensamiento. Pero el único pensamiento que valía la pena de ser transmitido, y la única prueba de éxito, consistía en lograr que alguien me exhumara y abriera mi ataúd precisamente cuando mi alma, mi yo, estuviera a punto de liberarse. ¿Pero tendría entonces, desprovisto de cuerpo, libertad para comunicarme con el mundo que había conocido? Por lo que sabía, ya gozaba de esa libertad. Estaba en el viento y bajo el sol. Y, después de todo, la cosa carecía de importancia. Lo único importante era que tenía conciencia de mí, y sólo de mí, y que me encontraba encerrado en la más perfecta prisión que jamás hubiera inventado el hombre o el mismo Dios. La suerte del ludión en su botella, comparada con la mía, era la suerte de un hombre libre. Siempre cabe pensar en evadirse de un torreón, de un cuarto, de una damajuana o incluso de un ataúd, pero nadie puede evadirse de la nada, de un espacio sin dimensiones, del átomo de un átomo, del antiespacio. Un intelecto (¿qué era yo sino un intelecto?) no tiene posibilidad alguna de abrir túneles. Mi única esperanza de evasión, por tanto, residía en la evasión intelectual. Pero las aplicaciones del intelecto son infinitamente más restringidas de lo que generalmente se cree. Recordar, resolver problemas —o intentarlo—, recomponer el pasado a su manera y examinar todas las oportunidades no aprovechadas, inventar… He ahí todo lo que pude hacer. Inventar, evidentemente, era lo más interesante, y a ello dediqué el más arduo de mis pasatiempos. De esta forma escribí mentalmente una mala novela, cuyo héroe era un imposible prisionero, incapaz de escapar de su cárcel e incapaz también de escapar a su pasado y a él mismo. Después, como un niño, me esforcé en inventar cosas inexistentes, ayudándome de mis conocimientos terrestres: formas, colores y palabras nuevas. Naturalmente, no superé ni a Joyce ni a Picasso. Mayores satisfacciones me produjo la construcción de un puente que unía a Francia e Inglaterra por encima del Canal de la Mancha. Sin ningún conocimiento de arquitectura o ingeniería, me puse animosamente al trabajo, dibujé, tracé planos y llevé a cabo cálculos de todas clases. Cuando las obras estaban bastante avanzadas, me vi obligado a empezar de nuevo, porque no había tenido en cuenta las mareas ni la naturaleza de los suelos en los que iban a asentarse las pilastras de mi puente. Resistí heroicamente la tentación de superar las dificultades por procedimientos mágicos o por intervención de cualquier Superman. Me entregué al proyecto, por el contrario, en alma y vida e incluso realicé personalmente una gran cantidad de trabajos distintos. Un día que actuaba de buzo dejé que mi tubo de oxígeno se rompiera y estuve a punto de ahogarme, pero como mi fin hubiera sido también el del puente me las arreglé para ser salvado en última instancia por un hombre-rana. Aquel puente fue la primera ocupación de la que extraje algún placer real, seguramente porque el espíritu sólo se satisface creando. Me vi, pues, obligado a seguir en esa línea. Así construí un enorme paquebote, que vigilé personalmente hasta el momento de la botadura, y una ciudad entera, con edificios de todas clases, al lado de la cual Brasilia parecía un pueblecito para la experimentación de métodos arquitectónicos y urbanísticos. Con la eternidad por delante y sin perspectiva ni necesidad de reposo pude llevar a cabo todo este ambicioso programa sin hacer trampa conmigo mismo. Tras el éxito del paquebote y de la ciudad, mi ambición no conoció límites y me dediqué a la construcción de una presa gigantesca. Aunque tenía a mi disposición los medios mecánicos más perfeccionados, me cansé muy pronto de derramar tonelada tras tonelada de hormigón. Terminé, sin embargo, la obra, porque no hacerlo me hubiera parecido indigno. Y mientras miraba subir el nivel del agua en la presa —que tardaría cinco años en llenarse, pues el terreno inundado era tan grande que me había visto obligado a sacrificar una ciudad y una docena de pueblos (todo lo cual, naturalmente, fue reconstruido, y mucho mejor, en otra parte)—, una nueva idea se apoderó de mí: ¡la creación de la vida! Para ello tenía que empezar creando una célula y la empresa, con mi escaso bagaje científico, era imposible. Sin embargo, descubrí repentinamente la solución del problema cuando me encontraba en plena ceremonia de inauguración de la presa, con el Secretario General de las Naciones Unidas disponiéndose a recorrer en coche la inmensa muralla de ochocientos metros de anchura… ¡Resultaba fácil, casi infantil! ¡Yo sería la primera célula!
Mis conocimientos de embriología eran mucho más limitados que de arquitectura. Cuando, en el transcurso de mis grandes empresas anteriores, tropezaba con dificultades insalvables a la luz de mi escasa experiencia, encargaba a otros esa parte de las obras. Por ello había utilizado máquinas que nunca hubiera podido fabricar, pero para crear vida tenía que hacerlo todo personalmente. De entrada, sólo sabía que una célula se divide en dos, cada una de las cuales se divide a su vez en otras dos, y así sucesivamente, hasta que por fin una gigantesca agrupación de células se hace perceptible al microscopio (ni siquiera de esto me sentía seguro). De todos modos, por medio de ese sistema de bipartición podía llegar a algún resultado tangible. ¿Y luego…? Tenía ya una verdadera montaña de esa especie de pompas de jabón… Perfectamente. ¿Pero cuándo y cómo entraba la vida en ellas? Necesitaba partir de una célula que soplara el hálito vital en sus congéneres, pero tampoco sabía a ciencia cierta si ésa era una de las funciones celulares. Sólo quedaba un sistema: dar carta blanca a mi imaginación. Me resultó bastante difícil transformarme en célula porque estaba convencido de que mi yo existente era mucho más pequeño que una célula. Tuve, pues, que concentrarme y hacer un terrible esfuerzo para engrosar al menos un millón de veces, con el fin de convertirme en una célula microscópica. Como le había dejado las riendas sueltas a la imaginación, no tenía más remedio que aceptar sus productos: al principio fui una célula casi esférica pero, con gran sorpresa por mi parte, ésta se dividió en dos células alargadas que se dividieron a su vez. Entonces se me planteó un grave problema: como mi yo no podía encontrarse en varias células al mismo tiempo, tuve que escoger la que, antes de la división, prometía ser la más grande de las dos. Al llegar a esta fase, un cambio imprevisible trastornó todos mis planes. Esperaba una nueva división, que no llegó. En lugar de ello, empecé a crecer y sentí que algo me empujaba desde atrás. ¿Tal vez una cola? ¿Era yo? ¿Podía yo…? Aún no tenía conciencia de nada circundante, ni de hallarme en ningún medio específico, ni siquiera de movimiento alguno, pero el fenómeno era lo suficientemente extraño como para asombrarme. Aunque no podía oír, ni ver, ni sentir, experimentaba un absurdo deseo de moverme, de acabarme, como si estuviera en el fin de un principio… Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Ella estaba allí, a mi lado. Era mi madre, la Tierra, y yo un astronauta que regresaba tras un largo viaje por el espacio. ¡Si pudiera alcanzarla! La notaba muy cerca, soberbia y esférica, y hacía desesperados esfuerzos para progresar. ¡Si consiguiera atravesar la atmósfera sin ser destruido!… ¡Si lograra aterrizar! ¡Ya estaba! ¡La había atravesado y me encontraba nuevamente en un mundo tangible! Empecé a gritar, a aullar, a reír y… ¡a comer! ¡Tenía tanta hambre y estaba tan contento! ¡Sabía que el objeto de mis deseos me esperaba allí cerca, en alguna parte de aquella tibia oscuridad! Había perdido mi cuerpo, mi cola o mi traje de astronauta, y había vuelto a convertirme en célula o núcleo. Seguía prisionero, pero era el prisionero más feliz que puede existir en un universo recobrado. Sí, me encontraba bien en el interior del mundo, aunque llegado a él de una forma todavía inexplicable. ¡Y el objeto de mis deseos me esperaba, sí, me esperaba! Aún no ha cantado ningún poeta cómo nos confundimos, destruimos, creamos y recreamos unos a otros. Pero he aprendido ya que nosotros somos YO y, naturalmente, que yo soy NOSOTROS…, porque nosotros recomenzamos a dividirnos en dos, pero esta vez existe una diferencia: yo he dejado de ir de una a otra célula y me he quedado en la mayor parte, en todas aquellas que son yo. Hay otras células que parecen bien dispuestas con relación a mí, pero que no son yo. Y una última experiencia sorprendente: por primera vez después de mi… salto atrás, tengo vacíos, sí, verdaderos momentos de reposo. Mi yo, mi alma, también ha sufrido una importante transformación. He vuelto a sentirme cerebro en igual medida que alma y en el exterior de este cerebro, que parece largo y está doblado de fuera a dentro, que es —en suma— un cerebro completamente distinto al que hace ya mucho tiempo perdí, percibo una masa, una masa sin cerebro, que es también yo. ¡Dormir! Sí, he dormido maravillosamente. ¿Un minuto o un siglo? Eso carece de importancia. Era un sueño confortable, el sueño nocturno en un paraíso teñido de púrpura y oro. Y, al despertar, me esperaba una gran sorpresa. Me he convertido en una entidad real. Tengo una cola. Ahora ya comprendo. Se ha realizado un verdadero prodigio, un milagro de la imaginación, superior a la construcción de la presa y del paquebote. Sin poseer los necesarios conocimientos científicos, he conseguido imaginar la vida y, al imaginarla, he recobrado el sueño. Sí, he hecho de mí un embrión imaginario y sé que esta masa tibia en el exterior de mi enorme cerebro es un corazón dispuesto a vivir y sé también que debo habilitar un procedimiento para meterlo dentro de mí. ¿Soy un polluelo en un huevo o un ternero en potencia o tal vez un extraordinario caballo que va a ganar millones? Sea lo que fuere, viviré con plenitud la vida que me corresponda. ¿Y después? Después ya sé el camino y podré convertirme fácilmente en otro animal. ¡Qué éxito! ¡Maravilloso! Me crean o no, soy un bebé. Un crío. He empezado a dar patadas porque me encuentro, sin duda, en el quinto mes. ¡Pero qué extraordinario sueño he recobrado! Jamás durante mi anterior vida humana había dormido tan bien. […]
G. Langelaan, La mosca. Relatos del antimundo, Fernando Sánchez Dragó (trad.), Caralt Editores, Barcelona, 1976.
Imagen de portada: Jacobus Ludovicus Cornet, Una prisión, 1844. Rijksmuseum collection. Imagen de dominio público